lunes, 29 de diciembre de 2014

De las hojas del cuaderno blanco: El origen del dolor.


Hay que tenerlo claro, el albur del engaño nos acecha aún involuntariamente. No es por ti ni por mí ni porque llueve en el campo, ni porque las ramas del álamo se balancean en lo alto tan tristes, ni porque la ciudad está desierta, ni por eso ni por aquello otro. Desesperadamente me entrego a los ojos descarnados de la lucidez, quiero verlo todo, quiero saber, quiero ser la lechuza, quiero ser la piedra inmóvil de mi corazón, quiero ser el niño descarnado que dice esto es feo sin sutilezas, pero más que eso quiero comprender los secretos hilos que nos tejen y nos llevan con sutiles movimientos a hamacarnos o ahorcarnos en los igualados movimientos de los mismos hilos. Es que las palabras son las mismas para amarnos u odiarnos, es que las hebras son las mismas para un caso y para el otro y para el otro y para el otro y para el otro, es que somos igualmente humanos. La diferencia es una cuestión de perspectivas, una gota de agua en la retina que no es llanto, un sorbo de menos, un atardecer, un silencio, un truco sin real envido, una flor, un descampado en el que titilan restos de botellas de vidrio en la intemperie y a la hora triste se vuelve un paisaje fatalmente hermoso.
Somos esas muchas cosas y la estafa no es sólo una cosa de la mala voluntad, de la moral malita, el ardid puede ser perfectamente pergeñado en una noche oscura y no obstante florecer como una rosa radiante y deslumbrar con su belleza a un niño que aún es virgen y en ese raro acontecer mantener el equilibrio del mundo por todo un día, que ya es bastante. En cambio, los movimientos de las mejores almas pueden terminar dejando caer un velo, que como la ceniza después de un gran fuego deja el manto gris sobre el lecho donde antes hubo un leño. La maduración de cada instante es una fruta imprevisible, todo lo maravilloso pasa luego de que el tiempo ha sido consumado. El origen del dolor requiere al tiempo como testigo forzoso.

La trampa es vista en modo retrospectivo, ¿hay traición realmente?, la mirada llega siempre tarde al acontecer del día, es siempre una actividad intelectual, por más dolor que produzca al corazón, el engaño es una acción del pensamiento un problemita de moral nefasta. Lo avieso como tal no existe. La parte gloriosa del artificio es la fuerza poderosa del encuentro de las partes, lo que se reúne luego de haber sido quebrado, lo que antes no estaba. La acción en sí misma es múltiple y vive en la dialéctica del movimiento interior, a pesar de sí mismo, ser inverso es ya no haberlo sido en un momento y haber muerto de dolor por estar desprevenidos ante las cositas de la vida. No hay nada más auroral que el desgarro del dolor a la primera hora del día, algo se hiere para siempre, aunque esa eternidad se desvanezca con el correr de las horas y al caer la noche la oscuridad sea un consuelo definitivo. En esos días de inaugurales certezas todo se preña simultáneamente de dosis iguales de oscurantismo y lucifixión. Lo demás… un bucle infinito de capas superpuestas que mutan y mutan y mutan y mutan y nos dejan como moneda de cambio la humana comprensión que aún de manera imperfecta nos cobija con su mantita.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Las siestas de la hormiga negra

La vida de la hormiga negra, no hay parámetros de belleza, su mundo es sencillamente el de la piedra el de la tierra el de las hojas caídas y en ese sórdido devenir su ir-venir es certero. Ella sabe de dónde viene y a hacia donde se dirige. Tiene un camino marcado de antemano o eso parece a nuestros ojos humanos tan humanos que no pueden prescindir del sentido riguroso de las averiguaciones aviesas. De la vida de la hormiga todo ha sido dicho excepto, claro, que ahora las descubro por primera vez y las miro con una mirada extraviada de ella misma para saber m+as de mí misma sin hacerles el daño... ¿y yo iba a ir por ahí intentando matarlas con un químico producto? Ellas están ocupadas, me ignoran y eso es un privilegio porque gracias a ellas puedo ser, a pesar de ellas, algo que nunca hubiera sido, una atenta atendedora de sus vidas, que la mira y las miras y no les pierde pisada. A esta altura de la siesta sé que ellas viven de deprisa, más convencidas de sus vidas que yo de la mía y están urgidas por un melodrama vital, acarrean, van y vienen están concentradas en una tarea que es demasiado privada para que yo la entienda. Sobre todo, eso, no están en el mundo para ser entendidas por nadie, viven su vida diaria, diurna y nocturna, a veces sonámbulas, y me ignoran tan sabiamente que me privo de pisarlas por si acaso son ellas el misterio del universo que ando buscando y sin saberlo lo desvelan paso a paso.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Aurora boreal

Aunque la eternidad es uno de los nombres de esa trampa humana/ La elevación atraviesa como un rayo y prosterna/ El árbol muerto tirita de dolor y no sospecha que la savia de la vida lo siga estremeciendo/ Y todo se dilata / Como una llamarada de divinidad sólo que no es más que la misma humanidad que acontece/ Son las raíces las que crujen porque saben de la sed más que cualquier rama incinerada por la siesta/ Desde lo abierto algo emerge silencioso / Encumbra sus filamentos / Hay más allá que el sol, hay infinito crecimiento/ Hay infinito como palabra y como galaxia/ El árbol lo presiente desde siempre aunque oculta sus verdades / Cela su saber porque sabe de lo indecible/ Convierte en invisible el filamento que une raíces a estrellas fugaces/ Aura que todo impregna y vuelve agua vuelve nube vuelve lluvia que riega lo muerto/ Es eso humano que descubre su sí mismo en su esplendor lo que construye al árbol como vivo o muerto/ Es la luz un factor del ojo / Todo lo que era piedra o tierra encuentra su propio alumbramiento bajo la sombra verdecida que ahora tiene y guarece su eterna primavera/ Es la luz que lucifica intermitente / Es sol estrella luna tema poético y burla las mentes/ Es la luz que arde y extingue la que ríe de la insolencia humana/ Es la luz que brilla/ La que jala los filamentos de las raíces y liga lo que nunca estuvo atado/ Es luz que destella y enceguece/ La que reverdece lo seco/ Es la luz del silencio blanco que todo lo ennoblece/ La que vuelve vivo al árbol muerto e impulsa a la flor con fragancia luminosa.

domingo, 26 de octubre de 2014

Con-versas

La escucha... desatenta... es en esa fuga, en ese meticuloso cuidado descuido, donde se dilata el pensamiento, no en modo universal sino en el extremo particular de un modo en el que algo de un momento a otro ha detonado y aún no es posible percibir sus efectos. Es la palabra un mecanismo de esos que tiene reacción lenta en mi oído y en mi cerebro, donde la palabra de los otros queda como tiritando de frío, de miedo, de angustia, de éxtasis, de pudor y se esconde de todos, hasta de sí misma para ser luego lenguaje. Acaso es en ese estertor donde puede verse su valía, su momento estridente, su tierra prometida, su pulsión ocultando y desocultando el hueco donde se cuece el eco. Esa cosa rara que se ha despegado de toda conversación banal y adquiere por si misma forma propia y se sienta a la mesa y me interpela con su más agudo verbo. Claro, no es absurdo pensar que la re-tro-progresión cumple su efecto tardío y se revela de una importancia estructural. De entre todos los ruidos mundanos, de todas las conversaciones, algo adquiere  un sentido específico y no es que se profundice, claro está que todo es playa, que lo profundo no existe, algo cobra vida propia y se vuelve una forma determinada de ser. Algo que era presuntamente nuestro ya no nos pertenece a ninguno de los conversadores, ese pedazo de lenguaje tiene un sentido propio, le ha ganado a todos, también nos ha ganado a nosotros y se determina a seguir su vida de frase célebre. La idea, la frase, ese pensamiento abre un tajo antes visto  /no visto/ por nadie, se vuelve un momento inaugural. Nace de lo cotidiano, de lo pasadizo, de lo que nadie hubiera reparado excepto porque vuelve, como la neurosis salvo que no es enfermedad, a ser presente una  y otra vez, a presentizar-se en la ausencia y es por eso acaso que las conversaciones inocentes y sencillas, si es que algo así existe, adquieren ese velo de misterio y se ganan un momento extremo de compresión que continúa y continúa  en la pendiente, que pide a gritos ser incluida. Esas conversas estallan en los oídos, en las mentes, en las manos y convierten un encuentro casual en un suceso anecdótico imperecedero, es por eso que cada diálogo es un hurto al tiempo, un momento en que lo humano se extrema, una ganancia sin dolo, una posibilidad de desafiar las fauces del silencio y también un desencuentro altisonante entre ese efímero presente y el pertinaz acontecer que retorna perturbado, conturbado, turbado y en cada retorno  más sutil.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Vita


en el alto verdecer del ensueño
donde la palabra se obtura, 
acontece 
eso inefable 
que tampoco es silencio
los museos pierden sus obras
las espirales del tiempo traman los puentes de cristal
las fuerzas desgarradoras se invierten
la maravilla va de mano en mano en busca de su sinfín
hilándonos el día a día
liándonos
un trazo de lucificción escribe la letra
eclipsa 
una obstinación se vuelve todo poderosa
el brío humano en primavera 
se pierde la cordura,
se brota,
se florece,
se fructifica,
se desgrana, 
gotas de aguamiel
una
a
una
.
.
.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Oasis

Ella y su corcel cabalgan en el desierto, luego de algunos días el sol perturba tanto el entendimiento que, poco a poco, hasta los pequeños trozos de piedra desaparecen y sólo existe un único punto en el cielo. Las noches se vuelven enemigas porque él no está y ni la chica ni el corcel lo ven por ninguna parte. Una siesta obligada por el calor en las cabezas encuentran un oasis, ambos se detienen y aquietan la marcha. El oasis se convierte en un refugio en la intemperie, en una compañía, en un espejo donde reconocerse mutuamente, en un regocijo donde hundir los pies y las manos hasta que al final ella y el caballo están sumergidos en la profundidad del ojo de agua. El ocaso es la hora ansiada y ambos descansan de las rutinas del camino, del asedio de las horas excesivas en el vacío, hasta que la noche los adormece poco a poco. Ambos cuerpos duermen profundamente, con una extremidad tocan el borde del agua y eso los consuela largamente.

Al despertar el sol invisible de la aurora vuelve a marearlos, el ojo de agua ya no está, ella y el caballo retoman la andadura del camino. No imaginan que el oasis es una maravilla del desierto que emerge y se sumerge por un cortísimo tiempo, no imaginan que el agua brota y se esconde, que así es el ritmo, que esa es la forma en la que respira el desierto. Ahora desconfían uno del otro profundamente, cada uno a su manera sospecha que el otro se ha bebido todo el líquido durante las horas muertas. De andar enemistados se vuelve más complejo el camino, ni  el corcel quiere cargarla ni ella guiarlo en el camino, ahora son enemigos íntimos, ni tan siquiera se miran aunque siguen caminando juntos añorando el próximo espejismo. 

viernes, 22 de agosto de 2014

Razonamientos cruzado

Pienso mal, no es que piense malamente de alguien sino que tengo pensamientos equivocados, razonamientos erróneos. El sujeto se puede o no predicar sintáctica o declarativamente. El sujeto está instalado en mi sofá y no se quiere ir, se pueda o no predicar.
No es que lo que pienso contenga error lógico, casi todo lo contrario, sino que la manera de ejecutar el razonamiento es azaroso. Sujeto, ¿te has puesto los pantalones…? Ellos van para cualquier lugar y tengo que estarlos encasillando y arreando para los lugares que producen certezas, donde la lógica sigue un desarrollo paso a paso, y una vez terminado ultiman en una premisa concluyente (¡pero el tiempo que va a pasar antes que llegue al final es muchísimo!). Sujeto, ¿te has puesto las medias ya? ¿Y todos los piercing? Pienso al revés y eso hace que en vez de ir como todo el mundo pensando del lado derecho, vaya por el otro lado, cosa que en los setenta tenía mucho sentido, pero ahora no tiene ninguno más allá de una remera con la foto del Che y algún que otro arrumaco cariñoso en la oscuridad de algún cine, durante alguna de las versiones de las películas que hacen sobre él… Sujeto ¡apuráte que vamos a llegar otra vez tarde al teatro por tu culpa! Por lo tanto, retomo el razonamiento una vez que lo he terminado y lo vuelvo a destrozar para barajar de nuevo una partida y hacer con eso un cosido de estofado de chorizo, que no me voy a comer, pero que tiende a oler muy bien. Culpa… culpa… Hacia atrás y luego (como pienso mal, pero estoy acostumbrada a hacerlo y deshacerlo) tengo que dar vuelta a los razonamientos hasta dejarlos forzosamente al derecho. Las culpas para otra edición serán, pero te adelanto que a todas las culpas, las tenés vos. Pienso mal, pero con la ventaja de pensar mucho, mucho más que otros humanos, y otros que también vienen posteando en el ranking de los de pensamiento ágil: el mono, la serpiente y una serie de robot que amenazan con servir el té a las cinco en punto. Yo estoy libre de cargos… y culpas. Pienso mal, pero razono bastante bien, y con mucha frondosidad de caracteres, es decir con grandes cantidades de globitos sobre mi cabeza. Sujeto, no tenés predicado, ni tampoco queda resto en tu cuenta de banco, he pagado la fianza con tu dinero. Pienso mal, es cierto, pero pienso mucho, y si la vida es una fiesta y el pensamiento una frondosa anarquía… Entonces… Entonces…, ¿Entonces qué?
Entonces que después de pensar mucho mucho mucho me he dado cuenta que la cantidad y el tamaño es lo de menos. ¿O eso era aplicable a la calidad? ¡Estoy pensando mal otra vez! ¿Será cuestión de extensión de concepto o este no será el caso correcto? ¿Este sujeto será otra de las excepciones que justifican la regla? De acá en adelante vos tenés la culpa de todo, ¿ves que ahora estás pensando mal vos? Lo importante es la calidad del pensamiento, cuánto pueda perdurar en el tiempo. La cantidad, el trabajo que le lleve a una pensarlo y des-pensarlo es lo de menos. La calidad es lo fundamental. Ah! Y te aviso…
Entonces concluyo en un nuevo pensamiento:
PIENSO MUCHO PERO CON CALIDAD, ¿suena bien como conclusión no? ¡lo voy a repetir frente al espejo los lunes!

…en esta era cuaternaria del amor, lo del “café con piernas” no va más, porque si no cuando vuelvas a la noche tendrás la culpa hasta del Big Bang.

Des obra



Eso quiere él, vivir el día hacia atrás, que la noche se vaya aclarando poco a poco y ver atardecer como una aurora y llegar al mediodía sabiendo qué hay para comer y que la mañana sea un olvido. En la noche retrospectiva el  joven dramaturgo añora su vejez, y dice cosas sin sentido APRA los que como él en días de fiestas aún son muy jóvenes, quiere ser viejo como el día y por eso a las tres de la mañana se siente como nuevo y empieza de nuevo, nuevamente, nuevo cuerpo a deshacer la noche, hay una diferencia sabida, un paso que acontece sobre lo ya sabido y es que desandar lo andado es poco mas que una aventura es una usura al tiempo, ganar un día viviendo a lo escorpión ponzoñoso tiene algo de mágico pero también algo de mezquino, haber perdido un día era algo por demás ensayado pero haberlo ganada era algo nuevo. Se dijo pequeñas serenatas nocturnas a la luz de la luna, leyó tres mails miro tres veces por la ventana se tomó tres copas de vino, el tres no era un amuleto era el ritmo de la repetición forzada de vivir una y mil veces el mismo día, pero vivirlo en reversa era otra cosa, quÉ otra cosa? Otra cosa, un atisbo de melancolía le coló los dedos y escribió una poesía y después la tachó toda porque no era buena, los dramaturgos anochecen temprano y viven de otro modo, no escriben personajes, no llaman a las puertas ciegas, solo dibujan dentro de su mente paisajes superpuestos y esperan que los habiten lentamente sus dueños, un paso en falso puede ser mortal, pero la muerte ya se sabe, no es un estado definitivo, él lo sabia y por eso desanduvo la noche como quien sale de un pozo de muerte, hediendo y se lavó la manos, se desabrochó el abrigo y se entró en la bañera vestido, así debía ser para descompasar el día para entrar a la tarde de otra manera, quiso dar vuelta las certidumbres y empezó por donde sabía, las uñas largas no era la peor de las costumbres, pero ahora que podia ser otras cosas entro en el costado aguantado de la mano y miró por las venas un discreto suplicio, se lo sacó de encima y lo dejó en la jabonera, bañarse tampoco era tan malo y todavía le esperaba toda la tarde toda la siesta el mediodía y la mañana desierta. No, sin desiertos, hoy nada de desiertos ni patrañas espejadas ni cosas que no entienda a la primera, hoy quiero entenderlo todo porque de hecho ya lo he vivido y acaso solo me queda entenderlo. Dramaturgo uno de tus personajes está bajando las cortina y amenaza con lavarlas, ya sabés que eso trae mala suerte, mas mala suerte que darte la vuelta, una hora de devaneos y ya estás a punto de concebir la obra la obra de tu vida tartamudeando, en la cadencia y te caes en la entrepierna y en el intermedio, querés a toda fuerza llegar al primer acto a las diez de la noche, pero puede ser complicado darle la vuelta a las cosas y encontrarte con que la obra ya está escrita y que no te gusta como ha quedado la factura, es una hora de trabajo rara,  me ha rendido demasiado y yo soy lento esto no es mio, quién lo ha escrito, otra vez el alter ego haciendo mi trabajo y yo desconociéndome a mi mismo y creyendo que de esta conturbación va a salir una obra de teatro. Después que llega el ocaso te escavias un trago en el bar de abajo mientras pensas con disimulo lo que vas a escribir cuando estés arriba, a los demás les seguís la huella y hasta tercias en una discusión de medio pelo sobre los orígenes de la música cubana y a la hora del salto biónico a la revolución decís que tenes hambre y te escapas a la mesa de trabajo ya tenes claro el segundo acto y amaestrado los costados morados de los personajes, así cualquiera escribe una obra de teatro, si tiene al alter-ego trabajando mientras mirás por la ventana como discute una pareja sobre qué cosa tan importante que los lleva a pararse en una esquina y detener la marcha y ella grita y el grita más fuerte y él después se da la media vuelta y ella se queda estaqueada en la acera llorando. A la hora de almuerzo todavía no vas a estar en este embrollo  y por eso querés llegar rápido a la hora del pollo pero por ahora te aguijonea la melodía de cuerdas que entran cuando el personaje A se sube a la escalera y hace como que se va a ir al cielo y después amenaza con tirarse: tírate! Le grita el otro personaje, total desde la escalera no  te va a pasar nada y lo del cielo es metafórico en la escena. El personaje se tira pero como desde el cielo y queda hecho polvo en el suelo de la obra. El dramaturgo vela al muerto y consigue a otro que se suba a la escalera y se quede quieto porque si no no puede terminar de componer la escena. Lee al Shakespeare este para tomar impulso y después se siente un infeliz de la primera hora y se dice que él nunca será un buen escritor de obras de teatro, ni aunque tenga cinco alteregos trabajando juntos, y decide hacer lo del personaje y tirarse en picada desde el cielo, al rato cortísimo supera el momento melodramático y se agarra a los pantalones del personaje que esta trepado y esperando que mande usted en la escalera. El dramaturgo da una orden imprecisa y el personaje desenvuelve la tela y grita un parlamento que nadie, ni el dramaturgo, hubiera podido esperar así de sopetón, lo escribe rápido para que no se olviden las cuatro frases claves y rellena con algodón y algo mojado lo que falta. De los actos que faltan no se sabe nada. El dramaturgo tiene hambre y se imagina el pollo y la ensalada del mediodía que todavía no se ha vuelto a comer. Entonces hay un toque de queda a mala hora y él se detiene. Si ya sabe lo que vendrá no vale la pena, se obliga a olvidar todo, para así poder desandar despacio lo sabido, ¿sino que gracia tiene? Qué no se entiende nada le avisa la vecina y él la mira con odio visceral y le dice que vayasé usted a la mierda, cuando llegue la mañana ya lo va a entender mejorcito pero ahora que ni él lo entiende, pero ya aclarará con el día, que tenga paciencia. Y ahí es cuando se enoja consigo mismo por andar dando explicaciones a gente que se mete en su terreno sin saber de que se trata. Qué diálogo ni nada, los personajes monologan cada uno a su manera sobre sus propios desaires e infortunios, y nadie escucha a nadie, el dramaturgo esta desesperado porque la obra no se entiende y los personajes no interactúan como debieran hacerlo. Se han desacatado y lo ignoran a toda hora, a él, al alterego le prestan una atención desmedida y entonces acontece lo que poco a poco había venido pasando, a la hora de la cena, el alterego y el dramaturgo están en la contienda, no hay nada para cenar y se echan la culpa uno al otro. Comer es una perdida de tiempo, vivir es una perdida de tiempo, soñar es una perdida de tiempo, trabajar es lo único que no es una perdida de tiempo, el alterego lo entiende perfectamente pero el dramaturgo está en otra sintonía, él quiere hacer otras cosas vitales, comer por ejemplo y no hay cena lista y hay que esperar hasta el mediodía, pero para el medio día falta medio día entero. Por cosas como esta el altergo y el dramaturgo se riñen con vehemencia se insultan que da calambre y se tiran hasta los platos vacíos por la cabeza. El alterego se borra de la escena y el dramaturgo se queda recogiendo los pedazos del suelo, porque como se la pasa descalzo se los va a clavar seguro. El dramaturgo a esa hora sin cena piensa en la sangre en su preciada sangre y dice que él la tiene para cosas mas importante que para las astillas. Aún así prueba con pincharse el dedo gordo del pie y la ve correr en hilito y camina por la casa dejando la huella roja, eso lo alucina y la mira y la mira mientras camina y piensa en las cosas viscerales en el flujo constante de la sangre en los personajes, extra al personaje que tiró desde el cielo y llama al que lo ha sustituido sin pena ni gloria y le habla de la sangre que el tenia cuando era chico y los porqué de la azul vena, así tenes que ser, le dice, como la vena no como la sangre, contener lo importante dentro y que se vea en la superficie sólo lo aparente, así tenes que ser vos personajito y le acaricia la cabeza, al rato el personaje y el dramaturgo están hecho un nudo abrazados y se quieren infinitamente. Hasta que llega el alterego y se monta una escena de celos que madre mía. Ahí es cuando el dramaturgo se sale de la escena y se baja al bar a hablar cosas y pensar el segundo acto. No se entiende este ir y venir constante, me estas mareando maría magdalena, ya sé, pero esperate que esté lista la obra y ves que se entiende que ya estas como la vecina apurada por ver la obra completa. Acordate que tiene que ser corta, la gente no soporta las cosas largas, de tiempos acompasados de música compuesta, la obra tiene que quedar ensamblada, no estos recortes de pastiches por todos lados. Esperate que termine todavía falta la mejor parte.  

