jueves, 21 de noviembre de 2013

FEMENINA MENTE


 

En el costado más vulnerable de los intersticios donde aprendemos a convivir con el dolor madre, con el dolor padre que hemos aprendido a deshojar de formas deshonestas. Hay pequeños momentos impredecibles de creatividad obnubilada que nos atañen a cada una a su manera, donde los senderos se bifurcan y esa imagen siempre abierta a nuevas ramificaciones, siempre en estado de alerta máxima espera una continua resurrección en la palabra, más no en la carne, por entero designada a ser parte de una trama de una época de un sucumbir a paredes laterales donde afirmar nuestros cuerpos. Luego, habrá un luego. Habrá un silencio que redime una cicatriz sobre la que edificamos un sueño o un ensueño demasiado sutil para considerar que hemos perdido el juego, que hemos dejado de ser lo que queríamos hacer de nuestro ser. Soy eso que llamas de maneras desastrosas, pero también soy lo otro, la otra que se afana por encontrar lo que en dicha o en desgracia nos toca. Abrazadas a un eterno devenir que no nos deja huecas, sino todo lo contrario, donde anidan la esperanzas de una paz ulterior a nuestro propio entendimiento. En desproporción inalterable como los sueños de las hadas, esas que hemos sido y a veces somos, sutiles desmadres de hojas que han caído en el otoño. Pero la primavera, otra vez la primavera, arrecia con sus bríos de escalofríos y nos lleva poco a poco a sumergir los pies en el agua, a encontrar el arroyo que fluye imperceptible, debajo de nuestros pies. El ciclo que se repite y que ignora que es en cada caso igual a sí mismo todas las veces. En el agua que corre estamos cerca, en la sangre, en el desentendimiento, en el desacuerdo, en las horas muertas que hemos y no hemos compartido. Por el lado amable y viceversa, es la parte de la narración que no entendemos. Yo tampoco la entiendo a veces, y otras, fatalmente la entiendo en demasía como para ignorar los pequeños trucos de la vida en donde aprender a sobrevivir no es mas que el principio. Apuesto una partida que perderé, que ganaré, que al final del camino encontrará equilibrio, entre ser y no ser, cuando todo haya pasado y seamos lo que fuimos y lo que quedó por ser. En todos esos momentos en todos esos días y en todas esas miradas incompasivas estaremos en el espejo de los otros de las otras que nos miran tangencialmente, donde nos miramos y nos hundimos las más de las veces. Escapatoria segura: la muerte, que repudiamos con honestos griteríos y una gran mansedumbre para aceptar, aceptarse, aceptarnos de modos inconcebibles, en el cariño, en lo monstruoso, en las dichas pasajeras, en la vida que vivimos cada una a su manera, compartidas-no compartidas, a solas y en silencio, la vida que arrecia como un vendaval de invierno y enfría los corazones y las sensaciones de olvido. La vida o una pequeña parte de ella en detrimento o a favor, nunca en contra. Porque somos, porque estamos, porque nos sobrevivimos a nosotras mismas; por las partes que no entendemos y por las que entenderemos cuando sea demasiado tarde para decir lo que acaso hubiéramos dicho si hubiéramos descifrado el acertijo a tiempo. El saber nos unes y nos delata, nos abisma y favorece en el encuentro, en cada uno de esos sutiles movimientos habrá, como en todo, una pequeña dicha y una pequeña muerte, ambas silenciosas y ateridas, a las que sin embargo y pese a todo sobreviviremos. Escribiremos cada una a su manera el gran libro individual, apasionadamente distinto, tiembla, nos reconstruimos, nos construimos de mondo individual, somos iguales y diferentes en todo, en nada, parecidas e inconexas, de una misma trama, configurando una misma tela con la cual confeccionar nuestro ropaje que nos cubre de la intemperie, que nos alimenta y nos reconcilia, a veces entre nosotras, otras a solas con nosotras mismas. Sin las trampas, si somos capaces de ver las trampas de las palabras en las que nos caemos, al levantarnos, al fin de la caída quiénes seremos, cuantas seremos, como y cuando, de modos escandalizados, silentes sin perdón, porque somos implacables, porque no nos redimimos de las penas capitales. Porque elegimos la peor de las sanciones para levar nuestras leyes y porque por eso mismo, a la hora del encierro nos redimimos, en la dicha de encontrar un modo una manera, cualquiera, que nos abra las puertas de las celdas en las que hemos configurado nuestras mundanas condenas. A la hora incierta, cuando el sol ya no tenga un nombre definido y la aurora marque el paso en esa hora incierta, quiénes seremos a qué precio, con qué llaga abierta llegaremos a ofrendar lo que nos queda. Serán las preguntas y no las respuestas las que nos abran el paso a la cercanía, a la conciliación del género, indefinidas a último momento, mujeres, tan diferentes, tan iguales a nostras mismas, un aprendizaje, un parálisis, un movimiento urgente y necesario, y también un encuentro a la hora de la luna a la que todas nos debemos en el silencio que grita. Hacerse a solas el bien es algo rarísimo que nadie nos ha enseñado ni acaso insinuado pero que, curiosamente, todas hemos aprendido de modo semejante. La palabra, igual, no cabe, no llega a decir lo que en el misterioso mapa de nuestros cuerpos-almas hemos edificado cada una a su manera; tan diferentes y siempre acertadas.

