martes, 24 de noviembre de 2015

EL SOL ROJO

Si yo estuviera en tu piel. Si pisara con tus pies el suelo. Si a la mañana con tus ojos pudiera mirar la aurora. Si creyera en ningún Dios como vos crees. Si avanzara por la oscuridad a tientas. Si a la hora sin sombra tomara el mismo atajo. Si abriera las puertas esperando ver lo que ves. Si cortejara la muerte como luce en tus sueños diurnos. Si callara los gritos. Si me tornasolara de colores ocres la voz. Si al bailar me enrollara las piernas en tu torbellino. Si la lluvia me calara los huesos. Si las identidades se me derritieran como helado en tus manos. Si yo tuviera tu boca tus ojos tu lengua. Si la fealdad y la belleza me hirieran como te lastiman. Si la maldad me trinara el alma como tus cantos. Si yo fuera vos. Si te habitara como me habito. Si me extraviara de tu cuerpo como me ausento del mío. Si dijera yo y fuera en vos el eco. Si al fundirnos nos volviéramos ciegos. Si al tocarnos no perdiéramos el límite de los cuerpos. Si escribiera los papeles con tu pudor extremo. Si al crear los sueños rojos también me soñaras. Si al tocarte los pies sintiera yo las cosquillas. Si la luz de las velas se apagaran y vieran los ojos el último resplandor en la pared. Si en la pared se proyectara un trozo de nuestras vidas. Si tuvieras que elegir una página en blanco. Si el año que se acaba fuera el último para todos los muertos. Si al volver la mirada solo hubiera un camino que no conduce a ningún sitio. Si las muertes que nos quedan pendientes se alojaran en la bolsa negra. Si tiráramos todo lo que nos sobra al precipicio del olvido. Si nos sobrara el tiempo. Si nos dieran entre todos los menús de cartas internacionales a elegir un fragmento de vida. Si eligieras un año para compartir el camino. Si pudieras desangrarte después de hacer algo. Si enfrentaras al espejo con una sola certeza. Si pisaras el suelo con los pies que yo lo piso. Si miraras el cielo con mis ojos y vieras lo que miro. Si habitaras el sentimiento que en mí anida. Si siguieras el movimiento que tiene mi latido cuando te siento cerca. Si estuvieras dentro de mi piel. Si nos intercambiáramos los ojos, los sentidos, las manos.  Si nos invirtiéramos. Si dejáramos de lado esas cosas que nos hacen distintos. Si nos fundiéramos al fuego, si nos derritiéramos y fuéramos líquidos. Si nos volviéramos agua y estuviéramos cerca. Si perdiéramos los límites. Si un día amáramos al unísono lo mismo, de la misma manera, a la misma altura del cielo. Si un día eso pasara, cómo seríamos el regreso. Si desandáramos paso a paso el camino de regreso. Si volviéramos del otro, de nosotros, de cada uno mismo. Si ya no recordáramos casi nada, quizás, si todo eso pasara seríamos como niños que un día jugando en la calle desierta encontraron otro, cualquier otro para acompasar el camino. Si solo camináramos con acampanados pasos. Si solo se tratara el amor de caminar por el sendero yo caminaría a tu lado. Si tu lado no fuera con el mío o si fuera el mismo. Si tus pasos caminaran mis pies sin saberlo. Si caminar durara unos minutos o un siglo. Si sólo se tratara de compartir el pan y el vino a lo largo del camino. Si ya no andiviéramos cerca, el camino sería el mismo. Si al pasear por la mañana hambrienta el aire te golpeara los ojos. Si la lágrima que corre por tu cara no fuera de pena ni de alegría sino de frío. Si los aullidos de los perros acosaran tus miedos hasta herirlos. Si las noches solitarias se abrieran como un pozo en la tiniebla. Si las palabras hueras se preñaran, por así decirlo. Si en el mar los barcos náufragos conquistaran el fondo como un espacio y dejaran la superficie sin imperfecciones. Si las danzas surtieran efecto y a cada paso correspondiera un perdón a dolores viejos. Si las piedras arrojadas construyeran huecos en lugar de muros por donde pase el viento. Si las veces que no te he mirado se juntaran todas en un solo libro de miradas perdidas. Si un alma blanca se tiñera lentamente de un color que mal huele. Si un sueño creara la realidad de cien personas y les diera vida. Si el alba se convirtiera en la única hora posible y terminara por penetrar de luz las sombras del mundo. Si el tiempo se volviera espacio y los lugares acumularan todos los monumentos en un solo sitio. Si abandonáramos todo. Si las fiebres acabaran por destruir con sus fauces las memorias. Si las rosas rojas se cultivaran como revoluciones en los jardines. Si los días de fiestas fueran todos libertarios y algunas veces libertinos. Si los barrotes no siempre significaran cautiverios. Si al contrario, nos oprimiéramos unos a otros y muriéramos sofocados. Si la libertad nos importara poco o nada. Si el contrabando de órganos acumulara corazones e hígados manchados. Si decir lo decible alguna vez fuera profano. Si la podredumbre nos ganara la apuesta. Si nos dejáramos vencer cada, a cada hora incierta. Si el arte se acabara. Si tuviéramos que preservar a la música de extinguirse como una especie de la naturaleza. Si el olvido se acunara en el vientre. Si ya no hubiera locos, ni lunas, ni días sin sentido. Si cada una de las calles no fueran un croquis. Si el hastío que anuncia la creación no volviera cíclicamente a golpearnos las piernas. Si estar de rodillas solo fuera por las plegarias o sólo por las caídas. Si nos derribaran las puertas los hombres tristes que dicen que no a todo. Si decir que si a todo no costara tan caro como cuesta. Si cortar las cuerdas de los instrumentos no alterara la armonía de las piezas ya escritas. Si una sola pieza caída no fuera ya la partida perdida. Si las acciones no tuvieran consecuencias.