Hoy no es un día peronista ni radical, los días no tiene color político, hay días malos y otros en los que sale el sol y los otros en los que ni se nubla ni llueve ni sale el sol ni nada, despreocupate desacostrumbrate ponele el prefijo des a todo y ves que te sale bonito, dramaturgo no se entiende nada, se desentiende, y de tanto des nos estamos desconociendo, para entendidos mejor si lees otra cosa porque esta va para atrás y es complicada.


Y esa mañana se tapó hasta la cabeza y dijo que mejor si no se hubiera levantado de la cama.

ANTES


Antes pensaba en muchas cosas, ahora pienso en pocas muchas veces. Antes tenía muchas respuestas, ahora tengo pocas respuestas y pocas preguntas que sirven para la ficción, pero no para la vida. Antes el mundo era una representación gráfica grande y descalabrada, pero lo entendía. Ahora entiendo mejor el mundo, pero los modo de pensar en él son los de antes muy antes. Antes y ahora han desaparecido como metáforas del tiempo y la continuidad, en la que antes creía muchísimo, ahora me desconcierta. Antes escribía cosas sueltas que pensaba que un día iba a darte, pero que luego borraba apenas las terminaba. Ahora escribo a lápiz así las puedo transcribir en el teclado y si las borro después me puedo arrepentir un rato largo pero las sigo teniendo. Antes sabía muchísimas cosas que ahora ya no sirven para nada. Ahora, recién ahora, me doy cuenta que eso es buenísimo que pase, que el vacío es aparente y que la nada… es un alegato a favor de las traiciones con fecha de vencimiento. Ahora puedo escribir en un texto, así de pequeñito, la palabra: muchísimo, dos veces y no me parece que quede tan mal. Antes todo era complicado y ahora es fácil, pero de una facilidad muy compleja, intrincada y maravillada. Antes creía que las hojas estaban en blanco antes de…, ahora pienso que las hojas, aunque lo parezca, nunca están en blanco. Antes las palabras eran y no eran tan apalabradas. Ahora las palabras se han vuelto indomables, revoltosas y desobedientes… conversas, se amarran a una punta de un hilo y tiran y tiran hasta destramar las texturas y dejan la piel sin cobertura, como desnudas. Antes no sabía que las palabras también tenían vestiduras, ni que a veces se las sacaban, ni que atravesaran desnudas e impúdicas las calles. ¿Ves porqué terminaba por borrar los textos que intentaba escribirte?, todos se desviaban del sentido que intentaba fijarles de antemano. Las palabras se alborotaban en exceso y se tomaban demasiadas libertades, se apropiaban del texto, se decían a su manera y no me hacían ni caso. Terminaban por dispersarse, alejarse demasiado del cauce, se volvían impresentables...

30 de abril 2010.

ESPEJOS

Esas acciones del pensamiento, ocultas de todo, a todos, sin demonios presentes.  Esas historias eternas sin dios aparente...
En qué tajo de los símbolos entramos en la sombra de la vigilia que no puede verse desde la otra orilla. Hay, claro que debe haber, una sensación de amor disperso en la que ambos nos miramos.
Yo hubiera querido comprender en tus miradas, no en tu cristalina ausencia.
Entrar en aquello que podía parecer sueño. Hubo un momento en el que mentimos a dúo, fue un concierto efímero y aturdido. Feo. ¿Cómo pudimos ser un coro tan necio, cómo pudimos entrar en las fauces del delito?
Estabas ahí, vidrio por todos lados: contaré el desamor que hubo esa noche: contaré ese modo de espejar los sentimientos que había en tus ojos en tus manos en tus labios: ¿contaré que los roces vacíos de sentido se clavaron en el aura más tenue de la noche y proyectaron una figura espantosa? Era tan tarde…, tan tarde para algunas cosas y nosotros jóvenes y decrépitos. ¿Cómo has envejecido tu reflejo en tan poco tiempo? No me atreví a preguntarte. ¿Cómo has llegado a dar con la oscuridad en tan inmenso grado? ¿Cómo, la temperatura de tu sangre, has helado de un modo tan horroroso? ¿Cómo te has vestido de una silueta transparente que devuelve una imagen tan fresca y desconcertante?
Debo haber incurrido en la misma transgresión.
Debo haberte confundido con los mismos guiños extraviados.
En los ojos que ese día yo no tenía, te habrás mirado de pronto y habrás visto sólo tu cara, confundiéndote, creyendo que era la mía. Seguro pensaste que era mi alma la que te llevabas a la boca y era la tuya la que se reflejaba en directa consonancia. Habrás terminado comiéndote tu propia búsqueda.
Esa noche tan hueca, tan llena de ecos, los dos nos confundimos de un modo exagerado. ¡Qué torpeza por la que caminamos en los filos de las veredas!
Aunque creo que era imposible no hacerlo, porque los dos estábamos atontados de reflejos.
Sabías quien eras pero lo alterabas a sabiendas. Yo hice lo mismo, conociendo mis absurdos los oculté, decidí burlarte y burlarme. Un golpe de cinismo extremadamente certero.
Caímos irremediablemente en el abismo de los silencios, en la persecución sin tregua de las esencias veladas. Seguimos la ruta equivocada, siempre sabiendo de qué se trataba el juego. ¡Qué era un simple retozo!, debemos habernos prometido cada uno por su lado. Nosotros, tan lucidos, tan mortales, esquivamos las verdades con maniobras perfectas. Entramos en el otro lado de las analogías porque acaso nos medimos y creímos ser demasiado hábiles.
Tus ojos fueron un buen aperitivo para la cena, no sabías que los míos también eran comestibles hasta que los probaste y convertimos aquel festín del deseo en una cena para ignorantes insaciables.
A qué hora se produjo el espejamiento, no supimos. Nos confundimos. Creo que atinamos una estrategia dañina. Nos fuimos destilando uno dentro del otro sin previas retenciones. Eras lo que yo era, yo era lo que vos eras, y ese encuentro afortunado, desafortunados, trascendente y quimérico, nos trastabilló el rumbo y nos estrellamos.
¿Cómo saber desde antes que nos íbamos a reflejar mutuamente de ese modo tan espeluznante?  
Pasamos al otro lado del espejo en el que encontramos los túneles que no saben hasta donde llevarnos. Los conejos hubieran sabido caer sin problemas en esos sitios, pero nosotros no supimos, porque acaso nos habíamos perfumado demasiado el instinto y sólo poseíamos el aturdimiento del tiempo. Caímos como lágrimas sin sentidos y rodamos una maravilla de vértigos y olvidos.
No entendimos y seguimos. No sentimos y seguimos. No vimos y seguimos. No encontramos y seguimos. Éramos estériles y seguimos, éramos el uno en el otro y seguimos, éramos extraños y seguimos, éramos todo lo contrario y viceversa, y seguimos…
Abandonamos el juego a la hora incierta, decidimos salir desde adentro del sueño de los mortales para entrar en el otro tiempo invertido. Salimos a buscar la certeza de habernos visto de frente unos instantes, La certeza de haber atravesado el espejo lindero de nuestros seres. ¿Realmente llegamos a salir de nosotros o eso también fue una ilusión de ciegos en la negrura? Entramos en aquella zona opaca en la que cada uno tenía soberanía. Jugamos a la nocturnidad y avanzamos a tientas.
Vi en tu penumbra, tan semejante a la mía, una suerte de ternura y un perdón para siempre. Debimos habernos quedado del otro lado. Yo en tu oscuridad y vos en la mía. Debimos haber aceptado la estadía en nuestros costados mortales, para ser lo que otros eran casi siempre y todavía; pero no pudimos con la tentación miserable y volvimos a jugar a la divinidad momentánea. Atravesamos el vidrioso linde sin rasgarnos el cuerpo y mordimos la frugalidad más envenenada. ¿Habremos sangrado? Deberíamos haberlo supuesto, acaso no quisimos admitir que, como para el resto de los mortales, la carne de nuestro cuerpo era presa fácil.
Debemos haber hecho cosas que nos hicieran daño…, pero no lo notamos hasta entrado el día, cuando ya era demasiado tarde y sólo teníamos las cicatrices a la vista. Nosotros ahí, mirándonos, más insensibles que nunca.
 En tus ojos había un abismo como debe haberlo habido en los míos. Nos caímos y, que yo sepa, nunca volvimos a levantarnos. De todos los espejos antropomorfos en los que me he mirado, eras el que devolvía el reflejo más hermoso de mi imagen creada. De todos los espejos que reflejaron tus rostros, el mío debe haberte gustado aquella noche. ¿Cuándo nos perdimos? ¿Cómo desatinamos las certezas? ¿A qué distancia del vidrio nos quedamos? Esas cosas tampoco supimos decírnoslas. Era una posibilidad incierta una ceguera compartida una noche inmensa y también debe haber sido una fiesta.       
¿Las huidas, son ciertas, inciertas, o todo lo contrario después de la aurora?


Enamorarse
es crear
una religión
cuyo dios es falible.
El encuentro en un sueño. J. L. Borges

Noviembre 2009

domingo, 6 de julio de 2014

Galería de Arte

Él Joaquín, yo Lola.

Pocas palabras, pero precisas, ya sabíamos al primer cruce que nos gustábamos. Tomamos todo lo que quedaba en las copas y fuimos a bailar. Desde el principio nos encantó saber que estábamos unidos por el gustó de lo diferente, es decir, dijo él: Me fascina ir a todos los sitios, ver todo tipo de gente, saber de los encantos de las mujeres de todas las tierras, en fin ya me conocerás de apoco o de a mucho, como te plazca. Lo decía mientras me tiraba de la mano por entre toda la gente hasta la terraza, porque todo el lugar daba a una gran planicie que acababa en acantilado.
Y así fue que esa noche se extendió durante todas las noches del tiempo. Después de salir de la fiesta, desayunamos y  tomamos un bus para ir a la playa, que no estaba tan lejos. Llegamos ahí, nos desnudamos y nos metimos al mar durante toda la mañana.
Mientras todo eso pasaba, creció el romance entre ambos y, como en los buenos romances, él la llevó a su cama y ella lo llevó a su vida. Él era pintor, pero no lo supe hasta que desperté un poco atontada por la fajina de toda una noche y vi que había un cuadro donde se retrataba una mujer semejante a mí durmiendo desnuda, envuelta en sábanas blancas. Me encantó la idea de haberme liado con un pintor y la fascinación subió por mi piel directa hasta mi alma.
Él perdió la calma y empezó a gritar, entonces supe que perdía la calma demasiado rápido. ¡No, no pinto mujeres desnudas y dormidas tan a menudo, pero no sé cómo hacer que me creas!
Estaba gritando. Se calmó un segundo y me pidió disculpas. ¡Ya sé lo que haré!, dijo agitado y me agarró de la mano igual que la noche anterior y me llevó a una habitación. Sentí un poco de miedo pero igual fui con él. En la habitación había cientos de cuadros: colgados, apilados, en estantes; él los sacó a todos y pude ver que lo que decía hasta hacía un momento era cierto.
Pasamos a un cuarto intermedio, para calmar las aguas mientras pasaban los días, pero ya se veía que ni yo era una niña sumisa, ni él un simple leñador. También se veía que no nos separaríamos tan rápido. Las relaciones son fugaces, los trabajos son fugaces, hasta los días son fugaces. Aunque la historia siguió, pero debo pensar cómo seguirla contando, pues los hechos se precipitaron demasiado como para azotarlos contra el papel tan violentamente.
El romance se llenó de una intensidad poco usual, nos necesitábamos todo el tiempo y por muchos días no nos separábamos ni por un minuto. Lo acompañaba en todo momento, mientras pintaba, lo miraba, lo admiraba, lo seguía con la mirada, observando y presintiendo cada detalle, cada variación de color, cada sensación visceral que le urgía desde dentro. Salíamos poco, muy poco, algún momento al día para hacer compras, o algún rato por la noche para caminar en la playa. En esas caminatas asistíamos a un embrujo imposible, que sabíamos imposible, pero al que estábamos seguros de pertenecer. Nos mirábamos, sintiendo las fibras más fuerte de nuestras almas, teniendo certezas de humanos recorriendo la faz de una tierra hecha para nosotros. Algunas veces vivíamos el día intensamente, otras el día nos vivía a nosotros sin darnos cuenta y así, sin notarlo, todo tomó una dimensión de ensueño que por momentos nos mareaba y por otros nos llevaba a un cielo de otro color. Me quedé preñada. Él pintó un retrato por mes, para que su hijo supiera lo hermosa que su madre se veía embarazada.
Teníamos dinero de más y esperábamos al niño con una auténtica cuna de oro que Joaquín había hecho hacer a un orfebre amigo; estrictamente basado en un diseño principesco. Mientras tanto los gritos continuaron y los episodios, mezcla de violencia, pasión y amor eterno se sucedían demasiado rápido como para que alguno de nosotros notara lo nefasto de la historia. Los motivos no importaban, por celos, por los horarios, por las noches, por los días que se consumían poco a poco nuestras vidas. Era una historia de amor mortificado, que empezó hermoso y devino en tragedia.
El parto fue terrible, en una noche terrible. Llovía a cántaros y tronaba que daba miedo. Yo gritaba, a él lo sacaron de la sala de parto y le dijeron que esperara lo peor. El parto viene malo, rece para que al menos salvemos a uno de los dos, si tengo opción ¿qué prefiere? dijo el médico. ¡Escoja rápido que no tengo tiempo para perder con su mujer ahí dentro!
¡No sé... no puedo…! Por último: salve a la mujer, dijo él. Con la duda atroz de no saber si era eso realmente lo que quería.
Decidía y decidía cosas en esa noche de mierda en que todo ese hospital lo aterraba y lo hacía perder la paciencia que no tenía. Al final lo peor, el niño muerto y la mujer viva, apenas, pero viva. Se quedó paralizado, hablando solo, como loco. Ya estaba loco de antes y lo sabía, pero lo encubría diciendo que no era loco, que era pintor y ya se sabe, todo artista tiene algo de loco. En realidad ellos piensan, se engañan pensando que no es que estén locos, si no que la gente no los entiende. Es que los artistas ven cosas que los demás no, había dicho un crítico y el Joaquín se lo había aprendido como a la Biblia que nunca leyó. Entre tanto, una enfermera conmigo en la camilla, llena de tubos y con suero en vena hacia una habitación. Me miró pero apenas si pude... estaba muy débil y me iba a llevar mucho tiempo componerme. Fue la última vez que lo vi. La sala de partos se quedó vacía y Joaquín aprovechó, entró rápido y vio en una bandeja algo lleno de sangre. Se le acercó despacio y lo miró, era un bebé, su bebé que no lloró, que se murió antes de largar el primer alarido. ¿Habrá sufrido o no? ¿Sé habría muerto justo al cruzar la línea de fuego o antes? Hacía preguntas sin sentido que nadie respondió. Había terminado de pintar el último cuadro embarazada por la noche, antes de los dolores. ¡Qué importa si se murió antes o después, se murió igual y ya nunca va a llorar! Seguro que pensó en los nueve cuadros y pensó que tenía que pintar ese episodio; temió olvidar al niño, a su hijo. Lo envolvió en unos trapos y se lo llevó. Afuera la lluvia seguía terrible, paró un taxi y se miró espejado con el niño en brazos en unos vidrios, ¿se dará cuenta éste infeliz que llevo un niño muerto? Quizá no. Para disimular le habló, habló mirando el bebé todo el tiempo, casi no soportaba seguir mirando la cara del bebé, durmiendo un sueño demasiado profundo, pero se esforzó y por fin llegó el auto hasta la casa. Le pagó al hombre como tres veces más de lo que le pidió, un billete manchado con sangre, el taxista le gritó para que lo escuchara entre la lluvia y los truenos. ¿Está bien usted? Y a ti qué te importa, Joaquín le contestó. El taxista lo denunció. Corrió a la casa. Puso el niño en la cama y trajo el cuadro, tenía un montón listo, con la base blanca para los raptos de inspiración. Encendió diez velas y empezó a pintar el niño muerto en la cama, en las sábanas blancas manchadas con sangre, envuelto en el trapo sucio del hospital. Después se dio cuenta, y dijo ¡no! Trajo otro cuadro y le quitó el trapo sucio al niño, lo dejó desnudo, con los brazos abiertos, boca arriba, tranquilo, como si durmiera y lo volvió a pintar. Nadie hubiera entendido cómo pintó dos cuadros perfectos en el tiempo en que se consumieron las velas, igualmente nadie más que él y el cuerpo del niño lo supieron. Entretanto, en el hospital, se dieron cuenta que faltaba el niño muerto. Avisaron a la policía pero les costó bastante encontrarlo, pues no tenían ni dirección y yo seguía  inconsciente. Al final dieron con la casa y con el niño muerto. Cuando entraron rompieron la puerta. No era para tanto, pero Joaquín se había quedado dormido, de la emoción, del miedo, de la angustia, de todo, al lado del niño, como acompañándolo en su hora final de muerto entre los vivos, como si estuviera vivo y él lo durmiera, a su lado. Ellos entraron, ya era de día y miraron los cuadros: el del niño, los dos donde el niño estaba retratado. Pero también miraron ese otro cuadro: el de la cama, el del hijo muerto y el padre vivo, sobre las sábanas blancas, manchadas de sangre, la cera corrido por todo el piso y el olor inmundo a carne humana descompuesta. Tomaron al niño, lo pusieron en una bolsa. Con mucho esfuerzo despertaron al padre, pero Joaquín no entendía nada, hasta que se vio con las esposas. Gritó descontrolado, que él no lo había matado, que había nacido muerto, que no lo tocaran, que sacaran al niño de la bolsa, hasta que uno de los policías con poco saber de psicología le cayó encima con un puñetazo que le rompió la nariz y lo calló un rato. Lo llevaron a la jefatura y le hicieron exámenes. No está drogado, pero se droga, tiene los brazos machucados, dijo el comisario, luego se le acercó a Joaquín sabiendo todos los datos posibles y le preguntó por qué tenía la nariz rota. Suspendió por bestia al policía que le había pegado ¿y a él? Le dio el pésame y lo dejó libre. Un mes y medio tardé en volver a la casa blanca, él jamás fue a verme, entré con mi propia llave. En la casa no había nadie, ni nada, ni Joaquín. Sangre en el piso y cera de velas. Yo sabía poco de la historia, sólo que la noche del parto él se había llevado al niño y que a la mañana siguiente los habían encontrado, ni una palabra más nadie me dijo. No entendía, no podía entender, pero tampoco nada me asombraba. Busqué en la policía y allí me anoticiaron de todos los detalles del caso. Esperaba de él cualquier tipo de delirio.
Pasaron tres años, nunca supe nada de él, ni de nadie. Sólo muchísimo trabajo y dormir, es decir trabajaba para tener un lugar dónde dormir. Un día leí sobre una exposición. El volante decía: uno de los pintores más famoso, muestra en la Galería Salvador Dalí. Tres días solamente, veinte, veintiuno y veintidós.
Era el día veintidós. Caminé despacio, tratando de no llegar, pero estaba a cinco calles y por más que dilaté la caminata al fin entré. Estaba como siempre, flaco, medio sucio, vestido de blanco, con la mirada perdida en un cuadro. Me acerqué sin que me viera venir y me fui aturdiendo al ver tantos cuadros con mi cara, con mi cuerpo embarazado. En cada uno un escrito, mes uno, mes dos... mes nueve, pero la secuencia seguía y  ya no pude incorporar lo que vi. Era el bebé y yo no lo había visto hasta ese día. Dos cuadros con el niño dentro, uno con un trapo, otro sin él, sin inscripción, luego otro, el lienzo en blanco, sin pintar. Me quedé muda, me dejé caer en un rincón, escuchaba ecos que decían, -oye qué tremenda imaginación, qué escena terrible-. ¿Habrá tenido en verdad un niño ahí? Una mujer se le acercó a Joaquín y le dijo: pero es que esto que ha pintado usted es terrible y de muy mal gusto. Señora, váyase a la mierda de mi muestra contestó él. En ese momento junté fuerzas para hablarle. Comencé a caminar hacia él. Él me miró. Se dio la vuelta y caminó hacia atrás para no..., Y retumbó el eco en toda la galería, en los vitrales, en los oídos de las personas, en el corazón roto de Joaquín, en mis propias entrañas estériles. Y después un silencio, los ojos de la gente sobre mí, todos supieron que la mujer embarazada del cuadro era yo. Nadie se animó a nada, ni a irse, ni a quedarse. Él volvió la vista y me miró durante una breve eternidad. La distancia entre nosotros creció, creció hasta el infinito. Me acerqué hasta uno de los cuadros, en dónde el niño estaba sin el trapo, lo descolgué. Él enloqueció de furia y gritó. ¡No te atrevas a llevarte a mi hijo! No dije nada, proseguí con lo que hacía. Descolgué el cuadro y me lo llevé, mientras caminaba, aterrada, temiendo que me lo quitara, me quitara algo que era también mío, que no sabía que existía, pero no, él no dijo nada, no hizo nada. La gente en la muestra permanecía inmóvil, como atornillada al instante, como parte del drama, del que nada sabía, pero todo imaginaba. Los cuadros fueron valuados en mucho dinero y él un pintor famoso, los vendió a todos, hasta al del niño. Lo supe por el diario, no lo entendí, también supe que se dejó uno, el que estaba en blanco. Quién hizo la crítica de la muestra dijo: maravilloso, fascinante, contundente. 
En letrillas negras, acotó al margen: excentricidades del pintor, los artistas ven cosas, que los demás no.
Jueves. 20:58 hs. 30-3-99. Soy o fui, Lola Cutraen.