 

Si no entiendo,

si vuelvo sin entender,

habré sabido qué cosa es no entender. Alejandra Pizarnik

viernes, 15 de noviembre de 2013

RESURRECCIÓN DE JUDAS


Octubre 2009
Andrea Benavidez

…entonces él, que tantas veces había sido el hombre más hermoso entre todos los hombres; el que tantas mujeres habían pre-amado en silencio, estaba aturdido por aquella idea. Se encontraba dado a una chifladura inminente y empequeñecido a la altura de un niño que, asustado, se ha quedado inmóvil ante la amenaza de una ola gigantesca. El hombre hermoso tiene miedo en un tiempo-espacio en el que no tiene mucha validez sentir eso. Tampoco la tiene andar por ahí diciendo semejante sandez: ¿Cómo va a estar diciendo que teme inmerecidamente a las mujeres? ¿Y por qué no decirlo? ¡A todas en general!, dice, con un tono ¡tremendo!, en la voz y en las cejas. A las mujeres hay que sitiarlas y después dejarlas, es así como ellas mueren de desesperación y son más buenas que dios con uno, le sentenció una voz en off de un querido amigo que lo estaba escuchando hablar. Pero él, asustado como estaba, sabía que lo que el otro hombrecito precioso le decía era un delirio atravesado por la bebida. Quizá esa era la causa por la que él lo miraba asombrado sin pronunciar verbos contradictorios. Sentía ese pequeño temblor en los dedos de la mano que siempre había sentido cuando sostenía el vaso de whisky. Ya no tomaba whisky sólo agua y sin gas, porque estaba seguro que ese amplificador de sensaciones lo había mantenido atolondrado demasiado tiempo. Pero después de dos años de abstinencia estaba totalmente en condiciones de decir que seguía sintiendo un temor desmedido hacia las mujeres y que el alcohol no tenía nada que ver. Quería recordar los detalles de aquella noche, pero no podía. Era como si todo se hubiese tiznado por tramos. Había un árbol en alguna parte y un banco en la orilla de la vereda dónde se había sentado junto a ella a besarse una noche. Había unas cuantas calles caminadas que se entrecruzaban ahora en su mente. También había un hombre que lo había mirado, primero a él, a ella y nuevamente había interpelado su mirada. Luego todo estaba en blanco sobrio y ni una imagen auditiva sobre sus sensaciones. Una música continua saliendo de los coches y de las entradas a los bares, eso sí había. Y un borde de un edificio con volutas en lo alto, y una tela de mármol que envolvía una imagen de mujer, y un taxi, y una sensación de desesperada proximidad, y un amor que parecía estar a punto de dar a luz, pero que desapareció de pronto. …entonces, justo ahí, él decidió hacer lo que siempre hacía: habitar un bar, tomar algo que lo anestesiara un poco, pero no pudo. Salió de allí se sentó en el último banco de una Iglesia que encontró en su camino y sintió un peso intenso sobre su vientre. Como si dios mismo (él estaba seguro que ahí no moraba el Altísimo), le pidiera un voto, le pidiera algo; dejó unas monedas de diezmo. Se arrodilló, imploró clemencia, quiso jurar algo y no supo qué decir. Se quedó en el mutismo mucho tiempo hasta que alguien le dijo que se fuera.