miércoles, 14 de octubre de 2015

LA Ï DE ÍCARO


                                         Este texto recorre un camino incierto que va desde la búsqueda de entradas y de salidas del sueño hasta Ícaro, que en lugar de volar cerca del sol, vuela hacia la luna; pero en el vuelo quizás decida retornar  a la tierra.


Ï saltó esa mañana de su cama, estaba salido de sí. Un aura de maravilla aún duraba en su semblante después del sueño. Las alas de aquél que no era un ángel lo habían rozado y su corazón había sentido un estremecimiento desconocido. Así Ï despertó divinizado por los enigmas de la noche. Así encontró el suelo de su casita lleno de estabilidad y así atravesó el umbral hasta encontrarse con el cielo abierto. Aún no amanecía y la luna era todavía libidinosa en su apariencia. Ï la miró desde su estado somnoliento y tuvo una sensación de atracción inmensa. Sintió deseos de permitirse ir hacia el satélite. En ese instante Ícaro salió desde su ensueño, atravesó la dimensión mítica y se elevó junto a  Ï en un vuelo que nunca terminaría del todo.
En la hora translucida Ï, en los brazos de Ícaro, emprendió el viaje.
El tránsito fue largo y ocurrieron variados misterios y conflictos. El primero de ellos se suscitó cuando Ícaro fue atravesado por la duda. El límite en el cielo diáfano era imperceptible. Cómo precisar dónde comienza la noche y dónde el día. Cómo admitir que la superficie que une el camino al sol y el camino hacia la luna era del todo mínima. Ícaro sentía ansias desesperadas de viajar hacia el sol, de fundirse en el fragor de la luz, insospechando el peligro de muerte que allí había.
 La luz, la belleza de lo todopoderoso aún lo hechizaba a pesar de los siglos transcurridos. La luz todavía no penetraba del todo en su corazón, pero sí lo había hecho ya y de un modo definitivo en su ojos. Ícaro estaba ciego. La noche lo atormentaba, la noche lo consumía y lo habitaba, su corazón y otras partes de sus intimidades estaban obscurecidas. Ícaro sentía la terrible necesidad de viajar hacia el sol, pero Ï tuvo un sentimiento atroz: sintió miedo a estar de un momento a otro muerto. Un muerto ahogado en la luz poderosa, un muerto en los brazo de un aparente ángel. Fue entonces cuando el segundo misterio y el primer conflicto se presentaron al unísono y a los gritos.
En el medio de la inmensidad, a la hora indecible, en la altura incalculable ambos debatieron, ambos gruñeron sobre sus profundos deseos. Ï no estaba dispuesto a acceder al estado inerte, Ícaro no podía con sus costumbres de viejo mito. La contienda fue temeraria como suele serlo en estos casos.

Ícaro conjeturaba que luchar contra la mitificación que lo tenía destinado era imposible; él pensaba que deseaba seguir encarnando por siempre el mito. Ícaro no quería caer durante su vejez en ninguna playa ni que lo descubriera lleno de barro nadie. Ï estaba apresurado por salvar su vida. Sabía que su piel se derretiría mucho antes que la cera de las plumas de Ícaro. Sabía que a él, mortal como era, no le esperaría ningún destino precioso. Sólo adivinaba las cenizas que caerían a la tierra como el polvo. Los combates eran desiguales para Ï, las posibilidades eran mínimas de convencer a Ícaro de torcer el rumbo.