Incomprensión fundamental

2009

Pensarás que no te entiendo y es cabalmente cierto.
 En mi andadura he encontrado un preciso sueño. He seguido (al pie de la letra) tu decálogo amoroso y me ha conducido hasta la tumba. Desde allí te pido explicaciones ¿Por qué interrumpes mi silencio? Desde el mármol me devuelvo sobre mis pasos hacia mi propio sino. No accedo a dejarte atravesar mi arte con tu presencia que destella hasta contaminarlo todo.
Ganarme, ha sido el vellocino de mi batalla y hoy tu amor amenaza mi mejor obra.
Soy un hombre de barro que teme a la tormentosa lágrima más que a cualquier espectro.
No dejaré que tu hálito abrace mi corazón. No dejaré que tu tacto atolondre mis sentidos.
 Pido al dios del olvido que me salve de la insistencia de tu recuerdo.
Ojalá te demores en el jardín con flores y la primavera reemplace al resto de las estaciones. La conquista de mi corazón límpido de mácula he logrado, y ahora quieres desterrarme ¿por qué te empeñas así en mi contra?
Como la hermosa Helena que jamás envejece, peligro hay en desatar las furias, ya sabes eso.
Concedo la renuncia que me inmola, no anidará amor tampoco en mi ombligo y así seguiré siendo un hombre de corazón libre.

jueves, 26 de junio de 2014

LOS CAPRICHOS DE LA DONCELLA

२००९
Cuando llegue el vehículo partiré. El temor y la muerte son un matrimonio controvertido que suele alimentarse de vigorosa vida; por eso, en ocasiones suelen tomarla sin previo aviso. 
En esos casos pueden escucharse ruidos de piedras golpeándose entre sí. Con el transcurrir del tiempo, la tierra que habito ha visto muchas cosas. Los primeros pobladores fueron hombres de habilidosas manos y mentes. El modo en que ellos encauzaron las aguas fue dando paso al cultivo de una agricultura frondosa y bien llevada.
Los registros de los antiguos libros dicen que el maíz es a la raza aborigen lo que el arroz a los chinos. La ingeniería hidráulica, según cuentan esos mismos volúmenes, luego se ha hecho un lugar en las academias, pero lo que aquí tuvo naciente fue transmitido en forma oral por algunos que entendían del oficio de arrear el agua.
En los altos valles andino los hechos suelen precipitarse tan raudamente como lo hace una piedra que desde lo alto transita rumbo al precipicio. Creo que el vehículo que se llevará al muertito que yace en el suelo debe estar al llegar. Lo he adivinado en el camino hace largas horas y no entra en la línea visual como era de esperarse. El hombre que recibió la orden de venir en su busca también recibió, de palabras del hermano menor, las causas del mal que lo aquejaba antes de subir hasta aquí. La ruta de tierra guía hacia el camino de acceso y aunque muchos alcanzan el sitio no todos regresan. Este que tengo aquí es un caso.
Hace un tiempo comenzaron a llegar los hombres nuevos, queriendo encontrar el oro que la montaña tiene escondido. Pero las alturas no son fáciles y nada pueden hacer con sus vehículos. En cambio, deben buscar a don Ruarte y pedirle que les alquile las mulas; también deben pedirle que los guíe. Él hace ambas cosas para su beneficio y, sin saberlo, también para el mío.


II-
Los primeros habitantes de este lugar ¾la tierra siempre tiene sus llegados en primer orden¾, fueron los Capayanes, gente mansa y de corazones pacificados, tal vez por el agua, tal vez por la altura, ¡quién sabe!
Después..., todo fue tragedia y terribles vientos soplaron en disfavor del Jefe Atahualpa y mío; en la actualidad a veces siguen soplando furiosos. También corrieron la misma pena los otros que estaban en el pueblo y que fueron cayendo uno a uno muertos a manos de los dirigidos por el foráneo.
Atahualpa era un gran Jefe para todos, de corazón humano y de cuerpo recio. En la reunión de los consejos obraba en beneficio de todos y las ancianas y ancianos de la tribu, a pesar de su cortedad, le tributaban respeto. Ocasionalmente le consagraban la sangre de algún animalito, ponga que por caso era un cabrito y, aunque esas prácticas no eran del todo bien vista por él, de igual modo las agradecía.
Luego ellos recorrieron el continente y llegaron cabalgando desde lejos, acusando a todos de esconder el tesoro acumulado a propósito de expropiarlo. Mentían de una forma descarada, pero nada pudo detenerlos.
La furia de no hallar el tesoro los embraveció de tal modo, que a todos dieron inmerecida muerte. Nadie aquí supo dar testimonio certero, excepto yo; pero ellos no entendieron mis palabras mágicas, las alegorías de la muerta que habla. Mi lenguaje proviene de la profundidad telúrica y danza en el aire con forma de doncella.
El día en que el Jefe de nuestra comunidad fue tomado prisionero supo que el macabro lo mataría de cualquier modo; entonces fue que con un mensajero me hizo llegar un destino salido de su garganta.
Me comisionaba para que junto a dos ancianos, uno de ellos conocedor del sendero y otro conocedor de la lengua, partiera en caravana para trasladar el tesoro, para proteger gran parte del oro reunido por órdenes del verdugo. Así lo hice y ataviada con el ajuar que estaba destinado a la ceremonia de unión ante las diosas, emprendí el camino hacia Achango. Lamentablemente no pude lograrlo, los ancianos murieron en el camino y en la soledad de la responsabilidad adquirida, me detuve en una tierra cercana. Arreando la carreta llegué a un paraje en el que pude apreciar vestigios de los antepasados venidos con anterioridad a conocer la montaña.
Anclé un campamento en un margen derecho del camino y con mis propias manos cavé durante días bajo el sol quemante. Al finalizar el trabajo y, habiendo ya sepultado aquél tesoro que en todo se asemejaba a mi amado, me desvanecí allí mismo afectada gravemente por el cansancio.
Desde entonces emerjo desde las profundidades de la tierra para indicar el camino a los arrieros, pero ellos me temen y se aturden con mi presencia. Por eso ahora sólo aparezco en la lejanía. De tanto sentirme temida he aprendido los conjuros y me he amañado de lugares dilectos que no quiero compartir con ninguno que por aquí pase. Son de mi pertenencia y yo a esta tierra pertenezco.

III-
Los muleros son gente callada, no entran en intercambios de palabras con los extranjeros fácilmente, pero a fuerza de necesidad trabajan para ellos. Por esa razón, cuando alguno llega en su busca para subir a la montaña a realizar experimentos con la tierra, don Ruarte y los otros no se hacen de rogar para tomar el trabajo.
Al amanecer emprenden el rodeo por el camino de Angualasto; van lento bordeando la hondonada, siempre del lado derecho. La travesía es cansina y trabajosa porque se empina la altura de tal forma que hasta los animales al cabo de un rato se apunan.
Cuando llegó vivo él que aquí se tumba en el suelo, hizo todo como corresponde: Buscó a los muleros, hizo el trato, les entregó el dinero; al otro día muy temprano todos partieron montaña adentro.
Don Ruarte sabe del manejo y cuando el caballo por primera vez se espantó y no quiso pasar por el estrecho que lleva a la cuesta del viento respetó al animal, porque supo comprender que era el miedo el que lo había afectado. Hizo bien el bicho, hizo bien don Ruarte, pero el extranjero se burló de los procedimientos cuidadosos y emprendió en su mula contra toda advertencia que versaba claramente sobre la imposibilidad de hacerlo. Los muleros ni siquiera miraron para donde el hombre se empecinó en acomodar la mula. La primera corcoveada del animal lo botó al suelo y de allí se levantó blasfemando y maldiciendo la tierra que nada había hecho. Los muleros apenas si lo atendieron y siguieron el curso de la contratación hecha de antemano como quien sigue a una mula.



IV-
Cuando la noche comenzó a avecinarse detuvieron la marcha. Algo hablaron por primera vez en el día y decidieron prender el fuego. El extranjero hablaba el idioma de los arrieros y formuló una pregunta a la que sólo uno de ellos respondió con un encogimiento de hombros. Prepararon el fuego, desvistieron las mulas y arrojaron todas las pertenencias al suelo.
Las llamas ardían intensas cuando debatieron el asunto de la espantada y la caída del extranjero al suelo. Cada cual dio su parecer, pero todos coincidieron en que era más que provechoso atender las indicaciones de las bestias.
  Los animales son perceptivos y siempre andan en profundo silencio, eso los convierte en sabios indefensos. Además, ya se sabe que este sitio es mío; y yo no permito que nadie pase por algunos lugares aunque pida permiso.
La casa de los muleros es hogar sencillo, de barro blanqueado y techo de barro, allí sus mujeres esperan el regreso pacientemente y manejan el dinero que ellos traen desde lejos. Ellas les proporcionaron un charqui y una bolsa de higos para cada uno. De esa porción le compartieron al extranjero para que no se quede mirando, porque, a poco saber de campo, no ha traído más que sus aparatos para escudriñar la tierra. Uno de ellos apagó el fuego con un puñado de tierra y dieron por cerrado el conversatorio.
Los pellones les sirvieron de almohadas y las mantas de sustento contra la helada que a la madrugada caería indefectible. El sol los despertó a todos de un solo rayo. Prepararon el desayuno y con parsimoniosos movimientos fueron acomodando una a una las pertenencias. Uno de ellos se agregó tarea e hizo la parte del extranjero por no juzgarlo diestro para la tarea del aparejo.
La partida casi no se notó de silenciosa que se hizo. El destino es tozudo, esta vez el extranjero volvió a trasponer el paso apuradamente. Los muleros le advirtieron en la conversación de la noche que eso no podía hacerlo bajo apercibimiento. Nuevamente se burló del saber de los animales y no atendió la esquivada de la bestia que venía al galope. Don Ruarte lo miró firmemente y le cedió la delantera del grupo.
La tarde de ese día me encontró cansada como el día del desvanecimiento sobre el tesoro. En una aparición dancé un baile ritual de antigua costumbre y en un descuido le jalé la vida al extranjero y la metí adentro. Los muleros siguieron camino porque tenían el viaje pago. Me  dejaron el encargo porque las mulas no saben desistir de su yugo.
Por fin se divisa el vehículo que viene a buscar al fenecido. Debo retirarme a custodiar el oro de nuestros antepasados.


miércoles, 25 de junio de 2014

De las hojas del cuaderno blanco: texto y huevo


Esto podría ser una carta, pero es sólo un texto, porque las cartas siempre esperan esas segundas partes que son las respuestas. Las cartas son como las parejas, si no son de a dos no vale. En cambio, a los textos, con leerlos y olvidarlos alcanza. Escribo con una voz prestada, la he alcanzado en un paseo atardecido de barro. 
Mi voz, la que a lo mejor debería estar en este sitio, aún está agazapada ante el miedo a lo desconocido. Hay incomprensión en una cantidad que alcanzaría para llenar toda una montaña de piedras, pero eso casi no importa porque a la hora de la madrugada aún no hemos llegado y entonces el retorno al centro no cuesta tanto. Creo que cautivamos un pedazo del cielo que nos ha tocado en suerte. Algo que pudiera convertirse en un recuerdo merecedor de ser capturado. Algo que cupiera en la valija, que pudiéramos llevarnos si de a rato nos fuéramos a otras partes.
Este texto es como un huevo, ¿chascarlo?, ¿será posible encontrar lo que tiene Dentro? Dentro: el embrión que configura la experiencia, el que tiene la dignidad de alcanzar la remembranza. Más adentro: acá no hay demiurgos ni cosas mágicas que acontecen de un momento a otro. Acá sólo hay caminantes que construyen el paisaje a la medida de las estrellas que no van a mirar, porque ellos saben que un cielo todo todo todo estrellado no es posible encontrar en ningún lado.



martes, 17 de junio de 2014

De las hojas del cuaderno blanco

Cosas del día a día en una ciudad donde la esperanza impera.


En el modo en que brota la huella del deseo, en el ojo en la mano en la piel de él. Deificada por un modo de hacer y de decir ella fue encontrando la sensualidad, modelada desde una perspectiva que le tenía de un modo preexistente como cuerpo anhelado. Sin notarlo ese mismo movimiento de fuerzas ocultaba la belleza del cuerpo del otro. Y no sólo eso, en el otro, ella misma quedaba invisible para sí. Por mucho tiempo no encontró el hambre más que en el ojo del otro, aunque lentamente pudo abrir los ojos suyos propios, las manos y descubrir lo que había aparecido oculto durante tanto tiempo. Despertó poco a poco al espacio infinito del placer que se produce en la otra piel, un territorio colindante, cercano y lejano oxímoron, deslizando así un lazo invisible, abriendo de ese modo un campo magnético que aparecía inaccesible, desconocido, que le permitía atravesar la barrera de su propia mismidad inmaculada. Un linde en las fronteras que se multiplicaban y franqueaban con igual destreza. Era el deseo infinito sólo atribuible a sus perfecciones, a ella, pero un día púrpura esa atribución de sentido sin permisos ni pretensiones extendió su manto blanco a un espectro más amplio. Se ampliaron, su deseo y ella descubrieron al otro en cuestión, acaeció entonces eso que algunos llaman la divinidad, la completitud, el círculo mágico y virtuoso. No hizo falta mancillar el nombre heterónimo del amor ni renunciar a la maravilla. 

domingo, 8 de junio de 2014

El hombre que está solo y espera


El hombre que está solo y espera Raúl Scalabrini Ortiz

"En un ejercicio de imaginación comenzó a pubescer. Dejó de ser inocente antes de no serlo. Lujurió sus pensamientos sin macular su castidad, sin curtirla en los preparativos con que toda acción acaece. Los pensamientos lúbricos ahuyentaron aún más a las muchachas que pudieron ser sus amigas e impidieron los descargos de camaradería sexual, a los que hasta esa época pacata hubiera accedido. Se educó entre varones. Las mujeres eran forasteras en sus discordias, en sus holocaustos, en sus refocilos, y casi rivales en su espontaneidad. Las mujeres querían una cosa, el hombre otra. El que menudeaba su relación con ellas era descalificado en los círculos de varones, era casi un infiel: era un “maricón” o un “caliente”. Una voluptuosidad vergonzante le señalará con un deseo insaciable y agotador".


"Si el intelectual no es escritor, su infidelidad no es de menor calibre. Un título universitario cualquiera basta para que un hombre inteligente caiga en la pedantería de evaluar en más su título que sus aptitudes exclusivamente humanas. Deja de ver al hombre en los otros y en sí mismo. En no más de cien libros técnicos pagan su menosprecio al iletrado, que quizá es sabio en lecturas y en 
doctorados de vida". 

"Dos fuerzas convergentes en su punto de aplicación, pero divergentes en la dirección de sus provechos, apuntalan la prosperidad del país. Una es la tierra y lo que a ella está anexado y es su índice; otra, el capital extranjero que implantó mejoras y la fertilizó".