¡Fuera!, noche cerrada luna esquiva nadie en ningún lugar sueños rotos miedo por todas las partes. ¿Había, efectivamente, un desierto que él no había conocido hasta ahora? Tal vez lo había. Tal vez era éste el sitio que ahora lo visitaba, del que otros habían hablado mientras él jubiloso reía.  Conocería, en adelante, en su presente, el más allá de los mortales. Ningún abismo, ninguna tragedia que no tuviese solución, todo de éste mundo.

Infectado maléfico aterido amedrentado y se le acabaron las palabras que él creía tener refinadas en una bolsa de paño blanco. Era un encerrador de palabras; por si acaso faltaba la inspiración o el alcohol o las mujeres o los bares o los aviones o las calles o los amores o las tinieblas o los trenes o las canciones o los árboles o los pájaros. Ahora todo era silencioso pero él estaba aturdido. Ahora todo era soledad pero él estaba atrapado. Ahora ella era un maleficio y él no estaba bendito. Ahora ella era todos los segundos y él estaba perdido en la eternidad. Ahora ella era un volcán en erupción y él las cenizas. Ahora ella era todas las esencias y él estaba petrificado. El camino hubiese sido diferente, pero así, como ya lo había visto esa misma mañana en el espejo, era imposible que sus pies no lo encaminaran hasta allí. Que derrapara en aquel lugar sin piedad, como lo hizo.

Hurgó en la bolsa de las palabras y no encontró nada. Hurgó en la costra de un árbol, era su último truco de ajedrecista, y no halló hormigas que soportaran su maldad humanísima. …entonces, despidió sus huellas con un impetuoso abrazo y las alentó a caminar hacia el mundo desconocido.

Cavó un pozo hasta encontrar agua y allí mismo se ilusionó los ojos. Se penetró las manos, se acuchilló las esperas y se sentó a la orilla de una casa que no era la propia a dejar que su vestimenta se convirtiera en andrajos. Mientras sucumbía ante sus aturdidos lamentos, el Hombre que él mismo seguía admirando por ser hermoso, decidió vivir de la caridad ajena. Se prometió otro reino, otras maravillas, pero para más adelante en la línea de las coordenadas desiguales; ahora sería la hora de  lamer al animal herido. Juró que se daría a otra existencia menos infernal cuando llegase el momento.

Judas Iscariote. Uno de los apóstoles de Jesús, conocido por “El Traidor”, era encargado de administrar las limosnas que se hacían a Jesús. Dio muestras de espíritu avaricioso y entregó a Jesús a las autoridades por treinta monedas de plata, que era el precio de un esclavo. Dominado por los remordimientos se suicidó. A la luz de estos símbolos es que es posible pensar que la imagen de  hombre fiero, que hay en el imaginario colectivo de los varones latinoamericanos, tiene mucho que enseñarnos aún como cultura. Puesto que así como la mujer, como miembro de una sociedad, ha sido desplazada y mal tratada por siglos, no es menos cierto que los varones, a pesar de su posición favorable, también han sufrido una fuerte marca cultural en sus roles e imperativos sociales.