Ï probó persuadir a Ícaro y para ello le prometió aventuras en la tierra y le habló de felicidades extremas, deliciosas, de pequeños momentos de éxtasis, de trágicas tristezas, de ríos de montañas, de derrumbados laberintos, pero Ícaro no quería oírlo. Aún así algo en el corazón de Ícaro lo tentaba a escuchar las palabras del hombres, algo contradictorio lo hacia aborrecerlo y escupirlo. No quería saber volver a vivir en la tierra. No quería ese destino humilde y transitorio de hombre finito.

El tiempo transcurría y era inevitable el avance por los cielos. El debate de estériles discusiones no mitigaba y a cada segundo el sol se acercaba a ellos de un modo más ardiente. Los pies de Ï se calentaban como en el borde de una hoguera en el invierno. En la fantasía atemperada, en la tibieza de la modorra, Ï se desvaneció en los brazos de Ícaro. Entró entonces en un limbo de visiones arquetípicas: vio fueguitos ancestrales, vio incendios inmanejables adentro de intrincadas calaveras, vio a otros hombres incendiados. Entró lentamente en el alma de una llama y sintió cómo, ese color que no era rojo, lo inundaba por dentro. Entró en las cercanías de la pasión, en la profundidad de la tierra, en la incierta lava de los volcanes, en la pequeña lumbre de un fósforo en una obscura noche, en el fuego resplandeciente de una mujer cuando no duerme. Entró, por un instante, a la parte más cierta del infierno.
Las manos de Ï ardían de un modo extremo cuando recobró la conciencia; ambos estaban a punto de morir en la cercanía del astro. Fue entonces cuando divisó a Ícaro en el fragor del embelesamiento, de cara al sol, huyendo sin pausa en el sentido inverso a la tierra. Entonces Ï, con el corazón enrojecido lloró de emoción piadosa al contemplar, en la profunda cercanía, el rostro de Ícaro. Ï admiró la forma encendida en la que Ícaro deseaba al sol; sus ojos humanos apenas pudieron soportar el resplandor de la luz que emanaba de la mirada apupilada de oro.
Alguna de las partes del misterio se desprendió en ese momento, entonces Ï encontró una forma de desencajar al silencio y lo proyectó sobre el mitificado. Ícaro detuvo su viaje de pronto e interrogó a Ï, por su mirada, por su semblante, por su falta de palabras.
Ï le dijo a Ícaro una seguidilla de cosas en un dialecto indescifrable. No hubieron puntos ni comas ni buenos modales en ese momento. Ícaro se sobresaltó de pronto y dejó caer al hombre desde sus brazos al vacío del cielo abierto. Ï pensó que aquello era el fin y aceptó con calma su destino. Oró una plegaria mínima porque sabía hacerlo y sin rencor se despidió de Ícaro. Después de todo él lo había acercado al fuego más intenso y le había mostrado los secretos que nunca habría conocido de otro modo. Después de todo había entrado en lo que otros llaman divinidad en un solo vuelo. También había comprendido en la mirada de Ícaro, penetrada de sol, la clase de belleza que motivaba su obstinación.  Ï juzgó que para ser él sólo un hombre ya era suficiente haber vivido todo aquello.

Desde la altura vio Ícaro caer al hombre, y midió la consternación durante el descenso. Acaso comprendió que Ï, hecho de carne y hueso, no resistiría el golpe con el peso de su cuerpo y moriría irremediablemente. Se sintió inmensamente responsable, porque entre otras cosas tuvo que admitir que había sido él quien se había entrometido arquetípicamente en los sueños de Ï. Que también había sido él quien lo había levantado en andas y lo había alejado de todo lo que le era propio para llevarlo hacia el sol en plena aurora. Ícaro lo había conducido hacia el cielo no como a un prisionero, sino como a un privilegiado, y ahora él dudaba del atino o desatino de su labor. Fue entonces cuando Ícaro voló con apuro indescriptible en picada libre y libró al hombre de su destino de muerte.

Cuando ambos recuperaron el estado inicial del viaje, ya nuevamente en ascenso, negociaron un pacto que no guardaron en las entrañas del secreto. Ï, ahora salvado, ahora iluminado, ahora con la sangre ardiendo, le propuso a Ícaro aprovechar las orillas de las noches que todavía les quedaban. Viajaron en dirección a la luna, donde el descanso en la penumbra daría una dimensión precisa al tamaño de la luminiscencia adquirida.
En el borde de la noche, cuando el nuevo rumbo ya había sido aceptado y fijado, Ícaro sintió la tentación de retomar el antiguo camino. Quiso insistentemente entrar en la huella que lleva al sol por el camino directo. Quiso una vez más cumplir con su sueño de morir disuelto. Pero Ï, humanizado, que ahora estaba templado como los primeros hombres lo estuvieron, le acarició las alas, le abrazó los ojos en silencio y le recordó la luna y su camino incierto.
Había que admitir que Ícaro era un desconocedor extremo del sendero que conduce al costado opuesto. El hombre también lo desconocía, pero lo había imaginado un rosario entero de madrugadas. Ícaro tuvo que aceptar que aquello lo dejaba perplejo. Entonces se produjo otro de los momentos del misterio, Ícaro confió en el hombre, que ahora lo invitó a desandar el espacio sideral a tientas y a contentarse extraviándose rumbo a lo desconocido.