"Presionados, sus sentimientos se filtran en hilos semejantes a ideas finísimas que van, de uno a otro descontentamiento, diseñando imágenes móviles, indiscernibles todavía. Es una rebeldía incongrua; es el desacuerdo de un hombre impotente para especificar la molestia que le irrita. Es una disconformidad consigo mismo que se traduce en amores y en odios revueltos, que se inervan mutuamente, es una vorágine donde todo se confunde y precipita enloquecido. El hombre mira, palpa, observa. Ve lo dicho y lo hecho, ve la flagrante contradicción y se detiene bloqueado por 
tenuidades inconcretables. Todos mienten y él no sabe porqué".

jueves, 15 de mayo de 2014

Discóbolo en movimiento





La mayor parte del tiempo creo que el destino no existe, que es una idea procreada por primeros narradores para darnos a entender que los trabajos y los días tienen algún sentido que ignoramos o acaso apenas percibimos. Aunque algunas veces, admito, los hilos se entretejen de tal manera que no puedo dejar de azorarme ante las coincidencias inexactas. Cuando estudiaba a los griegos en la carrera de filosofía me llamaban la atención las esculturas con las que se ilustran la mayor parte de los libros.  En ese momento no se me ocurría ni por asomo la posibilidad de ver una desde cerca. Pero la vida da vueltas y vueltas hasta marearnos y un día mientras vivía en España y estudiaba para escribir una tesis leí el cuento “El disco” de J.L. Borges. El cuento me impactó de tal manera que tuve muchos días la reverberación de esa sensación, soñé con el cuento varias veces, soñé con el disco de un solo lado y me obsesioné con la idea de  ver el otro lado del disco de Odín, eso no ocurrió. Pasó otra cosa. Llegó a la ciudad una muestra de esculturas griegas que en préstamo había salido del British museum, la  fui a ver sin saber muy bien de qué se trataba. Era una colección preciosa, 100 veces preciosa, llena de figuras pequeñas, Sócrates, los faunos, joyas, máscaras, bustos sin brazos, rostros de mujeres griegas y el Discóbolo.
El Discóbolo era para mí un símbolo primigenio, por una razón más que fortuita di con esa imagen y eso me acompañó durante todo el estudio de la filosofía. Esa imagen se repetía con una notable insistencia. Estaba allí, siempre, latiendo con la sensación ideal del hombre ideal de la filosofía ideal. Cada hombre hermoso que conocía se asemejaba o distanciaba al Discóbolo y eso era una ola que subía y bajaba suavemente, pero definitivamente siempre estaba allí en mi mente. Quizás por eso me resultó casi natural encontrar la escultura cerca de mi casa, en mi estancia en la Península Ibérica. Yo vivía allí por un tiempo, y el Discóbolo había bajado del Olimpo inglés para una cita demorada por casi ocho años.
El día que visité la muestra para ver al Discóbolo fue memorable y lo sigue siendo, sentí una emoción magnánima como cuando se va conscientemente al encuentro de lo inefable, de un amor imposible, el aroma de una rosa, o la luna encandilada por el último rayo de sol que convierte en sublime un atardecer cualquiera. La muestra entera era una emanación de belleza que quedó eclipsada por la preeminencia del Discóbolo,  su poderosa presencia podía percibirse fuertemente como un centro que irradiaba círculos concéntricos.  La sala dónde se erguía la escultura tenía gradas dispuesta de modo semicircular que favorecían el entorno óptimo para la contemplación.  Es cierto, el reposo del cuerpo de quién experimenta una experiencia estética no es un detalle, porque la experiencia resulta en sí misma extenuante y exige descansar para lograr avanzar en la profundidad. El Discóbolo que se expone en cualquier parte del mundo es una copia defectuosa del original, el original se ha perdido. El leve defecto de la copia radica en la posición de la cabeza, la mirada es frontal cuando debería estar inclinada y mirando hacia el costado. Por lo demás, es perfecta la evocación. El movimiento de la escultura creada por el griego, reproducida por el romano, describe el instante previo en el que el atleta alado se dispone a lanzar el disco. El movimiento es perfecto, la armonía de la forma trasluce la redondez imaginaria donde parece habitar. En cierto punto, el universo entero cabe en la inmediatez de la escena. En cierto modo, todo hombre hermoso encuentra su pleno sentido en la escultura del Discóbolo, en la perfección del cuerpo, en el movimiento, en la evocación de un origen auténtico que aún en la copia conserva la belleza intacta.  El hecho de saber que estaba apreciando una copia, en cierto modo, me perturbaba y motivaba una sensación un poquito incómoda en la libertad de pleno goce. Me sobrepuse con la ayuda del pensamiento, siempre amable y tendiendo su mano amiga para atravesar el río de la incertidumbre. No había nada más original que mi sensación de estar percibiendo la escultura, no sólo a sabiendas de que era una copia imperfecta del original, sino contando con ese leve corrimiento de la realidad artística. El cuerpo del Discóbolo lucificaba la profunda actualidad de la belleza del cuerpo, de todo cuerpo que se descubre en el mármol blanco de la desnudez silenciosa. Los hilos del destino tensaron la trama cuando vi en la mano del Discóbolo el disco con único lado.

Creo haber sentido que el Discóbolo completó su movimiento y lanzó el disco desde la profunda Grecia hacia el inmediato presente, vi el disco atravesar los siglos y llegar convertido en un soplo de luz al fugaz presente. El hombre hermoso vivifica a la escultura original, a sus copias, incluye los defectos, las perfecciones, las convierte en bellas, gira sobre su pie, tuerce el torso, completa el movimiento, lanza el disco hacia futuro y el rostro del Discóbolo mira de frente,  el defecto se desvanece, la realidad se perfecciona, la luz dura unos segundos y el disco desaparece. 


miércoles, 7 de mayo de 2014

TESTIGO DE UN TERREMOTO

Novela corta 
2003


              Tal es, sin duda, el objetivo de los HYPOMNÉMATA: hacer de la recolección del lógos fragmentario y transmitido por la enseñanza, por la escucha o por la lectura, un medio para el establecimiento de una relación de uno consigo mismo lo más adecuada y acabada posible. Ahí radica, para nosotros, algo paradójico: ¿Cómo situarse en presencia de sí mismo mediante el auxilio de discursos intemporales y recibidos un poco de todas partes?
Michel Foucault





 A UN CUERPO DE DIFERENCIA

La imprenta le dio al hombre tribal un ojo a cambio de un oído. Marshall Mcluhan. 1911-1980

Agustín De la Fuente tocó el portero de mi departamento; lo hice pasar, naturalmente. Dijo que quiere entrevistarme, dijo que es para un trabajo que está preparando. Alto, de cara lampiña y cuaderno en mano me expuso su asunto:
—Verá señor Pizarro, tengo entendido que usted ha sido uno de los entrevistados en el documental “La Grieta” —dijo el joven—.
—Sí, efectivamente —respondí—.
—Estoy preparando mi proyecto de tesis —agregó el chico—, he trabajado sobre algunos problemas de documentación de la provincia. Especialmente sobre la época posterior al terremoto. Investigando, pude comprobar que no hay mucho material publicado sobre los años que van desde el cuarenta y cuatro al cincuenta. Están los diarios, algunos anecdotarios, pero creo que faltan datos, sobre todo, aquellos provenientes de testigos presenciales del terremoto. Una de las variables que me falta corroborar es la de memoria oral. En la facultad nos han nombrado el documental “La Grieta”, en la cátedra de Historia Local.
Agustín De la Fuente me contó que luego de todos los estudios que ha hecho para obtener su título, sospecha que cierta riqueza informativa y de identidad cultural se concentra en algo que llamó “memoria oral”. Me parece bien, ese modo de nombrarla.
Volverá en tres días. De la Fuente… De la Fuente... No conozco a nadie con ese apellido. Tres días es el tiempo que le he pedido para preparar algunas reseñas.
Tres días después he seleccionado papeles, pedazos de cuadernos, historias de mi vida, de mi imprenta, de mi provincia. Anotaciones que he realizado en diferentes momentos de mi historia personal. ¿Qué parte sería apropiada presentarle al muchacho? ¿Cuál de todos los cuadernos? ¿En qué orden sería preciso dejar que salgan estos fragmentos frente a sus ojos?
Es un hombre joven, por lo tanto arrogante.
Creo que un día y un humano se parecen mucho: ambos nacen de igual esfuerzo, se rajan entre en tiniebla y desperezan su auroral mirada, luego crecen rápidamente. A la hora del sol alto el niño ya es un humano joven que nada sabe de la vida y derrocha el vigor que corre por sus venas sin ton ni son. De ahí en más humano y día declinan aparejados, el día traza sus últimos cuarenta y cinco grados, el humano inscribe su paso en la tierra.
Allá, en el fondo de la hoja, está el tiempo caminando alrededor del círculo que inevitablemente prefigura su recorrido cercando a la palabra. Ese deambular, ese confundir la palabra con la plaza es la alerta. Es la señal que augura que se fraguan los rastros del pasado sobre los zapatos brillantes del presente. Estoy escribiendo rótulos para cosas que han sido. Eventos a los que es menester adjuntar una tarjeta aclaratoria que dé cuenta del por qué de una reunión, o del asunto más relevante acontecido allí. Sentado en el fondo del mundo hay alguien pegado a su guitarra, cantando, orando, silenciándose lentamente por dentro. Escucho el tañido del instrumento como eco de fondo en mi imprenta. Donde la curiosidad de mi ser encontró una maravillosa expansión del mundo; donde miles de cosas ocuparon mi mente y corriendo por ella con la misma velocidad que la tinta lo hace sobre el papel.
El fragmento que sigue lo encontré hace mucho tiempo y me gustó, tanto, que hice un linotipo con él. Leí que este pensamiento fue expuesto a sus aprendices por un samurai japonés, del que sólo sé que vivió hasta el comienzo del año mil setecientos:
“Seguramente no existe nada salvo la sucesión continua del presente. La vida entera de un hombre es la sucesión de un momento seguido por otro momento. Si alguien entiende plenamente el momento del presente, no habrá nada más que hacer y nada más que perseguir”.
Acabo de encontrar la forma del linotipo en un rincón de un armario envuelto en papel amarillento, la tarjeta pegada al frente del paquete indica: “Leyenda japonesa sobre cómo interpretar el presente". ¿Le podrá servir esto al joven que quiere entrevistarme?
Describí mis yoes como una estrategia posible que tuvo como fin construirme. Creo que eso fue lo que hice, lo que intenté hacer durante toda mi vida. Al leer las biografías de algunos que azarosamente llegaron hasta mis manos, algo de esos hombres ingresó por mis ojos y me conmovió el alma. La de Churchil por ejemplo. Entonces, ya no fui el mismo, sino otro que fue-será. No pude completar mi educación escolar, acepté sin más que mi destino era otro, que mi sino venía rumbeando por otra parte. Di paso a mi curiosidad y ella se esforzó por enseñarme muchas cosas; fui dócil y colaboré; fui obediente, eso sí, e imbatible en mi labor. Nunca, en sesenta años de empresa llamé a un técnico. Me senté delante de la máquina y la observé, la escuché, leí el manual de instrucciones atentamente, y con paciencia de historiador fui desarmando uno a uno sus engranajes hasta detectar la falla en el sistema. Descubrí así los finos mecanismos que arguye la técnica. La técnica fue, después de los manuales de uso, mi mayor fuente de curiosidad. ¡Ah! También sedujo a mi curiosidad conocer a las personas a través de su grafía.
Regreso al sitio en el que archivo los cuadernos en los que escribí cosas de mi vida cada vez que necesito mirarme, escucharme, escribirme, recordarme. Retazos de mí que me pertenecen y a los cuales pertenezco. Cada tanto extraigo una parte y lo releo.
Me releo: sobre la imprenta, no en sentido de trabajo, sino en sentido de resquicio humano; aunque también en sentido de trabajo. En la imprenta aún le queda al cliente un ápice de exclusividad. Allí la tecnología más avanzada sólo sirve para acelerar los procesos de producción. Sirve para que el producto guarde las máximas normas de calidad, pero no para satisfacer otro pedido. Cualquier producto nuevo encuentra solución, otro consumidor, otro cliente posible. En cambio, un pedido hecho a una imprenta, tarjetas personales, facturas, libros, cajas impresas… cosas que en su calidad de objetos guardan una similitud extrema a otro de su especie, pero que no le viene bien más que a un sólo cliente en el mundo. A ese que manda a hacer el pedido. Lo que constituye la diferencia es el impreso en el papel, la letra que nombra al dueño; aquél que se pretende propietario de ese pedazo de mundo, impreso por supuesto. La pieza gráfica en tanto propiedad nombrada; ya una caja de comida para llevar que tiene impreso el nombre del negocio, ya una tarjeta personal con las señas particulares, es un objeto de uso, ocupa un espacio como otro cuerpo cualquiera. Hablo del cuerpo, de ese que se arquea en cada paroxismo, de ese que vibra al sentir el metal cercano a punto de grabarlo. Cuerpo en que se hunde la profundidad de un lenguaje, de una lengua, de un código. Hablo de nuevos estilos tipográficos naciendo en agencias creadas para eso. Hablo del cuerpo de la letra, naturalmente. Durante toda mi juventud armé palabras en componedores, observé la oscilación de los cuerpos entre seis y sesenta. Aprendí a distinguir al tacto las mínimas diferencias de tamaños. Compuesta la forma estuvo lista a pasar la prueba de tinta.
Sentado en mi escritorio los releo. Los ordeno. Estoy revisando antiguos cuadernos. El hábito de la escritura inculta me enseñó muchas cosas; documentarme fue una de ellas. Por eso adjunto a cada relato una nota comprobatoria, un recorte de diario, una foto, una aclaración, una interpretación, un vestigio que me ayude a reconstruir ciertas relaciones entre los hechos a la luz del paso del tiempo.
Hay una línea que divide la historia de mi vida y la de mi ciudad en dos. Una línea que en todo se asemeja a un cuchillo filoso. Una línea que dejó como saldo dos historias y un mismo modo de contarlas.





                        Dicha deliberada disparidad no excluye la unificación. Pero ésta no se efectúa en el arte de componer un conjunto: se debe establecer en el propio escritor como resultado de los HYPOMNÉMATA, de su constitución (y por tanto, en el gesto mismo de escribir), de su consulta (y por tanto, en su lectura y relectura). Cabe distinguir dos procesos. Por una parte, se trata de unificar estos fragmentos heterogéneos mediante una subjetivación en el ejercicio de la escritura personal...Viene a ser en el propio escritor un principio de acción racional... Pero a la inversa, el escritor constituye su propia identidad a través de esta recolección de cosas dichas.
Michel Foucault


 DESENCUENTRO

Los tres días acordados con el joven han pasado. Durante ese tiempo he buscado y recordado grandes y pequeños acontecimientos. El timbre del portero sonará de un momento a otro.
—Pase, siéntese donde quiera, traigo una taza de café y comenzamos a charlar.
Mientas preparo la infusión Agustín De la Fuente acomoda un pequeño grabador con el que pretende captar la charla. Lo observo seguro de sí mismo, casi soberbio, apoltronado sobre sus años de universidad. A punto de completar un saber casi perfecto para él. Me pregunta desde lejos:
—Cuénteme, ¿qué pasó después del terremoto? ¿Se quedó o se fue?
—¡Usted quiere saber sobre el tiempo posterior al terremoto! Ese fue un buen tiempo, difícil, pero bueno. Me recuerda a mi infancia; por lo pobre, digo. Durante ese tiempo también hice el servicio militar.
—Estuve revisando papeles viejos, mi costumbre de escribir sobre todo creo que le puede servir mucho a usted que es joven. A mí también me sirvió, pero debo reconocer que de otra manera. Usted es un estudioso y la documentación le resulta fundamental; no crea que no lo entiendo. Yo he sido un trabajador y no lamento mi falta de estudio porque, a mi manera, también me lié mucho con los libros. En cambio, me pueden anotar entre los primeros setecientos sanjuaninos que tienen más horas de trabajo en el lomo. Perdone que le hable tan crudamente, pero es la pura verdad.
No estoy seguro qué tipo de relato puede serle útil y por eso fui agrupando algunos escritos por épocas, por temas. En fin, quizás usted los pueda organizar de otra manera. Tómese toda la libertad que necesite.
—Sí, le agradezco que se haya tomado ese trabajo, pero sólo necesito lo que tenga que ver con los años posteriores al terremoto. Don Benito, no lo tome a mal. ¡Por favor le pido!, pero no tengo tiempo de volver tantas veces a entrevistarlo. Necesito que vayamos al grano, directamente. ¿Me entiende? —eso dijo el joven—.
—Claro que lo entiendo, —respondí—, pero es usted el que no va a entender nada si pretende conocer una ínfima parte de toda la historia. ¿Cómo va a comprender lo que significó, para cada uno de nosotros, las pérdidas que hubo en el terremoto, si antes no puede valorar lo que era la ciudad? La ciudad y las personas tienen una unión muy profunda y, de eso, yo quisiera que usted se entre. En estos papeles antiguos encontré algunas historias de mi niñez. ¡Léalas por favor! Puede llevárselas y luego me las regresa.
—No, no podría hacer eso, si las llegase a extraviar o si por desgracia se destruyeran se quedaría usted sin sus memorias. —acotó De la Fuente—.
—No se haga problema, tengo tantas... a esas historias las escribí dos y tres veces en diferentes momentos de mi vida. Si me falta una ya aparecerán las otras. Además, pienso que a usted le van a hacer más falta que a mí.
El joven tomó las hojas mecanografiadas algo disconforme. Me dejé una copia en carbónico de todo y le di a él los originales. Se bebió el café de un solo sorbo y salió de casa notablemente furioso.



LA MIRADA INTACTA

Plutarco: “...esto es lo que yo mismo hago también; de los muchos pasajes que he leído me apropio alguno. El de hoy es este que he descubierto en Epicúreo (pues acostumbro a pasar al campamento enemigo no como tránsfuga, sino como explorador)” Libro I. Carta 2.