Muchas de esas cuestiones han hecho que los varones de nuestra cultura tengan menos posibilidades de encontrarse con sus costados sensibles que con sus costados violentos. Dando lugar a una gran cantidad de tristezas, tanto para los varones como para las mujeres. Es por eso que pensar en esta  imagen de Judas nos tiende la posibilidad de analizar algunas cuestiones. Por ejemplo, Judas, en su figura de traidor, dobla su voluntad ante un acto plenamente humano como es la avaricia, pecando así notablemente. Pero también es posible ver que Judas realiza varios actos de importancia, entre otros, enfrenta a la ley divina y dispone de su propia vida cuando decide suicidarse. Esto supone un acto de uso de la libertad importante que, aunque no sea aceptado por la religión cristiana, sí es prueba de una condición humana notable. También el suicidio aparece como una conducta reparadora de la traición, y del arrepentimiento. Judas es un arrepentido que haciendo uso de su libertad, decide enmendar y pagar su deuda. La vida de dos hombres, notablemente importantes en la historia de la cultura, ha valido treinta monedas de plata. Cantidad que dividida darían un saldo de quince para cada uno. Medio esclavo. Luego, siguiendo el hilo que ha corrido Borges en esta dirección, podemos pensar que Dios, el mismo que se ha hecho hombre en la tierra, encuentra dos modos antitéticos, pero semejantes de encarnar. Luego, el valor que para el imaginario colectivo tiene la imagen de resurrección de Jesús es altamente complejo. Primero, un hombre entre otros hombres (que sufre la crucifixión, como otros tantos de la época histórica), se eleva al cielo con cuerpo y todo. Segundo, más allá de los dogmas de fe y de las razones teológicas, el discurso que emana de la imagen para la construcción cultural es un símbolo difícil de desentrañar. Como símbolo de la masculinidad todo poderosa, no transformadora, sino resucitada. Los hombres tienen permitido resurgir, ¿y las mujeres? Las mujeres no participamos de ese imaginario con nuestro cuerpo femenino sino en el cuerpo del hombre.

Acá se abre un atajo para pensar a Judas, porque Judas, (sin ánimo de realizar apologías, ni de incidir en el misterio desde el punto de vista de la fe), lleva adelante una resolución a la medida humana. En tanto que Jesús excede todo límite pensable, dando lugar al milagro, sólo aceptable mediante el dogma de la fe. Judas hace algo que cualquier hombre virtuoso haría al tomar conciencia de su modo de obrar equivocado. Judas asume su error. Luego, decide pagarlo con su propia vida, a un precio muy alto, porque sabe que al suicidarse no podrá entrar nunca al reino de los cielos. Esta composición de símbolos nos permite rescatar la imagen que nos llega de Judas para pensar en el varón contemporáneo. Un tipo de sujeto enfrentado tanto a su fiereza, a su fuerza masculina y salvaje, a su estado de homo sapiens con el que se integra a la cultura, como también a su modo civilizado de existir. En donde no obtiene tampoco una adecuada educación sentimental, sino una dura formación, tan fuerte y compleja como su estado instintivo. En este texto el hombre hermoso es un hombre ajustado a una medida cultural desmesurada y extrema, de la que se puede desprender sólo mediante un acto de traición al género al que pertenece. Renegando de sus pares y renunciando a una cantidad de vicios que la sociedad le provee como modos de confundir su sentido de la sensibilidad. Soportando el peso de obrar diferente al rebaño y pagando con su desplazamiento el rosto. No se trata tanto de ver un modo victima-victimario en la figura masculina, sino de correr el hilo de la reflexión para pensar en cuánto deben hacer los hombres de nuestra cultura para acercarse a los modos de sensibilidad en los parámetros masculinos propios. Cosas que por otra parte desconoce, o son poco explícitas en un contexto machista generalizado, en el que los modos de sensibilidad son considerados debilidades. Aunque podría parece una reflexión anacrónica para la época de la historia en la que vivimos, no es necesariamente así. En cambio, en gran proporción, las nuevas generaciones se incorporan a la vida adulta con carencias afectivas, modos de canalizar la violencia y modelos de conductas semejantes a los que han desarrollado generaciones anteriores. El hombre hermoso atraviesa un proceso de búsqueda en el que logra transformarse a sí mismo. Para ello lleva adelante un enfrentamiento consigo en la búsqueda de su propia virtud. En busca de un modo de humanización que desconoce.