Luego de alunecer a horas inciertas, de envolver a cuatro brazos los tramos de un mito, ambos retornaron a la madrugada inaugural de la que Ï había sido jalado.
Encontraron todo como había quedado: la mañana despuntando el alba, el deseo intacto de ir hacia la luna, la somnolencia de Ï virginal y rastrera. Ambos acertaron con una historia para narrar a los hombres que estaban en la tierra. Aunque tuvieron que aclarar varias veces, a los que escuchaban atentamente, que lo que ellos contaban no era ninguna de las partes de un mito.

                                                           Noviembre- 2009


La Ï de Ícaro, En: Revista Narrativas, N. 20, Enero-Marzo, ISSN 1886-2519. 2011. pp.42-44.

martes, 25 de agosto de 2015

Conversaciones de piernas cruzadas con Mario Benedetti entre su poema “Piernas” y mi texto PiernaS.

Las piernas son la gloria, en las horas oscuras se mueven, las piernas de la amada, se acurrucan, se estiran, se cruzan, se pierden, se entrelazan a las mías, me aprisionan, traman un nudo imposible de desenredar, luego, con la llegada del día esas mismas piernas por donde corre la ternura caminan por el suelo frío buscando la humedad del pasto, son fraternas, aunque pisan las hormigas, las hojas, hasta llegar al agua del río que corre imperceptible debajo del árbol y chapotean en esas aguas inciertas, prenatales, que cuando se abren buscando el infinito, abren y abren y abren las puertas las ventanas los pozos ciegos del inconsciente y apelan al futuro como un rito. Otras veces esas mismas piernas son dos palitos que como las partes de un compás marcan las hojas blancas de las calles por las que caminan y caminan y corren y saltan llevan esos pies a recorrer el mundo silencioso que las hace más dulces y más tiernas, que apenas escucha esas pisadas despierta alborotado, se despereza, cuando las piernas avanzan la ciudad  también se despereza, se hace mañana, algo de la aurora se siente contagiada a caminar con ritmo de amor de piernas encantadas que andan por el mundo como si nada importara, contentas de ser libres, de deslizarse por cualquier recoveco, piernas que no se sienten acorraladas porque a todo lo enfrentan sin miedo, pero también las piernas son cavernas total saben perfectamente que el cuerpo del hombre que sostiene la cabeza que se apoya en esas piernas tiene un corazón tan lleno que ni las balas de goma pueden detenerlas allí donde el eco se funde con el grito. Quién sabe a dónde llevarán esas piernas andariegas al hombre que las alimenta cumplen con el viejo requisito, y que cuando se plantan en la tierra echan por los pies raíces como el árbol más viejo y los brazos se estiran hacia el cielo hasta tocar alguna nubecita que pasa. Quién sabe a dónde llegarán esas piernas cuando se suelten de la tierra que las amarra, de las manos que las acarician, de los pesos que las arrastran de buscar el amparo de otras piernas y se llenen de alitas de pájaros y levanten vuelo y se lleven al hombre de las piernas tan lejos tan lejos a mirar todo desde la torre más alta donde cabeza abajo y piernas arriba en picada libre se ve el mundo y también se ven los otros hombres que con solamente dos piernas van empujando el día entero hasta convertirlo en noche llena de estrellas que iluminan y buscan otras piernas que,

si se separan como bienvenida

las piernas de la amada hacen historia
mantienen sus ofrendas y enseguida
enlazan algún cuerpo en su memoria
cuando trazan los signos de la vida
las piernas de la amada son la gloria.



viernes, 6 de febrero de 2015

De las hojas del cuaderno blanco: Perforado

Algo infinitamente duro
convertido en pequeño grano de arena,
pudo ser perla, pero nació sin agua
con destino de piedra
imposible ver alrededor del hueco
inverosímil ante los ojos indiscretos
añoranza del color coral
la paloma que ha caído muerta en la vereda
tampoco significa casi nada
mirada, olvidada,
una pena de ala muda
los  pasos hacia atrás en la noche oscura
a miel que se escurre entre las manos
otras formas del silencio
sólo el beso es capaz de suturar
la herida que sangra

el deseo de alunizar