PLAZA. Ese sábado corríamos por la plaza de un lado al otro intentando no ensuciarnos las rodillas, como siempre, sin lograrlo nunca. Ibamos de la imprenta a la plaza y de la plaza a la imprenta. Mi padre y los hombres que allí estaban trabajaban; no como otros que, pegados a la moda que comenzaba a instalarse, preferían descansar los sábados por la tarde. Estos últimos dejaban sus tareas para ir a misa o a un bar a contar historias.
Esa tarde de sábado las mujeres organizaban una colecta en la plaza, mi madre entre ellas, para una guerra que se llevaba a cabo en España. Algo de Guerra Civil oí sin entender de qué se trataba. No teníamos nada que ver con esa gente, según explicaba mi madre, pero sí con la fe. Era la Iglesia la que convocaba, entonces ahí estaba ella, fiel devota, cumpliendo las órdenes del párroco. Nosotros corríamos por debajo de la mesa de la colecta y mi madre nos advertía que no debíamos hacerlo, porque de lo contrario caería no sé qué catástrofe sobre nuestras cabezas.
Sentados en el banco de la plaza Juan y yo conversábamos de lo ocurrido la noche pasada, viernes por la noche. Juan era flaquito y pobre, tenía unos zapatos negros desteñidos por el uso. No le pertenecieron desde el principio de la vida de los zapatos, no; habían sido de un primo y él los había heredado. Jugaba con mis hermanos después de cenar cuando Juan y sus ojillos negros golpearon la puerta de mi casa en la noche del viernes. Juan iba a la escuela al turno de la noche; era de noche cuando entraba y lo mismo cuando salía porque él trabajaba. Nosotros en cambio íbamos a la escuela a la hora que lo hacía la mayoría de los niños, temprano en la mañana. Mis hermanos mayores nos llevaban y nosotros llevábamos a mis hermanos más chicos. Juntos salíamos de la casa y volvíamos. Mis hermanos llegaron hasta la universidad, yo no, pero eso es otro asunto.
Juan golpeó la puerta de casa y pedí permiso para salir.
—Sí, pero no se aleje —dijo mi padre—.
Susurré un sí señor, que apenas se oyó. Cuando cerré la puerta ya corríamos hacía un rato. Juan, sus ojos y yo corríamos por la calle de tierra mientras le preguntaba qué pasaba. Él no contestaba; iba a la escuela con unos niños mayores. Esa noche a la salida algo pasó.
El sol había brillado hasta el hartazgo ese día agrietando la faz de la tierra. A la hora de la luna la tierra irradiaba silenciosa todo lo recibido. Juan caminaba con un compañero más alto que él y otro mayor. Bastante mayor, tanto, que ya andaba en cosas de hombres. Es decir, en cosas de mujeres. El resto aún no, pero acompañaban. Fue él quien les habló del Pasaje Calera. Pasaban por la esquina del Pasaje todas las noches cuando volvían de la nocturna. A veces veían riñas, pero esa noche las cosas se agravaron de una forma atroz. En el Pasaje Calera vivían chicas; de esas que se visten con ropa extravagante. El Rengo las cuidaba y las regenteaba. Las había traído a esas casitas desde diferentes lugares. Primero alquiló unas veinte casas y después trajo a las chicas.
El Rengo tenía fama de loco, pero era un loco respetable; pagaba sus deudas y se la pasaba en la plaza con los otros compadritos. El Pasaje estaba en la calle Rawson. Con los sucesivos avatares de la provincia las calles fueron cambiando de nombre como de ropa. Esa misma calle del Pasaje luego se llamó Entre Ríos y ese terruño sostuvo la construcción de la iglesia de Santo Domingo y los muros del colegio homónimo. Era una calle muy oscura en la que no se veía nada. Eso favorecía el continuo deambular de coches de plaza que llevando y trayendo clientes; ya porque no tuviesen auto propio, o porque no querían ser vistos manejando sus vehículos hasta el Pasaje.
Corríamos mientras me levantaba del brazo hasta su altura y me llevaba casi en andas, a la vez gritaba algo. Con la velocidad, la voz se entrecortaba, apenas si escuchaba retazos de palabras que algo decían sobre las chicas, sobre el Pasaje Calera, sobre la salida de la escuela, sobre el jefe de policía. Sobre Muerte. Me frené de golpe.
—¿Qué te pasa, acaso tenés miedo? —me preguntó—.
Me volvió a levantar y seguimos corriendo. Mi amigo Juan me estaba llevando al Pasaje Calera a ver a un muerto y la fascinación no me dejaba seguir. El aire de la noche me pegaba en la cara y me adormecía; me crujían los nervios de la garganta y no me dejaban tragar saliva. Corríamos en la oscuridad. La oscuridad se criaba a cada cuadra, las luces de las esquinas no iluminaban porque en varias calles los focos estaban rotos. Tropezamos de pronto, caímos y nos levantamos como un resorte. Ahí estaba el muerto. Nosotros sobre él, nosotros al lado de él, las manos llenas de sangre y el corazón desbocado. Se oyó la sirena de la policía a lo lejos, seguro que vendría hasta nosotros; seguro que si corríamos lo suficientemente rápido no alcanzaría a vernos.
Sentados en el zaguán de una casa que no era la nuestra vimos pasar la patrulla. El muerto era el Jefe de policía de la ciudad y se había tiroteado con el Rengo. Luego, el Rengo estuvo prófugo en La Rioja y las chicas desbandadas y regenteadas por otros advenedizos. Todo eso lo supimos después por los comentarios de los grandes, sobre las noticias de los diarios que informaron, con mucho disimulo, los sucesos delictivos. Nada se supo sobre el origen de la pelea, aunque muchos dijeron que la causa había sido una de las mujeres del Pasaje Calera: la mexicana.
Ella era querida del Jefe de Policía. En algunos días de furia el Jefe llegaba al Pasaje caído al litro, era cuando le pegaba en la cara. Su rostro era muy hermoso, en verdad era una mujer linda. A su vez, era preferida y custodiada muy de cerca por el Rengo Juan. El Rengo la había conocido en Uruguay; allí viajaba en busca de mujeres para hacerlas trabajar, parece que se había enamorado de la mexicana al principio, pero con el tiempo se desencantó. Aún así, el Rengo la miraba de cerca, más de cerca que a las otras.
Sentados en la plaza... luego de pasar por última vez por debajo de la mesa de la colecta, cumplía la penitencia que mi madre me había impuesto.
—¡Cómo señorito! —dijo que me sentara—.
—¡Qué aburrida es la vida de los señoritos!
Sentado en el mismo banco mi amigo me ayudaba a cumplir la penitencia. En esa postura nos acordábamos de cada detalle de la noche en la que vimos el muerto. Nos parecía una película que no habíamos contado a nadie. Por eso repasábamos cada detalle, cada momento, una y otra vez, para no perder el hilo de los sucesos, para ordenarlos conforme a la necesidad de la memoria. Mientras tanto él me hablaba de las chicas que había visto despidiendo a un cliente en la puerta de alguna de las casas.
En especial me contaba de una, la mexicana. La mexicana era “la piedra de la discordia” según escribían los diarios aparecidos en días posteriores. Me hablaba como tratando de convencerme y me había convencido desde el principio, pero no le decía nada porque me gustaba escucharlo hablar. También me gustaba la historia que contaban sus ojos. Sus ojos eran tan negros como los míos, pero algo especial tenían que los hacía diferentes; bailaban, saltaban, chispeaban... sus ojos.
—¡Ahí está! —señaló con el dedo apuntando como para disparar—. Mirá, es la mexicana —gritó de golpe—.
Ella se disponía a atravesar la plaza desde la calle y nosotros la vimos avanzar sobre sus zapatos con pasos suaves y elegantes. Su ropa no se parecía a ninguna que hubiera visto antes. No se vestía como mi madre ni como mi hermana ni como ninguna de las vecinas que estaban en la cuadra, pero su ropa era muy atractiva, tal como Juan me contaba hasta hacía unos momentos. Ahora ella cruzaba la plaza, no lo podíamos creer, y abandonando la penitencia la seguimos. Donde ella fuera iríamos nosotros. Ella. De ella emanaba cierta dureza, su pelo era muy negro y sus rulos se movían largos como resortes. Era muy bonita y la estábamos siguiendo de cerca hasta que la vimos entrar a una mueblería. En realidad era una fábrica de muebles, habíamos visto al dueño en la imprenta de mi padre un par de veces. El dueño era un hombre muy corpulento y pelado que usaba una camisa blanca arremangada y una boina negra cuando salía a la calle. Ella estuvo allí dentro mucho tiempo. Nuestra imaginación galopaba por castillos y acantilados cuando la vimos salir. No venía sola, no. Vimos a dos peones que la levantaban uno de cada brazo.
—¡Puta, puta de mierda! —gritos desde adentro la insultaban—.
Enloquecida de furia ella gritaba que le pagara lo que le debía, que la justicia iba a decidir lo que era justo. Gritaba y lloraba mientras caía en la vereda. Sus ojos lloraban, pero no como cuando mi madre lo hacía, no se veían igual de tristes y apacibles. La mexicana lloraba con una mirada furiosa, casi que sus lágrimas no tenían sentido. En cambio su mirada extraviada era terrorífica. Vi sus ojos cuando le alcancé el zapato, se le había salido al caer. Seguro que en otro momento me hubiera dicho gracias, pero en ese estado no pudo decirme nada. Se levantó del suelo, se estiró la falda y caminó de vuelta sobre la superficie pétrea de la laja que cubría la plaza insultando y maldiciendo. Mientras las madres de la colecta se persignaban, miraban para otro lado y tapaban los ojos de los hijos que estaban cerca. Nosotros corríamos tras ella, a prudente distancia para que no nos viera. La acompañamos hasta la punta del Pasaje, desde allí siguió sola. Ella tenía muchos clientes. Entre otros al Dr. Zapan, un abogado viejo que de tanto en tanto la visitaba. Lo fue a ver, con él presentó un expediente a la justicia por estafa en la buena fe y daño moral.
Cuando el fabricante de muebles leyó la demanda, notificada en su propio domicilio, se volvió loco y ya no en coche de plaza sino con su auto particular se presentó personalmente en el Pasaje a insultarla. Eso contaba la crónica del diario “Adelante”, también que el cafisho de turno lo ahuyentó a balazos.
El caso lo seguíamos desde la inferioridad de la mesa de encuadernar en la imprenta de mi padre; porque allí era donde leían los diarios que día a día iban informando del pleito. Nuestro pleito. Al fin y al cabo nosotros habíamos estado allí desde el principio: le había alcanzado el zapato y la habíamos acompañado hasta su casa después de recibir los insultos.
En la imprenta mi padre y sus amigos murmuraban. En esas instancias no había jerarquías, eran amigos. Amigos desde antes cuando estuvieron cumpliendo con el país, amigos ahora que cumplían con sus familias y con su hacer de todos los días. Como amigos se apoyaban en la mesa y leían los diarios, los tenían a todos. Algunos de los diarios censuraban por inmoral el asunto, pero otros jugaban posiciones apoyando a la mexicana o al fabricante de muebles.
La mujer estaba en la estación del tren esa noche, bonita como era, vestida con pollera azul y blusa blanca. No parecía una chica del Pasaje Calera, más bien se veía como una actriz de cine; con el pelo recogido y su valija esperaba el “Buenos Aires al Pacífico” se iba para siempre de la provincia. No estaba el Rengo con ella, tampoco ninguna otra chica del Pasaje. Nosotros la acompañamos... para despedirla. Al salir de la escuela mi amigo la vio caminar rumbo a la estación. Juan pasó a buscarme con el mismo apuro que la noche del muerto en el Pasaje; porque después de lo que le había pasado a la mexicana comprendió que ella no emprendería un viaje corto.
Me fue a buscar y corrimos hacia la estación para despedirla, para verla juntos por última vez. Al subir al tren miró hacia donde estábamos nosotros, debe haberse sentido un poco perturbada, seguro, porque si hubiera estado bien nos hubiera dicho algo. Quién sabe, un adiós o un saludo con la mano; pero no, sólo subió, se sentó y acomodó su valija. Se alejó para siempre de nosotros.
Las cosas habían terminado bien para ella, para el fabricante no tanto. Porque el día de la audiencia los testigos no fueron; uno presentó un certificado médico, el otro había viajado a La
Rioja varios días antes con la promesa de volver para la audiencia, pero finalmente no lo hizo. El juez falló a favor de la mexicana obligando al dueño de la mueblería a pagar las deudas, más un montón de intereses. Además ordenó pagar una gran suma de dinero por la afrenta moral, cosa que otros anotaron bien clarito.
La valija de la mexicana, al subir al tren en San Juan, no llevaba ropa bonita como muchos deben haber imaginado al verla bajarse en Buenos Aires.


 LABRADORES

Fui testigo presencial de varios sucesos de la historia de mi provincia. Me mantuve en la misma condición en muchos momentos de mi propia vida. Mirar y testimoniar me han signado. No quiero decir que no hice y participé en mi propio destino, claro que no. Estuve ahí actuando mi propia vida, aún en momentos en que hubiera preferido encontrar un extra que lo hiciera mí. Estuve ahí cuando cayeron las balas al techo de mi casa. También estuve cada vez que se derrocó un gobierno y subió otro, y eso pasó muchas veces. Estuve cuando heredé la imprenta y cuando la cerré. Estuve cuando se derrumbó la ciudad y cuando la levantamos un puñado de sobrevivientes. Estuve ahí para dar testimonio que a cada paso fui feliz. Durante toda mi vida me he preguntado quién soy yo, por qué me toco a mí vivir una vida como la mía. No era yo más que un niño de pantalones cortos que se subía al techo, que se escabullía entre la gente a la hora de la siesta para buscar una nueva aventura y sin embargo...
En el desierto las noches son largas. Un silencio profundo y diáfano suele instalarse entre las sillas ubicadas en el patio. El mismo patio en el que mi madre tenía plantas de malvón, ruda y cactus. Ella decía que los cactus eran un ejemplo de vida porque las espinas defienden la carne y la carne guarda el agua para los tiempos de sequía. La sequía era larga en tiempos de mi madre, no como ahora que las cosas han cambiado tanto y llueve más seguido.
A veces creo poder recordar el momento exacto de mi nacimiento. Sé que es imposible, pero quisiera poder hacerlo. He vivido con tantas ganas, he sido tan privilegiado en vivir en este siglo, en esta tierra, en este momento histórico que quisiera poder rememorar hasta las cosas que no pasaron y aquellas que no pude ver. Cuando chico fui pobre, de esa pobreza de pueblo que no se nota, porque los vecinos siempre están allí ofreciendo, preguntando…
Don Benito Pizarro recibió una mañana, de manos del cartero del pueblo, una notificación que le indicaba alistarse en el Ejército. Lo habían destinado a la Marina. Leyó la carta con membrete y la dejó en la mesa de la cocina. Fue al fondo de la casa y se sentó cerca del horno de barro a mirar para dentro. Trató de entender por qué le pasaba eso, justo a él que llevaba toda la vida viviendo a los pies del cerro. A él, que sólo una vez había escuchado hablar del mar a un hombre de a caballo que transportaba animales de carga por todo el país. Ese hombre le contó que otro hombrecito había viajado una vez en barco a Europa. Pero él, Benito Pizarro, no podía ni imaginarse qué significaba la palabra mar. Tanta agua junta no entraba en su mente.
Le dio tantas vueltas al asunto que al final casi no tuvo tiempo de avisar que se iba. Terminó diciéndolo dos días antes de partir en el tren El Buenos Aires al Pacífico que lo llevaría a Buenos Aires, quién sabe a dónde, a qué o por cuánto tiempo.
En la Marina Argentina las cosas no le fueron mal. Mejoró lo que ya sabía de su oficio. Sabía leer y escribir antes de irse, porque tenía un hermano médico que había estudiado en Córdoba y que le había enseñado. Entró en la imprenta del Marina casi sin quererlo. Una mañana el superior lo llamó y le preguntó si sabía leer. Dijo que sí, inmediatamente lo mandaron a acomodar tipografías. En la provincia las reyertas políticas hervían como un puchero lleno de olor a carne. Cada sector social poseía un diario en el que escribían sus posturas. La gente se mataba y estaba dispuesta a morir por sus ideas a cada rato.
El Arzobispado de San Juan tenía su propio diario, “El Porvenir”, y necesitaba gente capacitada que entendiera del oficio. En el pueblo casi no había gente así y los pocos que sabían sobre asuntos de imprenta ya trabajaban para algún otro diario. Entonces la Iglesia, mandó a pedir gente avezada en el oficio. Cuando preguntaron si alguno quería volverse al pago, Benito Pizarro levantó la vista de la mesa de tipografías y dijo:
—Yo —no fue el único— otros también dijeron yo.
A los dos días de volver a la provincia se presentó en las oficinas del clero. Sombrero, saco y alpargatas, lo hicieron esperar un rato. Traía una recomendación firmada por su superior que no hacía falta porque estaba todo arreglado de antemano. Ese día, 20 de marzo de 1920 comenzó la historia, una de las historias de mi vida. Benito Pizarro fue mi padre. Y en 1920 aún no fundaba lo que tres años después sería la imprenta "La Victoria”, la primera imprenta comercial de la ciudad.
Los hermanos de mi padre y mis hermanos se acercaron a la política en distintos momentos y tuvieron distintos cargos. A ellos les interesó ese costado de la vida. A la línea nuestra: a mi padre, a mí y luego a mi hijo ese bicho nunca nos picó; en cambio sí el del trabajo, trabajamos de sol a sol como los burros. ¡Pobre mi padre! Tuvo un percance de esos que a veces se tienen en la vida y tuvo que dejar de trabajar antes de tiempo.
Simultáneamente a la aparición del diario “El Porvenir” salía el diario “Adelante”, que pertenecía al partido comunista. Tenía la sede partidaria en la calle Entre Ríos y ahí funcionaba la imprenta en la que se hacía el diario. El Dr. Storni, el Dr. Indalecio Carmona Ríos eran algunos de los que estaban a cualquier hora que se los buscara en la “Casa del pueblo”.
Tenían todo pintado de rojo: el frente del local, los escritorios, el corazón, la corbata, hasta los zapatos los usaban rojos. Era fácil distinguir a un comunista caminando por la calle. El diario “El Porvenir” había nacido en 1899 y era el órgano de prensa del Arzobispado, a mi padre, creo, las tendencias no le deben haber hecho mucha mella, porque a él solamente le interesaba trabajar, le daba igual quien mandaba a hacer el trabajo. Él decía:
—El trabajo para un imprentero es el mismo, si manda Dios o manda el diablo.
Quizás por eso, en una de las tantas reyertas políticas en las que los diarios se tiraban a matar, “El Porvenir” dejó de salir una temporada y Benito Pizarro se quedó sin trabajo. La empresa en la cual trabajaba le cedió algunas máquinas como parte de pago de varios sueldos adeudados. Así empezó la imprenta “La Victoria” a trabajar con un perfil comercial.
En ese tiempo había muchas imprentas, pero todas veían su final en mano de las pasiones políticas, porque cada vez que un bando se crispaba con las declaraciones de este o aquel diario, las que pagaban el pato eran las máquinas que morían incendiadas o destruidas debajo de martillazos y mazazos. Fue el caso de La Montaña un periódico que hizo Buenaventura Luna, que tuvo la suerte de salir una sola vez. Luego, diario, contenido y técnica murieron por igual dominación.
Por esa razón “La Victoria” nació con un destino comercial; para salvar los hierros. El primer cliente que tuvo mi padre fue Máximo Yanper, muerto el hombre, eso sí, pero cliente al fin. La familia, no tenía a quien acudir porque justo en esos días había ocurrido una reyerta y no había quedado imprenta en pie. Entonces, fue a golpear la puerta de la imprenta que Benito Pizarro acababa de inaugurar. Al morir don Yanper, hombre de mucha fortuna, se encontraron sus deudos sin poder hacer las tarjetas de participación al sepelio. Y un sepelio sin invitados dejaba mucho que decir sobre el finado. En ese momento mi padre apenas acababa de acomodar las máquinas en la habitación más cercana a la calle Cereceto y aún lamentaba su mala decisión de haber abandonado la Marina para volver a su provincia natal, cuando el automóvil cero kilómetro de los Yanper estacionó en la modesta casa de Concepción. El hombre que en él venía encargó a mi padre trescientas cincuenta tarjetas.
En poco tiempo hicieron falta empleados, entonces llamó a algunos de los que vinieron con él desde la Marina para trabajar en el diario. Como él, se hallaban despedidos y desorientados, Rito Ruarte, Anselmo Castrol, Monicaco Calderón. Esas personas fueron hombres de bien y se ganaron mi respeto con el paso de los años. Las cosas no fueron fáciles, pero esos hombres estuvieron cerca, aconsejando, acompañando. Ellos fueron empleados de mi padre durante mucho tiempo, pero antes de ser empleados fueron amigos. Esos hombres tuvieron gestos que me valieron la educación adulta que mi padre apenas pudo darme.


El cuaderno de notas se rige por dos principios, que se podrían denominar
—la verdad local de la sentencia— y —su valor circunstancial de uso—.
Michel Foucault

DISCUSIÓN FUNDAMENTAL

La tercera vez que el estudiante de historia llegó a mi casa lo noté un poco disgustado desde el primer momento, y creo que fue impacientándose conforme transcurrió la charla. Era un día de invierno y hacía mucho frío, habíamos quedado en reunirnos a las cuatro de la tarde. No acostumbro a dormir largas siestas, apenas una hora de descanso después del almuerzo y ya me siento con todas las energías dispuestas nuevamente para hacer lo que sea. Lo esperé ansioso con un alto de papeles recopilados y rescatados de entre los cuadernos de nota. Durante esa semana estuve pasando en limpio en mi Olivetti muchas de las escrituras dispersas en cuadernos intemporales. Agustín De la Fuente me felicitó por mi tesón y constancia, también por mi memoria e inmediatamente me interpeló:
—Don Benito, leí atentamente los papeles que me dio, son muy interesantes, en verdad le digo, pero no hay ni una línea que hable sobre lo que pasó después del terremoto. —explicó De la Fuente notablemente molesto—.
—Es verdad, —dije— usted tiene razón, pero los acontecimientos se dan de forma cronológica. ¿Entiende?
—Sí... entiendo, pero justamente cuando se habla de acontecimiento, en sentido histórico, no se hace referencia a cualquier hecho de la vida cotidiana, sino a algún episodio, en lo posible político, que haya marcado la vida de un pueblo en algún sentido, —expuso con severidad el joven—.
—Mi vida, —le respondí— mi trabajo, aunque usted no lo crea, han marcado y bastante para su información, la vida de esta ciudad.
—No, por favor, no lo tome a mal, no quiero ofenderlo con mis comentarios, es sólo que... —intentó disculparse y aproveché el descuido—.
—No se preocupe que no soy de fácil ofensa. Fíjese en esto —le extendí un alto de hojas— son varios temas para su información general, le ayudarán a comprender los años cincuenta.


OJOS PARA VER
21 de febrero de 1934. Otra mañana más de calor, como es, ha sido y será durante miles de años en esta tierra desértica. Una hora antes del mediodía ya era imposible estar en cualquier lado. Me recuerdo niño en busca de un lugar fresco inútilmente. Esa humilde pretensión de comodidad me llevó hacia la imprenta. Allí me escurrí disimuladamente entre las minervas de mi padre. Joe estaba allí, de pie, acomodando tipografías con las mangas de camisa arremangadas. Me guiñó un ojo mientras me deslizaba por debajo de la mesa una hoja de papel, de un papel especial que se impermeabilizaba en contacto con el agua. Sabía que más que patear la pelota, más que correr con el malón de la cuadra, más que subir a los árboles o a los techos, lo que me gustaba era hacer barquitos de papel y correr junto a ellos a lo largo de la acequia; verlos doblar en las esquinas y naufragar en los remolinos.
Después de un tiempo de práctica me convertí en un constructor de barcos especializado. Quizás por eso, porque él había notado el entusiasmo con el cual me aplicaba a la tarea, un día me dio de regalo un libro que trajo desde su tierra. Su tierra era lejana y mediterránea, a veces me contaba historias de barcos que atracaban en la bahía de su pueblo natal. Historias de piratas que eran devueltos por el mar. Historias contadas en libros con hojas amarillas que leyó cuando niño. Muchas veces recordaba olores de su tierra. Decía que aquí, en América, el papel tiene un olor distinto, descubrí esa verdad gracias a él. El libro que me regaló cayó en mis manos como un tesoro, tenía algunas hojas dobladas en las puntas y estaba escrito en italiano, con grandes letras doradas el título anunciaba: “INSTRUCCIONES PARA CONSTRUIR BARCOS DE PAPEL”. Supongo que por cariño a mi padre me lo trajo un día.
—¡E per te! —me dijo—.
—¿Para mí? —pregunté asombrado—.
Aprendí a doblar el papel, hice verdaderas embarcaciones que luego, en la acequia de barro lucían maravillosas; navegaban cuadras enteras cargadas de fusiles de guerra, de mercancías valiosas. Eran barcos que rescataban princesas provenientes del fondo de la acequia; princesas que en otros tiempos fueron sirenas o pequeñas bailarinas escondidas en las viñas. Princesas que el agua de regadío solía traer por casualidad alguna que otra vez. Cuando niño jugué con cierto fervor que aún de grande me acompaña, me traspiran las manos al recordarlo.
Cada mañana el sol recalentaba mi cabeza durante horas, el olor a barro y el brillo de las piedras me transportaban hacia un mundo de fantasía. Pero esa fantasía se hacía realidad con la misma facilidad con la que me quedaba absorto en las noches de verano, en las larguísimas noches de verano en las que observé la intermitente luz de las luciérnagas. Un ruido me alarmó mientras jugaba en la acequia y sentí miedo. El agua se convirtió en espejo y me reflejé asustado. Algo era diferente, nunca había escuchado ese ruido. Desconocer amedrenta. La inmensidad del desierto, tantas veces vista, se desplomó encima de mí aplastándome. Me levanté del piso de un salto, mis sentidos vibraron estridentes. Sentí desesperación, sentí una gran curiosidad. Supe que debía dirigirme a casa inmediatamente, pero en vez de eso corrí hacia el ruido.
Recuerdo que corrí hacia el ruido, muerto de miedo, pero corrí hasta allí. Fui a favor del estruendo, atraído como un imán por el peligro. A medida que avanzaba encontraba unos envases plásticos, después supe que eran los deshechos de las balas. Aquel ruido estrepitoso provenía de una balacera infernal producto de la cual no dejaban de caer ramas en medio de la calle. Aún así seguí corriendo. Corrí hacia el centro del conflicto, quería ver, quise saber qué estaba pasando; quería estar allí con una impaciencia extravagante. Y estuve, lo recuerdo como si aún estuviese allí, como si estuviese ocurriendo.
Una cuadra antes de la plaza un policía me detiene, me jala de los tiradores, me mira a los ojos y me dice:
—¡Mocoso de mierda, dispará para tu casa que te van a matar! —pero la curiosidad pudo más, mucho más que cualquier otro sentimiento—.
—Sí señor —le dije—.
El reto no hizo más que confirmar lo que mi corazón sabía: que estaba pasando algo realmente grave, que eso que pasaba estaba a unas pocas cuadras y que no me lo perdería por nada del mundo. Corriendo di la vuelta a la manzana, en la segunda esquina me caí y me pelé las rodillas; me levanté; me sacudí las piedras que tenía incrustadas, mientras corría me limpié la sangre. Llegué a una esquina que me permitía observar lo que pasa, espigado en el filo de la pared observé: desde allí puede ver por lo menos diez hombres muertos en la plaza.
Luego, todo pasó muy rápidamente, un auto de plaza dobló a mi derecha y quedé al descubierto. Me podrían haber matado, pero no, yo no era un blanco buscado por ellos. El auto pasó a toda velocidad, mi corazón llegó al cielo y volvió de nuevo. No es a mí a quien buscaban, sino a ese hombre alto que baja las escaleras de mármol de carrara de la Casa de Gobierno. Ese hombre tenía un revólver en la mano, negro y finito como el que yo usaba para jugar y con ese revólver disparó a lo loco hacia dentro y fuera del lugar. Sobre todo a unos hombres que lo perseguían y que desde el umbral de la Casa de Gobierno esquivaban el fuego cruzado. No pude distinguir si eran amigos o enemigos.
En ese momento, uno de los tres hombres que permanecían dentro cayó herido junto al gobernador, que corrió la misma suerte. Un disparo le dio en la pierna y el otro en la cabeza, todo sucedió tan rápido que no supe cuál de las dos balas impactó primero. Vi caer a Cantoni desvencijado al suelo. El arma golpeó en el suelo y se escapó un tiro. El auto de plaza frenó de golpe y una polvareda se interpuso entre mi posibilidad de ver y los heridos. Un segundo después el auto arrancó y el gobernador ya no estaba en el piso, alguien debió subido al vehículo para arrebatarlo de la muerte. Luego supe que otro hombre estaba dentro del auto del Gobernador, José Tourres, Jefe de Policía, muerto en la revuelta. Un montón de hombres bajó corriendo las escalinatas y disparó encarnizadamente contra el auto que ya daba vuelta a la plaza, alejándose. Al otro día mientras escuché a los mayores fui atando cabos, entre lo que había presenciado y lo que se decía. Los detalles le ponían nombre a los muertos, significado a los movimientos intempestivos. Caí en la cuenta que todo aquello de lo que se hablaba, aquello de lo que se escribía en el diario "Tribuna", lo que había observado llevado por mi curiosidad, había sido uno de los tantos intentos de asesinato perpetrados contra el gobernador Federico Cantoni. Él no murió porque, previsor y luego de varios intentos fallidos de ataques mortales, ya usaba chaleco antibalas, dormía enfundado según decían. Además, porque lo habían llevado a toda prisa, yo pude verlo, a la casa del Dr. Alfredo Rodríguez, médico de la fuerza opositora, que se vio obligado a atenderlo por el juramento hipocrático.
No murió, pero en ese momento se anotó en la historia la revolución de Febrero de 1934. Yo estuve ahí y con seis años fui testigo presencial de un acontecimiento histórico de mi provincia. También pude ver desde muy cerca a un hombre de traje negro que sacó de su chaleco un pañuelo blanco y se limpió los zapatos, esa era la contraseña que indicaba que el gobernador acababa de partir en auto. Esa fue la contraseña para que una lluvia de balas se intercambiaran entre los hombres armados que se apostaron en la Casa de Gobierno y los francotiradores que estaban estaqueados en los techos del Club Social, en la casa particular de P. Young, en los altillos del Colegio Nacional y del Cine Cervantes. Las personas caían en la Plaza 25 de Mayo como pajaritos. En un corto lapso de tiempo la plaza estuvo rodeada de gente muerta, gente que tenía y no que ver con el asunto. Volví a mi casa corriendo, mientras me agachaba cada tanto a levantar los cartuchos de balas desperdigados por todos lados. Con ellos reforcé mis embarcaciones que poco a poco fueron convirtiéndose en sofisticados barcos de guerra.


 OTRO AMOR

El primer libro que llegó a mis manos fue el de primer grado “Pasito a paso”. Allí aprendí a leer. Recuerdo claramente el perfume al que olía mi maestra de primer grado, su piel de porcelana, sus manos cálidas apoyadas en las mías al mismo tiempo en que me enseñaba a escribir en la pizarra. Una pizarra negra y una tiza dibujaban letras caligráficas de perfecto tamaño, de perfecto roce. Sus manos, su cara, su perfume, su suavidad, permanecen vívidos en mi memoria y de una forma tan nítida como cierta fábula que ella explicaba con sincero afán de educarnos. La fábula se llamaba “Los viandantes y el oso”, de Esopo creo que era. Sus labios pintados de rojo, su ir-venir de manos entraban en mi mente, en todo mi ser para depositar allí mismo una imagen arcaica.
“Dentro de su voz mezclada con su perfume puedo ver a los viandantes corriendo por el bosque: uno lleva un jardinero azul con zapatillas, el otro un pantalón suelto con una camisa, en los pies sandalias. Los dos corren, juegan, se divierten; sus risas de niño estallan en mi mente, se confunden con la mía, se mezclan con el balanceo de los árboles. Saltan troncos cubiertos por musgos verdes, corren carreras sin querer ganar ningún premio. Imaginan estrellas diurnas cayendo tras de sí que persiguen a sus inocencias. De repente un rugido sobresalta el corazón de ambos -el mío brinca junto al de ellos- y un temor gigantesco, tan grande como el oso que los persigue, se adueña de sus estómagos. El que lleva jardinero se tropieza con una raíz y cae dolorido al suelo. El otro se asusta y corre apoderado de una desesperación atónita. El aturdimiento reina en uno y en otro de forma distinta, pero con igual necesidad. El oso se acerca al niño y el niño desmaya su ser de miedo. El oso acerca su hocico húmedo, lo voltea a un lado, lo voltea al otro, lo cree muerto, lo lame para revivirlo. Así el niño descubre una benevolencia en la bestia intensamente piadosa. La piedad en el gesto de la bestia le ayuda a incorporarse cuidadosamente. Caminan, animal y humano sobre el sendero acompañándose, silenciosos. El oso vuelve al bosque, el niño vuelve a su casa. De regreso en el hogar, el amigo que huyó atemorizado interroga al caído sobre el suceso. Lo examina, no puede creer que esté vivo. ¡Aún vivo! Festeja, salta, se alegra. Quiere jugar nuevamente, correr, saltar, lo invita, lo arenga. El niño del jardinero se niega. No quiere jugar más. Dice algo sobre las acciones de ambos; el animal ha sido más solidario que el humano y eso aún lo perturba, tanto como haber salvado el pellejo, tanto o más como no poder evitar el sacrilegio de juzgar con severidad al amigo, ¿de dónde esa certeza que lo obliga a pensar que debería haber sido diferente?”.
Escucho a la maestra como entre bruma. Las palabras de la maestra clinnnnn clinnnn clinnnn. Siento que cada una de sus palabras se anidan en mi corazón. Ellas me cuentan una historia que es mucho más que una historia, mucho más que una fábula. Esopo, los griegos, la maestra, el oso, el perfume de la maestra, sus manos, su voz... se filtran suavemente como un silbido de ángeles por mis oídos. Sobre todo eso: una fábula. ¿Qué quiere decir fábula maestra? Ella lo explicaba con ternura en la voz, yo no la escuchaba, sólo un tintinear de cristales sonaba en mí y me tañía como a una campana. No sabré qué significa fábula ni antes ni después de su explicación, sólo el deseo de escuchar su voz me llevaba a preguntar una y otra vez sobre asuntos que no me interesan. Sólo me interesa su voz. Sentía mi ser hueco, ahuecándose continuamente. Repito la escena una y otra vez, tratando de anclar el momento en mi mente, en mi historia personal. Creo, que fui un niño conciente de serlo. Al volver a casa, luego de esa jornada escolar escribí en mi cuaderno, de noche y en letras aprendices, el título de la fábula. Años después reconstruí con lujo de detalles todas las partes de la historia, cuando escribir ya se había vuelto una costumbre diaria.


PUEBLO VIEJO

El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago. Woody Allen. 1935

Fiestas patronales.
Perfume. El perfume tenue se mezclaba con el rostro de mi maestra; mi primera maestra de escuela la Sra. Josefina Ponce. Me parece que, al cabo de la vida, todos los perfumes tienden a parecerse un poco. Cierto hilo conductor convoca a todos los perfumes que fueron importantes en mi vida. La imprenta tiene su olor particular, años y años en el sótano del edificio guardan el olor a papel, el olor a la tinta. Mi madre era muy católica, no creo que lo fuese tanto mi padre, pero la secundaba en cuanta cosa se le ocurría.
Aquella tarde todos estábamos sentados en la vereda de la casa... esperando; ese día había fiesta en Concepción. Éramos vecinos, vivíamos a una cuadra de distancia. A eso de las seis de la tarde mi madre nos llamó a todos, nos bañó y vistió con las mejores galas.
El perfume. El aroma del jabón se unió al olor de la tierra mojada, al perfume frutal de los atardeceres de verano y juntas esas sensaciones olfativas conformaron parte de los sentimientos felices de mi infancia. Esperamos a mi padre y al Sr. Francés.
El señor francés era un empleado de mi padre que llegó a la provincia arrimado por el último flujo migratorio del 1800. Vivía con nosotros aunque no siempre estaba en casa. Ya porque estaba trabajando o porque salía a dar un paseo, o a comprar revistas de espectáculos que luego nos prestaba o tomábamos a escondidas. Por las noches en una mesa de madera mi padre y él jugaban a las cartas. Esperábamos sentados en la vereda a que ellos llegaran, se alistaran y pudiéramos salir rumbo a la fiesta. Mi madre nos había prometido una paliza si nos levantábamos del sitio y nos ensuciábamos. Mis hermanos se sostenían en el lugar, pero yo era tan curioso que no podía; me levanté y me apoyé en la pared, la pared era de adobe y eso hizo que tuviese el saco con tierra antes de salir y que el reto fuera inevitable.
Mi amigo, un chico que vivía en la otra cuadra, a quien junto a sus hermanos apodaban “los nerviosos”, pasó a buscarme. Simplemente nos fuimos sin esperar a nadie. Corrimos por las calles sin más alegría que la de correr. Anocheció y en la plaza me encontré con mi familia, ¡por fin llegaron a la fiesta! Mi madre me tironeó la oreja y me soltó. Le pedí perdón y le dije que le rezara a la Virgen para que me volviera menos pícaro. Aproveché el momento de misericordia tañido en su corazón para alejarme rápidamente. ¡El perfume que emanaba del suelo era tan calmante! Junto a mi amigo, somos los primeros vecinos en arribar a la plaza; sin embargo, ya habían llegado los de la organización. Estábamos allí, observando, esperando, olfateando. Como habíamos llegado bastante temprano aún estaban las carretas llenas, aún tapizaban las calles. En cada esquina una carreta colmada de albahaca, burro y jarilla esperaba ser descargada. Tapizaban las calles por donde pasaba la procesión con ramas aromáticas. Los organizadores de la fiesta, monaguillos, gente de la acción católica y afines alistaban los faroles de las esquinas para que no se apagaran justo cuando llegase la gente y cuando arribara el cura acompañado por la estatua de la Virgen. Sentados en la plaza veíamos como, dentro de la iglesia, la Virgen estaba lista; vestida de gala, presta a salir de paseo. Finalmente la procesión se alistó y todos caminamos tras Ella inmersos en el perfume, que con las pisadas, que con los pasos arrastrados comenzaron a molerse y se conformó un raro misterio entre noche, amontonamiento, fe y aromas de yuyos. Es noche de la Virgen de Concepción, 8 de diciembre. Casi todos los habitantes de la ciudad estaban allí. La mayoría de los jóvenes aprovechaban para noviar, para entablar alguna amistad, con vista a más. Por eso cumplían con un ritual que acompañaba el cortejo. En las esquinas, las mismas carretelas que trajeron las aromáticas que ahora yacían tapizando la tierra húmeda, volvieron, pero cargadas con flores. Flores que significaban cosas; significados que tanto varones como señoritas leían en las revistas, significados que auguraban miradas, que herían sentimientos. “El corzo de las flores”, así se llamaba a esa parte de la fiesta. Todos participaban porque los más pobres que no podían comprar las flores en las esquinas, las traían de sus casas. Los varones le regalaban una determinada flor con un significado, algo así como “quiero ser su amigo" “quiero ser su novio”, o “no se me acerque por favor”, cuando el rechazo era grande se regalaba un abrojo y el abrojado en cuestión se entristecía hasta el tuétano. La chica devolvía el gesto aceptando o rechazando al varón y así se conocían. Muchos noviazgos de esa época comenzaron con una flor. Nosotros, chicos todavía, seguíamos atentamente las idas y vueltas de las flores, mientras nos reíamos con disimulo de los sentimientos aflorados. El corzo de las flores y la Virgen de Concepción tuvieron una íntima relación con el asunto de la palmera de dos brazos. Yo tenía unos siete años cuando se creó la palmera de dos brazos. Aunque la palmera es un elemento natural, esta palmera de la que hablo tuvo fecha de creación. No todos los elementos naturales se convierten en monumentos con el correr de los años como ocurrió con esta palmera, pero en este caso fui testigo presencial de lo que le ocurrió al monumento muchos años antes de ser declarado como tal.
Ese año, como habitualmente ocurría, el Municipio de la Capital envió gente para emparejar las calles, para hermosear las plantas. Había voluntad, eso no se podía negar, lo que no siempre había era idoneidad, y creo que sigue pasando en algunas ocasiones lo mismo. Una cuadrilla de hombrones podadores pasó trabajando unos días antes de la fiesta de la Virgen. Los vi cuando fui a buscar el pan, mi madre me enviaba por él todos los días. La panadería de los Vargas estaba a la vuelta de la manzana, en la vereda de enfrente de las palmeras. Había como doscientas palmeras y, por eso, la poda no era algo que se nos escapara de la atención así como así a ninguno de nosotros. Ese año los podadores no sabían mucho de ese arte y aunque quedó bastante prolijo era muy evidente que se les había ido la mano. Hasta hubo comentarios en los diarios aludiendo a la exagerada forma en la que había sido hecha la poda. El atardecer del 7 de diciembre estaba muy caluroso tanto, que eran las ocho de la tarde y todavía la gente no sacaba las mesas a las veredas.
Los vecinos contiguos a la panadería eran muy sociables, habitualmente se sentaban en la vereda a tomar un vermú o unos mates. Ir a comprar pan era para mí una travesía casi religiosa con dos ediciones, al mediodía y a la tarde. Dos momentos del día divididos por sensaciones diversas. A la mañana era habitual encontrarme con algún niño y corretear un rato antes de volver a la casa con el mandado. A la tarde, en cambio, me paraba a saludar a todos los que ya habían sacado la mesa a la vereda y entre tanto estuvieran echando un poco de agua para calmar el furor del día. Esa tarde del 7 de diciembre me paré en la casa de los Brondolinos donde siempre terminaban atascándose varios hombres de la cuadra a tomar vermú y comentar los detalles del día. El Sr. Brondolinos trabajaba en el correo, terminaba mucho más temprano la tarea que los otros, quizás por eso se endilgaba la casi obligación de esperar a la gente con algo para tomar, algo que amenizara el regreso a casa, algo que diera pie a comentarios diversos.
El atardecer era arduo y caluroso, hacía mucho calor y yo, sentado al borde de la acequia con los pies hundidos en el agua cristalina, escuchaba lo que los mayores charlaban. Decían cosas acerca de cómo habían trabajado los podadores, de lo bien que había quedado todo para la fiesta, de lo lindo... en fin, de lo mucho y mal que habían podado las palmeras. Los vecinos no eran podadores, pero eran testigos oculares; ellos presenciaban años tras año el mismo trabajo y podían precisar con lujo de detalles las particularidades de cada año, con las descripciones exactas de cada poda; los hombres que habían sido afectados a la tarea y características de cada uno de ellos. Eran informaciones en todo precisas, producto de largas conversaciones sostenidas entre vecinos y podadores. Todos esos detalles los hacían expertos en poda. Al fin y al cabo para eso estaban los vecinos, para mirar, para saber de qué se trataba, para criticar. Para informar a la población que esa poda en cuestión estaba mal hecha.
—¡Peladas las han dejado! —decía, cada uno a su manera, a medida que fueron llegando a la charla—. Y esa conversación, que habitualmente duraba hasta la hora de la cena, ese día se vio interrumpida. Yo todavía no había comprado el pan cuando de repente hubo una ráfaga de viento que levantó mucha tierra.
—Se viene un ventarrón con hojas y con tierra... vaticinó don Brondolinos, quién rápidamente comenzó a guardar la mesa, las sillas, los vasos, etc. Corrí a comprar el pan y llegué a mi casa unos momentos antes que lo más fuerte del viento llegara.
El 8 de diciembre en la mañana, todos vimos el daño que había causado el viento, que arduo corrió durante toda la noche. Sobre todo en una de las palmeras que se había desgarrado de cuajo. Débil, luego de la poda, le había sido sencillo al viento lastimarla. Los obreros municipales trabajaron mucho durante el día para dejar los alrededores de la plaza en condiciones para la procesión. Día de la Virgen, 8 de diciembre.
Algunos días después rumbo a la panadería vi brotar un débil retoño en la palmera, la que tenía una rama desgarrada que por días y días había colgado seca. Con los meses el retoño creció hasta convertirse en otro brazo de palmera: en una palmera de dos brazos. Con los años muchas de esas plantas fueron secándose y el terremoto terminó de voltear los palos inertes. La palmera de dos brazos, en cambio, siguió su camino de fortaleza. De pie ante el siglo continuó atestiguando en su rol citadino de monumento histórico. Fui testigo presencial, por eso lo escribí.

AULLIDOS

El que llega último, gana.
En esos años la ciudad era de la gente y el peligro acechaba la vida de los imprudentes. Las carreras de auto eran habituales, un espectáculo que se podía ver en el centro de la ciudad. Muchas veces, comenzaban en Córdoba, pasaban por San Luis, venían a San Juan y terminaban en Mendoza, claro que antes recorrían las catorce provincias que hasta entonces había. Al papá no le gustaban las carreras, decía que no tenía tiempo para esas pavadas, en cambio, con mi hermano soñábamos con ver pasar esos autos. Era un evento muy popular y todos se alineaban a la orilla de la calle. El papá nos dejaba ir con la condición que mirásemos la carrera trepados en los árboles. En esos días nadie hablaba de otra cosa que no fuera, de los Galoviches, los hermanos Gálvez y por supuesto de Fangio, que por esos tiempos aún no era todo lo famoso que llegó a ser. Venían de Valle Fértil donde Fangio estaba ganando, detrás de ellos venían los Gálvez y los Galoviches. Los Galoviches se habían quedado retrasados porque uno de los hermanos tuvo un problema en el tanque de nafta y sufrió un incendio. El otro, por solidaridad se había quedado a acompañarlo. Subidos a las ramas de los árboles veíamos todo. Todo de todo: la gente sentada en sillas a lo largo de la calle de un lado y del otro; el tumulto se alargaba como viboritas humanas; era peligroso y muchas veces había accidentes, pero eso parecía no preocupar demasiado a nadie. Desde lo alto también era fácil observar los techos de las casas, los fondos y los chañares que, por cuadras y cuadras se extendían, alternados con casas de estilo elegante y casas más modestas. Algunas personas con botellones de agua y otros con botellas de vino festejaban de antemano el triunfo de su preferido.
—Arriba de los árboles o no van nunca más —dijo el papá—.
Allí mirábamos la carrera, felices y acalorados, felices y aturdidos por el ruido de los motores que anunciaba la llegada de los autos. La línea de llegada estaba a nuestros pies y el juez tenía una bandera a cuadros que custodiaba como si alguien pudiera robársela. El sonido de los motores y las frenadas avisaban que ya se acercaban, que ya llegaban hasta nosotros. ¡Allí los veo! Fangio viene primero, se escuchaban los gritos, ¡Faaangio, Faaangio!
—Va a ganar, ese sí que es un corredor —la gente lo vivaba a toda voz—.
La emoción me remonta directo, como a un barrilete a la escena fatal: los vecinos gritan como locos; el calor sube constantemente, treinta grados... a cuarenta, sube la temperatura y la alegría de la gente que olvida las orillas de la calle, aquellos límites imaginarios encargados de salvaguardar las almas. La gente cruza y las orillas se confunden. No es Fangio, desde la copa de un árbol más alto anuncian que no es Fangio, sino uno de los hermanos Gálvez el que viene en la delantera. Los camarógrafos se amontonan, se pelean por tener la primicia. ¡Fangio, es Fangio! Él es quien viene primero. Gana Fangio y la gente se agolpa sobre el auto en la calle a festejar el triunfo, los fotógrafos sacan fotos y los gritos suben a cada momento un tono.
Nosotros seguimos desde la altura todos los detalles, lo vimos a Fangio salir del auto y como era cargado en andas. Gritos GRitos GRITOS. Viene otro auto, pero la gente en la calle no lo advertía.
—Vieeeene otro aaauuuto, —gritos de alerta intentaban anunciar las desgracias—, pero nadie los escuchaba porque se confundían con los otros gritos, los de alegría por la victoria del ganador. El auto tenía un problema y no puedo frenar. No frenó. El auto con problemas llegó en segundo lugar, uno de los Gálvez acaba de llegar, pero ha perdido el control del vehículo y atropellando a un montón de personas choca contra el auto de Fangio que aún está en el medio de la calle. El griterío cambió, se transformó de alegría a tristeza y desesperación. Hubo corridas de socorro. Mucha gente herida, muchas personas lastimadas cayeron al suelo. Muchas mujeres con sus niños corrieron y gritaron espantadas. Muchas personas heridas fueron auxiliadas por otras personas consternadas. El fotógrafo del diario, fue uno de los muertos, el Sr. Mazuelos, lo habíamos visto algunas veces en la imprenta. Estábamos tan asustados que no podíamos bajar del árbol. Nos quedamos como atornillados en la altura, observando un cine naturalista.
Al espectáculo inicial se le sumó otro espectáculo mucho más terrible pero igual de intenso que el anterior. El olor a nafta nos hizo suponer que los autos podían estallar y bajamos movidos por el miedo a morir incendiados arriba del árbol. Poco a poco nos alejamos de la carrera, no dejamos de correr hasta que llegamos a nuestra casa.


UNA VEZ EN LA VIDA

¿Qué es más musical: un camión pasando por una fábrica o un camión pasando por una escuela de música? John Cage. Músico.

El tren llegaba a la estación aproximadamente a las diez de la noche trayendo de todo, inclusive gente. El papá se sentaba en el fondo a jugar a las cartas con el Francés, así pasaban largas horas mientras nosotros merodeábamos por allí, hasta que la mamá nos llamaba y, obligándonos a entrar en la cama, daba por finalizado el día. Hasta que eso pasaba teníamos un buen rato en el cual junto a mis hermanos nos perdíamos por ahí; otras veces me escabullía solo. A lo largo de nuestra infancia fueron muchas las noches en las que el papá nos mandó a buscar el diario que llegaba en el ferrocarril. La gente iba hasta la estación a esperar el tren, otras personas que vivían en las cercanías de las vías se acercaban un poco, sólo esperaban verlo pasar. El tren significaba muchas otras cosas para una ciudad como la nuestra, a la que la mayoría de las personas viajaban solo si tenían un buen motivo para hacerlo.
Porque San Juan no era zona de paso sino de llegada. Quizás por eso muchas de las personas que han llegado hasta aquí se han quedado para siempre, como le ocurrió al Francés, que vino un día y se quedó a vivir. También lo vi, muchos años después en el hospital cuando estaba en la otra orilla de la vía a punto de subirse al tren eterno. Mientras fui niño, él vivió en la piecita del fondo de casa durante muchos años. Escuché que ese jueves anunciaban la llegada en el tren de un pasajero especial, "el Zorzal” le decían, venía hasta aquí para cantar en el teatro. Mi hermano tenía un carácter blando y era fácil dominarlo. No siempre, es verdad, pero si se trataba de jugar a la pelota allí estaba él, pasara lo que pasara.
—Sabés hermanito, —le dije— te han invitado los chicos de la vuelta a jugar un partido a la pelota.
Me las ingenié para ir solo a buscar el diario esa noche, porque sabía que estaría Gardel en la confitería La Chiquita. La confitería era la más paqueta de la época, todo el frente era de vidrio, para que la gente pudiese ver desde fuera a los señoritos y las señoritas que estaban dentro. Efectivamente, ¡se veían! Yo los vi perfectamente desde la plaza subido a un árbol, que generosamente me ofrecía un mirador espectacular. La oscuridad de la noche se extendía por todos lados con una negra espesura, dejando iluminados solo los alrededores de las pocas luminarias existentes. La confitería estaba a pleno, llenas las mesas, la gente esperaba ver a Carlitos de cerca. La gente esperaba para escucharlo cantar en el teatro. Llegaron en caravana los coches de plaza, primero bajó Gardel y entró a la confitería, luego, bajaron los músicos que también ingresaron a la confitería para acompañarlo a tomar un aperitivo Gancia. Mientras tanto, fueron llegando de a uno o en grupo “los muchachos”. Ellos sólo esperaban verlo pasar de la confitería hacia el teatro. Los que lo verían cantar en el teatro formaban fila sobre la vereda. Los que sólo lo verían pasar de un lado a otro, en cambio, ocuparon la calle adoquinada de pequeños rectángulos de madera. Era otoño, pero aún perduraba ese fuego del sol que durante todo el día había recalentado la atmósfera, era otoño y una brisa suave zarandeaba a los árboles desprendiendo una a una las sequedades de la naturaleza.
Hubo espectáculos sucesivos, en una esquina y en la otra: varios músicos que, con guitarras, con bandoneones, con asombro en sus ojos, asistieron al milagro de ver a un artista de la talla de Gardel, desde muy cercana distancia. Lo vimos beber de un vaso alguna bebida; y lo vimos saludar a las señoritas con una sonrisa implacable. Las largas horas de viaje no habían endurecido su rostro para nada, que, con claridad de porcelana resplandecía en la vidriera de la confitería. En la calle había un silencio de sala. Los murmullos eran mal visto y callados con miradas inquisidoras, porque la mayoría observábamos atentamente aquel espectáculo viviente. A las diez y media en punto, el Zorzal se puso el saco, saludó a los presentes y se dirigió al teatro que lo esperaba con sala totalmente llena.
—¡Muchachos, gracias por venir! —gritó Gardel cuando atravesó la calle—.
La gente lo aplaudía sólo por haber venido a la provincia; a él, que triunfaba en Nueva York, y ahora estaba en una modesta provincia del interior del país. Desde la altura de las ramas también aplaudí emocionado. Subió las escalinatas de mármol. El edificio era magnánimo, pero la estampa del cantante lo hacía ver más lujoso aún. El mármol se veía más blanco y las pequeñas iluminaciones destellaban brillitos sobre nuestros ojos. Estaba a punto de entrar, de desaparecer delante de nuestros ojos, y quizás, consciente de eso la gente aplaudía con más y más fervor a cada momento, él saludaba con la mano extendida; en ese momento algo pasó y Gardel devolviéndose sobre las escalinatas que ya había trepado y dirigiéndose a uno de sus músicos, le dijo:
—¡Una para los muchachos!
—El músico desenfundó la guitarra con la rapidez de un soldado y tocó un punteo que aún resuena en mi memoria. En el casco de la ciudad, en las inmediaciones de la plaza, Gardel cantó “El díííííía que me quieeeeeeeras”. Cuando terminó la canción el público de la calle aplaudía como loco la generosidad del artista. Gardel emocionado se despidió con la mano y entró rápidamente al teatro. Estaba llegando tarde al otro espectáculo, al de los que ya habían pagado su entrada y sentados cómodamente en el Cervantes lo esperaban.
Los que estábamos en la calle no podíamos creer que aquel hombre que salía en los diarios, que viajaba a todos lados, que se fotografiaba con mujeres bellísimas, acababa de cantar un tango en la calle para nosotros, para “los muchachos”.
Al bajar del árbol me encontré con el dueño del kiosco y lo acompañé a buscar el fardo de diario a la estación. Él ya me conocía porque junto a mi hermano íbamos casi todas las noches al mismo trámite. Me preguntó por él:
—No quiso venir hoy, se fue a jugar un partidito a la pelota —le guiñé un ojo para que supiera de mi travesura, para que fuera discreto—. Me devolvió el guiño cómplice, y me dijo en lenguaje no audible:
—Andáte niño tranquilo, que lo que acabamos de ver no se puede contar con palabras.

SIETE

La máquina es una frontera. Es el extremo inteligente de la naturaleza y el extremo material de nuestro espíritu. Rafael Barrett. 1876-1910

—Me gusta que el joven haya pensado en mí para sus entrevistas de "memoria oral”, porque le puedo transmitir muchas cosas al joven. Aunque sospecho que no está demasiado interesado en lo que pueda contarle. De igual modo le detallaré algunos hechos, tal vez luego, pueda comprender las secuencias, como yo lo hice en su momento. Es cierto que también necesité tiempo, como él.
Fortuitos e inesperados ocurrieron ciertos acontecimientos en mi vida. Como cuando un día de diciembre del 1980, en que mi mujer me mandó a comprar fruta a la esquina, en que me detuve un momento a saludar a Joaquín. Él era agenciero desde hacía muchos años, y a él le compré varias veces números de lotería para Navidad y para Año Nuevo. Entré a saludarlo, a estrecharle la mano, a desearle felicidades. En el costado del salón esperé unos momentos que terminara de atender a un cliente casual; hombre de saco y pantalón notablemente envejecidos, me llamó la atención la elegancia a pesar de su pobreza. Luego de revisar todos sus bolsillos aquel cliente constató que no era suficiente el dinero que llevaba para comprar la fracción. Es de hacer notar, que los números de lotería para esas épocas subían, se cotizaban bastante y solían tener precios exorbitantes. Me permití ofrecerle el dinero faltante, previo a disculparme por la intromisión en un asunto que a la distancia se notaba no era el mío. El hombre accedió, me sumé a la charla que se tornó amena. Repentinamente debió irse, un recuerdo lo alarmó y salió del local despidiéndose con un gesto que lo llevó a tomar su gorra por la punta de la visera. Reanudamos la charla con el agenciero sobre los mismos asuntos, cuando descubrimos que el hombre había olvidado su billete de lotería, salí a buscarlo pero ya había desaparecido entre el tumulto de gente que durante esos días toma la vía pública. El agenciero insistió tanto que debí llevármelo en virtud que había aportado una parte del pago. Apenado por la tristeza que sentiría aquel hombre cuando descubriera su olvido me dirigí a realizar el mandado. Volví durante varios días a preguntar si él no había vuelto en busca de lo que era suyo. No obstante y teniendo en cuenta la cercanía de casa, le había encargado al agenciero que le comunicara mi entera voluntad de devolverle el billete en cuanto apareciera. Nunca volvió, en cambio y para mi mayor sorpresa, luego del sorteo de Navidad pude constatar que el billete tenía premio; cobré diez mil australes, fue el dinero que llegó a mis manos de la forma más azarosa, mi sencilla mente no gastó esfuerzos en intentar comprender las leyes que habían regido aquel suceso.


LAS GRANDES TRAICIONES

S.I.G.A. Sociedad de Industriales Gráficos Argentinos. Año 1940.
S.I.G.S.J. Sociedad de Industriales Gráficos de San Juan. Año 1940.
Parado frente al espejo de mi madre me arreglaba la corbata. Ellos estarían allí sentados, charlando y yo apenas un niño; ya no era un niño, eso era cierto, pero ante esos hombres sí lo era. Ellos, todos mayores, todos veteranos en el rubro, sabrían de qué se trataba el juego, ése del que apenas si estaba aprendiendo las reglas. La cita era a las nueve, luego del cierre de comercio. En el subsuelo de la confitería del Cervantes, el mármol de carrara era el preámbulo de una nueva experiencia en mi vida. Allí se reunían los miembros de la Sociedad Gráfica. Mi hermano no quiso ir, porque a él le faltaban las palabras, le daba vergüenza. Papá tampoco iría.
Ahora éramos nosotros los que estábamos a cargo de todo. Nosotros con el apoyo de los empleados, sin ellos no hubiéramos sabido qué hacer, sin ellos no hubiéramos sido nada. Yo tampoco tenía las palabras, más bien era más mudo aún que mi hermano, pero fui y me senté a escuchar lo que ellos dijeron. Lo que decían que nos estaba pasando. Mi padre junto a otros hombres antes de ir a la Marina, en mil novecientos doce, habían sido socios fundadores de la Sociedad Mutua de Artes Gráficas de San Juan. Gracias a ello recibí trato preferencial muchas veces en el rubro. En esas reuniones se hablaba sobre todo lo concerniente a la vida gráfica. Sentado allí, escuché a mis mayores discutir acerca del problema que había traído la importación, decían que desde que Perón estaba en el gobierno se había suspendido todo tipo de importación para beneficio de la industria nacional. La idea no era mala, pero el problema que teníamos todos era la falta de papel; muchas cosas no se podían imprimir porque éste escaseaba, el buen papel que en Argentina no se conseguía.
Cada tanto llegaba en tren un cargamento de papel que repartíamos entre todos, pero pasaron algunas cosas muy poco agradebles. En esas reuniones conocí al famoso "Zorro Molinas". El Zorro Molinas era un hombre simpatiquísimo, agradable y amable. Si alguien quería fumar parecía que él le adivinaba el pensamiento, antes que sacara el cigarro ya estaba ofreciéndole fuego. Bien vestido, elegante, reunía todas las condiciones para enviarlo a Buenos Aires; por eso, cuando recibimos la invitación para participar en la asamblea general de los gráficos nadie dudó ni por un momento que el Zorro era, sin discusión, el apropiado para representarnos. Astuto como su apodo lo indicaba se hizo pagar todos los gastos de transporte.
Al volver de Buenos Aires, nos notificó apenas algunas novedades sin importancia. No supimos de él ni una palabra más, hasta que en la Sociedad de Gráficos Sanjuaninos recibimos una carta en la cual la comisión de la Asamblea General se daba por ofendida. Aludía al trato descortés que habíamos tenido con ella, luego de habernos beneficiado con la máquina impresora de la Industria Alemana Curtvegel y Cía. Nuestra sorpresa fue gigantesca, pues porque no comprendíamos el reclamo que hablaba de falta de cortesía. Por tanto nos vimos obligados a viajar nuevamente, enviamos a otra persona porque el Zorrito había desaparecido de los lugares habituales. Sobre todo después de comprar una máquina nueva, de la que todos hablaban maravillas, por su rapidez y por su innovación tecnológica.
Al volver el Sr. Ragneri nos notificó de lo ocurrido: el Zorrito había expuesto nuestro ánimo fraternal, la buena fe que en nuestra Sociedad había y el don de gente que todos sus integrantes teníamos. Todo ello a los efectos de hacerse acreedor de una máquina nueva; máquina de la que se apropió él, y no la Sociedad Gráfica de la provincia como hubiera correspondido. Porque en un artilugio, muy a lo “zorrito”, hizo poner la máquina a su nombre argumentando que sería él quien tendría que pagar el transporte en tren y de no ser así la máquina correría grandes riesgos de extraviarse.
La Industria Alemana Curtvegel y Cía. tenía un local de ventas en Buenos Aires, había logrado ingresar al país, pese a la política peronista, tres máquinas impresoras de gran calidad. Pero sus clientes, que en ese entonces eran muchos en la capital, al enterarse y en vistas de la escasez de productos importados, habían confeccionado una lista de espera que con los días hubo de extenderse notablemente. Intentando no generar mayores conflictos, luego de la exposición de las máquinas, el gerente general había dispuesto enviarlas al interior donde él creía que podrían venderse a un precio más que conveniente para cualquier pequeño comerciante sin causar problemas entre sus numerosos clientes de la Capital.
La Asamblea General vio con buenos ojos aprovechar la oportunidad en la que estarían los delegados del interior para ofrecer las máquinas y, en vista de las buenas intenciones que el Zorrito había expresado; intenciones que versaban sobre el aprovechamiento en conjunto que en la Sociedad Gráfica Sanjuanina se haría de la impresora en cuestión, la Asamblea decidió enviar a San Juan una de aquellas bellezas. Claro, la Sociedad de Industriales Gráficos Argentinos esperaba, por lo menos, una carta de agradecimiento por la benevolencia. Al no llegar ésta y sospechando alguna obra de mala fe, decidieron ser ellos mismos los que enviaran una notificación extrañado el gesto que, nobleza obliga, hubiera debido tener la Sociedad de Gráficos Sanjuaninos.
En esa instancia estábamos, cuando logramos acercamos al Zorrito para preguntarle por la situación tan particularmente irregular. Él nos respondió, que no en parte sino en todo, incurríamos en error de interpretación. Puesto que él había pagado la máquina, cosa que era cierta; había sacado un préstamo entre gallos y media noche para aprovechar la oferta. Le reprochamos era el discurso de fraternidad del que se había valido para conseguir un precio inmejorable por una máquina nueva e importada; también le reprochamos la falta pública que constituía el apropiarse individualmente de algo, que en principio, era para todos. Cosas que él, por supuesto, desconoció para su bien y para nuestro mal. Fue expulsado de la Sociedad Gráfica inmediatamente, pero el daño ya había sido hecho, hacia adentro y hacia fuera de la provincia.
El año en el que pasó lo del Zorrito fueron escasas las ocasiones en las que hablé en las reuniones de la Asociación, sobre todo por vergüenza. No era lo mismo a la hora de votar, ahí sí tenía la oportunidad y mi voto valía como el de cualquiera, como el de un gráfico de experiencia. Mi lugar en la mesa representaba a una imprenta, la imprenta de Benito Pizarro y mi persona también cupo dentro de ése nombre. Al año siguiente seguí acudiendo a las reuniones, estábamos un poco más organizados y entendíamos mejor el funcionamiento de la imprenta. Los empleados seguían guiándonos, pero nosotros estábamos totalmente empapados de las situaciones generales.
A raíz de la similitud entre el nombre de mi padre y el mío reflexioné muchas veces en lo mismo, en que en la historia de la urbanidad muchas personas llevan sobre su ser la misma denominación que sus consanguíneos. No estrictamente hablando, nunca un hombre es igual a otro, pero sí, en mi larga vida pude observar ese sutil hilo que va uniendo, de generación en generación, intereses semejantes, líneas de conductas, formas de hacer las cosas, dones que parecen transferirse como tesoros al solo efecto de la continuidad humana.

SUEÑO URBANO

No me gusta el trabajo, a nadie le gusta; pero me gusta que, en el trabajo, tenga la ocasión de descubrirme a mí mismo. Joseph Conrad. 1857-1924

—¿Cómo está señor Pizarro, cómo le ha ido con esos recuerdos? ¿Pudo hallar en su baúl algunos relatos sobre lo que pasó después de terremoto? —preguntó De la Fuente—.
—Sí, encontré algunos.
—¡Qué bueno! Entonces podré avanzar con mi trabajo final. Sólo me resta agregar las transcripciones de las entrevistas que tengo con usted.
—Se nota que le gusta su trabajo.
—Sí... es decir, no, creo que estoy un poco atolondrado con tantos pasos de investigación y, en verdad, hasta creo que he perdido un poco el foco del problema central, y... —aclaraba el tono de desgano que traslucía su actitud—.
—El trabajo ha sido el aspecto más importante en mi vida, —le expliqué—: a mi vida privada la cuidé con mucha reserva, en cambio mi vida pública ha sido una gran fuente de información. El contacto con la gente me ha nutrido. Salía de mi casa y ya estaba trabajando, pero a su vez el trabajo me permitió cosas, situaciones que no sabría dónde encuadrarlas, no podría precisar si pertenecen exclusivamente a mi intimidad o antes bien son propias de la vida pública. Como un día, —fíjese lo que ocurrió—. A la imprenta siempre venía un muchacho que era pintor, con el tiempo se hizo famoso y vendió bastantes cuadros, pero tuvo lugar ésta charla que le voy a relatar, entre él y yo.
Me habían mandado de una de las distribuidoras de papel un almanaque muy bonito, grande, que yo había colgado en el salón de atención al público; el pintor venía en busca de recortes de papel para hacer sus dibujitos, bocetos les llamaba él, que luego pasaba a un tamaño más grande. Como sin querer le pregunté, si él por su profesión era muy entendido en materia de arte, respondió que no "muuuuy", pero que algo entendía. Bueno entonces explíqueme que son estas formas que están en el calendario, porque yo no interpreto nada de estos manchones de pintura, le dije:
—El pintor me solicitó que lo acercara un poco, y ahí estuvo largo rato mirando, pensando, hasta que al final dijo:
—La verdad, yo tampoco sé que significan estas pinturas, algunas me gustan más otras menos, pero en rigor todas parecen pruebas de colores —él usaba mucha acuarela y por eso mismo se lo pregunté—.

Lo que le quiero decir con esto, señor De la Fuente es que en el trabajo se confunden los espacios, ésos espacios de los que usted me hablaba la otra vez con tanto entusiasmo. ¿Usted dijo: espacio público y espacio privado en esa charla?
—Sí, —eso dije—, público y privado.
—He pensado en que tal vez, a los fines teóricos sea funcional, pero a los fines prácticos esa diferenciación no existe en el trabajo. El trabajo es una actividad en la que una persona se implica totalmente, está ahí de cuerpo entero, sus emociones, sus sentimientos lo acompañan donde quiera que vaya. El cuerpo de alguien, para usted, ¿sería público o privado? Además, durante las horas de trabajo, si tiene la suerte de tener compañeros, se charlan cosas, se comparten infinidad de momentos y situaciones que son también parte esencial de las personas. Tanto como con la familia, y a veces hasta más que con la familia. Recuerdo una noche en que mi mujer bajó hasta el sótano donde estaba ubicada la imprenta con una taza de café, era tarde y hacía frío. Ella era muy atenta y paciente, esa noche noté que le pasaba algo y le pregunté. No quiso decirme nada al principio y se sentó en un sillón que tenía a la orilla del escritorio; seguí trabajando un rato más sin prestarle demasiada atención, enseguida observé unas lágrimas en su cara. Me detuve en mi labor y me acerqué a preguntarle por los motivos de su angustia. ¿Sabe lo que me respondió?
—No, no lo sé —dijo De la fuente—.
—Ella dijo que yo trabajaba demasiado, que los niños casi no me veían durante todo el día, que en muchas ocasiones tampoco me veían en la cena. Tenía razón, yo estaba tan entusiasmado y a la vez tan preocupado por pagar los créditos y obligaciones que tenía que no me había dado cuenta de todo el tiempo que perdía de jugar con mis hijos, de verlos crecer. Le prometí cambiar y con el tiempo fui trabajando menos horas, pero no crea que muchas menos, no. Yo entendía cabalmente porque se preocupaba así, pero la pasión que sentía por el trabajo era más potente que cualquier otra cosa. Modifiqué mi conducta, intenté compartir más momentos familiares, pero lo que no pude hacer fue trabajar menos horas al día, eso no lo pude hacer.
—Me tengo que ir, se me está haciendo tarde para otro compromiso. ¿Me podría dar los escritos que tiene del terremoto? —dijo el joven un poco ansioso—.
—No, mejor se los doy la próxima vez que venga porque me falta agregarle algunos detalles. Le aseguro que el martes se los tendré listos, a los del terremoto. Tenga estos que tratan sobre algunos otros hechos que ocurrieron y que encontré mientras buscaba lo que me pidió.
Le extendí las hojas y me las recibió con educación, pero muy molesto, quedamos en reencontrarnos la semana siguiente.

PEQUEÑA ALA DE MARIPOSA


Para el hombre tribal, el espacio era un misterio incontrolable. Para el hombre tecnológico, ese lugar lo ocupa el tiempo. Marshall Mcluhan. 1911-1980

13 de diciembre 1942.
Muchas cosas cambiaron en el mundo luego de la Segunda Guerra Mundial; muchas cosas cambiaron en mi propio mundo. Los hechos históricos y los hechos vitales guardan grandes semejanzas, en ocasiones, muchas más de lo que quisiéramos. Algunos barcos navegaban a la deriva en las costas argentinas, entre ellos uno que, creo, se llamaba el acorazado de bolsillo alemán Graf Spee. Había viajado hasta el Río de la Plata en busca de barcos mercantes, pero el acorazado también era buscado porque ya había hundido a más de diez navíos.
Mi memoria no es prodigiosa aunque sí capaz de almacenar datos con alguna rigurosidad, leí en los diarios que ese barco había recibido un comunicado indicándole que debía zarpar de nuestras costas. El país ya no podía seguir apelando a las leyes de amnistía internacional para refugiarlo. Entonces, el capitán del navío, Hans Langsdorff, a cargo de la vida de soldados alemanes, todos jóvenes y casi imberbes aceptó la orden. De camino a la costa argentina pensó cada paso y planeó cada estrategia al milímetro. Era temprano, el alba aún no se anunciaba, la tripulación del barco se dio cita en cubierta para escucharlo. El faro seguía encendido a lo lejos. Los soldados alemanes eran muy jóvenes, unos niños... es raro pensar en eso, en la mayoría de los ejércitos de combate los soldados apenas alcanzan la mayoría de edad. Es como si cada pueblo siguiera repitiendo un arcaico y grandioso sacrificio a los dioses de la guerra. Estos soldados alemanes también eran jóvenes, tenían frío y miedo, dos sensaciones que erizan la piel y se confunden en nuestros corazones. El sol estaba ahogado en el agua cuando el Capitán se dirigió a toda la tripulación.
El acorazado no era inocente, se había cargado muchos barcos en su lista de muerte, de todos había escapado airoso, pero lo seguían de cerca los buques ingleses Ayax, Exeter y Achilles, que no estaban dispuestos a perdonarle la vida una vez más. En un alemán rígido y sentencioso el Capitán ordenó a todos descender en los navíos de emergencia; necesitaban hundir el barco. Los enemigos no descansarían hasta verlos a todos muertos, al Graf Spee ardido y hundido. El Capitán había pasado toda la noche meditando esa decisión y se la estaba comunicando a ellos. Debían rendirse. Ya nadie quería recibir al barco en sus costas. En cambio, hombres sí, eso sí estaba dispuesto a recibir el Estado Argentino. El Capitán había llegado a un acuerdo diplomático con el presidente argentino. El General Perón estaba dispuesto a distribuir a esos hombres a lo largo del territorio nacional. El embajador alemán había oficiado de intermediario y las cosas quedaron claras: los barcos bajarían a la tripulación y el Gobierno la distribuiría por todo el territorio. Esa mañana el Capitán explicó lo que haría cada uno, dio órdenes de cómo comportarse y de cuál sería el destino de cada hombre en la tierra. Dio detalles de todos, menos sobre la suerte que él correría. Las rondanas chirriaban mientras bajaban a los barquillos de emergencia que, atiborrados de muchachotes rubios se dirigieron a suelo argentino.
En tierra firme, envueltos en un revoltijo hecho de silencio espeluznante y gritos de gaviotas, los soldados comprobaron que el Capitán no estaba entre ellos, él no subió a ningún barco. La certeza sobrevino cuando escucharon el estallido, cuando vieron cómo, lentamente, se sumergía el gran barco, aquel que por días y días había sido su hogar, aquel que los había salvado de morir en manos enemigas, aquel barco fue hundiéndose a la vista de todo. Ese lento proceso en que el barco fue convirtiéndose en ataúd, sumergiéndose en las aguas, no se borró jamás de la memoria de cada uno de los que estuvieron allí. Con absoluto lujo de detalles y en un esfuerzo descomunal por comunicarse Fälther me contó todo eso.
El único sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial que yo conocí de cerca se llamaba Guillermo Fälther. Claro que eso de conocernos no pasó de un día para otro. La primera vez que lo vi fue por la mañana. Salí de la imprenta y me dirigí hasta El Molino Argentino, tenía que entregar unas etiquetas que el dueño me había encargado. Era buen cliente de mi padre y desde que él ya no pudo trabajar más lo comencé a visitar periódicamente para ofrecerle papelería, etiquetas, en fin lo que necesitara. De a poco se fue haciendo muy fuerte la relación con el señor Morente, creo que él me veía como a un hijo, también creo que lo conmovía verme entusiasmado con el trabajo. Siempre tenía etiquetas de más ese hombre, para todo el año, pero igual me encargaba, “para ayudarle al muchacho”, decía cada vez que me veía.
Yo lo hacía sin protestar porque, además, me pagaba muy bien. Esa mañana caminaba por la vereda de la calle Cereceto cuando los vi. Eran como veinte tipos grandotes con unos pantalones cortitos y remeras musculosas, corrían concentrados mientras cantaban una melodía en su idioma. Me quedé estaqueado en una esquina observando el espectáculo. Se veían serios, de gestos duros, hacía frío y ellos estaban corriendo en mangas cortas; eran muchos y se veían como un pelotón de ejército. Corrían por las cuatro avenidas todas las mañanas, alguien me había comentado pero yo con tanto trabajo en la imprenta no los había visto nunca. Esa imagen me rondó en la cabeza durante todo el día. Durante varias mañanas siguientes busqué alguna excusa para salir a la misma hora, quería verlos pasar. Me hubiera gustado sumarme a ellos, ser igual a ellos, ser uno de ellos, pero me conformaba con verlos pasar y nutrirme de su tesón por persistir en una tierra lejana, viviendo en un mundo que a sus ojos debe haberse visto muy diferente al conocido por ellos. El gobierno les había alquilado una casa en Villa América para que vivieran y comenzaran a buscar trabajo.
Alguien le comentó a Fälther que en la imprenta buscábamos un encuadernador en esos días. El hombre que hacía ese trabajo desde que mi padre estaba en su apogeo acababa de irse, le habían ofrecido un puesto en la Universidad de San Juan, él aceptó gustoso y le hicimos una despedida con asado y guitarreada. Todo muy afectuoso, pero llevábamos un mes sin encuadernador. Había puesto un aviso en "Tribuna" solicitando a alguien que realizara ese trabajo, pero nadie aparecía ni a preguntar siquiera.
Llegó grandote y rubio, la mañana del viernes 13 de junio de 1942 a ofrecer sus servicios. Lo tomé condicional, como a todos los demás cuando entraban; a los seis meses el tipo ya era uno más de nosotros. Le costaba hacerse entender, pero lo intentaba con mucho entusiasmo. La gente de la imprenta era muy buena y le ofrecieron amistad casi de inmediato. De él aprendí muchas cosas, a encuadernar como Dios manda primero y principal; y a nadar perfectamente segundo y principalísimo. Mientras trabajábamos charlábamos bastante, él me contaba de su pueblo, de sus costumbres, de sus guerras y yo le contaba de mi niñez, de mi ciudad, de mi imprenta. Después de todo no éramos tan diferentes, además ambos éramos jóvenes e igualmente trabajadores. Lo recuerdo enérgico y con los ojos sumamente abiertos mientras hablaba, decía, en su lengua forzosamente española /alemana:
—Aprender a flotar es primordial —dijo el alemán—, cuando se hunde el cuerpo, tres minutos dura la persona. En cambio si usted sabe flotar puede soportar mucho más tiempo y cómo no lo va a salvar alguien en ese tiempo. Los maestros de aquí se equivocan porque creen que un niño, una persona que está aprendiendo a nadar lo primero que debe hacer es bracear y perfeccionar el estilo. Y no. No es así, lo primordial es saber flotar.
Creo que tenía razón el alemán y por eso le pedí que apenas comenzara el calor fuésemos al río para aprender a nadar. Dijo que por supuesto:
—Yo le enseño a flotar y usted se salva para toda la vida.
Encuadernaba tan bien el hombre que se me ocurrió ofrecerle el servicio al Registro Civil de la Municipalidad de la Capital. Lo conocía al intendente y no fue difícil conseguirlos como clientes. Era un trabajo muy interesante porque había que hacer libros de casamiento, libros de nacimiento y libros de defunción. Los solicitaron con tapas negras grabados con letras doradas. Podíamos hacer hasta las tapas negras, lo de grabar las letras doradas fue un problema que resolvimos llevándoles las tapas, antes de la encuadernación, a un señor que hacía ese trabajo artesanalmente. En el Registro Civil quedaron satisfechos con el trabajo a más no poder, y nos siguieron encargando libros durante mucho tiempo. El grabador de letras doradas me lo recomendó un pintor que a veces iba a pedir recortes de papel para sus bocetos, él lo conocía desde antes por su oficio. Fälther era muy cumplidor y respetuoso. Un día, pese a su buena salud y porte me pidió permiso para ir al médico. Se paró delante de mí y en su duro idioma dijo:
—Benito, dame permiso para ir al doctor, me duele el pecho, voy a ir hacer una consulta —dijo Fälther. 
—Sí, como no, por supuesto, respondí, a qué médico piensa a ir, —le pregunté—.
—Voy a hospital, ellos tener o-bli-ga-ción de atender a uno si está enfermo —dijo ofuscado—.
—Bueno, está bien, le va mal me avisa y buscamos a alguien. —le dije—.

Pasaron los días, estaba preocupadísimo porque había asumido la responsabilidad con el Registro Civil y el alemán no daba señales de vida. No quería quedar mal de entrada, era una buena oportunidad de proveer al Gobierno, y quizás seguirían encargándonos trabajo. Teníamos trabajo asegurado y un muy buen cliente, porque el Gobierno no pagaba muy seguido pero pagaba bien. Una de esas noches cuando llegué de trabajar me lamenté por la ausencia del alemán y la señora que ayudaba a mi madre con las tareas del hogar me contó todo lo que le había pasado al alemán en el hospital:
—Esta mañana vi en el hospital a su empleado, ése rubio grandote que habla mal. ¿Habla mal o es tarado? —me preguntó—. Le aclaré a la mujer que no habla mal, sino que hablaba otro idioma y que le resultaba muy dificultoso aprender la pronunciación del nuestro, al fin y al cabo recién llevaba un par de años viviendo.
—¡No sabe el lío que armó el alemán en el hospital, a los gritos estaba! —me contó la mujer azorada—: 
—Yo llevé al niño más chicos porque tiene una tos terrible y no lo deja dormir a mi marido por las noches... ¿Imagínese quién se levanta a cada rato a taparlo? Yo, quién más va ser sino, porque él trabaja en la finca de don Manolo; ese... de Alto de Sierra ¿Lo conoce don Benito? — me preguntó la mujer—.
—No señora, no lo conozco, pero no importa cuénteme sobre el señor Fälther.
—¿Ahhh, se llama Fälther? Qué nombres tan raros les ponen en ese lugar de donde viene —acotó la mujer.
—No; se llama Guillermo, Fälter es el apellido —le aclaré—.
—Bueno, a él, primero lo atendió el médico y parece que bien porque ahí nomás salió con una receta que le indicaba una radiografía, se acercó al mostrador y le preguntó a la enfermera dónde le hacían la radiografía que le había indicado el médico. La chica le dijo que saliera por el pasillo y doblara dos veces a la derecha, que en esa puerta negra alta que había, ahí, atendía el radiólogo. ¡Pero no sabe el lío que se armó! Porque no pasaron ni cinco minutos cuando volvió el alemán hecho una furia viva, estaba tan enojado que no se le entendía nada, hablaba todo en alemán y la enfermera le decía que se tranquilizara y le explicara lo que le pasaba. Gritaba a garganta pelada:
—Yo no explico a usted nada, quiero hablar con médico de recién, él sí me atiende bien. La enfermera le explicaba que no, que ya había pasado su turno, pero él estaba furioso y gritaba como un descosido. Así que la enfermera se metió para el consultorio del doctor y de allí volvió con la respuesta.
—Dice el médico que se calme, que se siente y que cuando se desocupe lo volverá a ver. —volvió explicando la enfermera—.
—Eso lo contuvo un poco, don Benito, dejó de gritar como loco, pero no se calmó nada, caminaba por la sala con pasos tan fuertes, que hasta los niños enfermos que estaban insoportables de tanto esperar se quedaron quietitos en el lugar, asustados. ¡Pero, don Benito, no se imagina cuando vio al médico, furioso le dijo!
—¡Usted, excelente médico, me atendió muy bien, excelentemente, pero ahí donde me mandó dan turno para treinta días más! Imagínese cuánto tiempo va a pasar y con el dolor que tengo en el pecho, no poder esperar tanto. ¿Y si yo, paro patitas antes de que atiendan a mí y llego al cielo en un solo momento? El médico no pudo contenerse y se largó una carcajada y todos los que estábamos en la sala lo escuchamos porque de la rabia no había cerrado la puerta. La cosa don Benito es que terminamos riéndonos todos del alemán. El médico se apiadó del grandote y lo acompañó. Supongo que le debe haber ayudado para que le den turno antes. ¿A usted le contó algo de lo mal que está?
—No señora porque a la imprenta no volvió. Después de lo que ha contado creo que voy a ir a su casa para saber cómo sigue. —le contesté—.
Fälther no anduvo bien desde entonces, añoraba su tierra y eso no tenía cura para él.