Una mujer camina descalza
por la calle. Ella sabe hacia dónde se dirige, pero nos niega toda posibilidad
de comunicarnos, a nosotros, ¾que la vemos pasar por la calle arrastrando su escoba¾
que a esta altura de su vida somos los únicos testigos, involuntarios, de su
tránsito mundano.
Arrastra una escoba con la
que intenta barrer los rastros que ha dejado su amante, ella está segura de que
así él no podrá regresar sobre sus propios pasos.
La mayoría cree que está
loca, creen que la escoba es signo de otras cosas: de brujería, de pobre ama de
casa, de manías de limpieza. Se divierten diciendo que un día la montará y
saldrá volando. Ella en cambio está hastiada de vivir una vida de ama de casa,
de ser pequeña bruja doméstica. Cada tanto saca sus hechizos a relucir, pero no
hacen caso. La escoba no vuela.
En el fondo de su casa
muchas veces lo ha intentado: ha hechizado la paja con artilugios caseros y
luego ha montado, pero nada. La escoba no quiere viajar lejos ni cerca y eso es
una verdad que con el tiempo se ha convertido en certeza para ella. Como
también lo es el hecho que sus últimos hombres la han lastimado fuertemente en
el rostro, el que muchos aseguran haber visto bello hace mucho tiempo.
Camina con una jauría de
perros que la siguen como si fuera un cortejo, mientras ella, con su pañuelo en
la cabeza alucina que es la novia del año y que saldrá en las revistas de moda:
por su cara, por su pañuelo en la cabeza, por su vestido. Algunos la vieron el
viernes santo prender velas en la ventana y no supieron lo que pasaría. Claro,
creyeron saber que como nosotros, la mujer de los perros, del pañuelo en la
cabeza, estaba festejando la resurrección de Cristo, ¾a punto de
festejarla¾.
Nunca imaginaron que su
cansancio era grande, ni que su mundo se estaba achicando, tanto...tanto, que
no encontró mejor modo para pasar el tiempo que mirar el fuego de frente, cosa
que por supuesto no debe hacerse, sobre todo en días viernes.
Ella no tuvo toda la
claridad, pero creemos que algo tuvo, cuando fue hasta el fondo de la casa y trajo la escoba para barrer las hojas.
Ella dijo: ¡Las hojas! ¾y
suspiró largamente¾ ¡Qué
las hojas secas del otoño traen mala
suerte!
Alguien que pasaba la
escuchó susurrar mientras hacía como que barría el frente: Que las hojas atraen a hombres que hacen daño, por fuera y por dentro:
Que con el tiempo lo mismo da un corazón roto que una mano rota.
Dicen que el día, que por un
rato la internaron en el loquero, el médico diagnosticó neurosis. Dicen que se
escapó y volvió a su casa, a sus perros. Neurosis: instinto de repetición hasta
el cansancio. ¡Eso!: Cansancio con mayúscula, le agarró justo en viernes santo,
de tanto ver a ese pobre hombre todo agrietado, rasguñado y arrastrado año tras
año. Entonces, tuvo una visión y creyó entender todo de una vez: entendió que
ese hombre era ella, que ella era ese hombre, que coronado con espina
sacrificaban cada tanto. A ella le pareció que lo sacrificaban demasiado seguido.
A ellos los años se les vinieron encima todos juntos. A corta distancia en el
tiempo se hallaba el sacrificio anterior, según dijo, la loca de los perros.
Parece que a causa de ese
mal creciente todo se confundió dentro de su mente, de su corazón, de una forma
tan grosera, que se hizo un pico
altísimo sobre el nivel del mar, como cuando se forma una montaña nueva, solo
que dentro de su ser y en aquella altura las orillas de las realidades se deshilacharon
abruptamente. Desesperada le quitó las espinas que tenía ese hombre, en su
frente, en su cuadro, en su cocina. Había visto tantas veces lo mismo que
estaba familiarizada con el dolor, el del hombre, el de ella.
La loca de los perros se
puso las espinas que un momento antes
tenía el hombre y con la vela en la mano lo coronó de flores, unas flores que
flotaban en la batea de la cocina, que se habían despegado de un plato pintado.
Solo entonces estuvo segura de haberlo librado de tantos años encuadrado, en el
mismo crucifijo.
Ella, la
vela y la corona de espina caminaron hasta el fondo de la casa en busca de la
escoba.
Los perros
ladraron, pero la gente estaba acostumbrada a que los perros ladraran en el
fondo de la casa, porque siempre los hacia pasar y les daba comida. Quizás, el fuego de la vela no fue
suficiente para calmar el dolor que produjeron las espinas en su cabeza, el
dolor de ser otra mortal más, inapropiada a los efectos de encarnar el misterio
de la resurrección.
Ella creyó
con absoluta claridad que si salvaba al flaco del rutinario calvario,
finalmente saldría en las revistas,
aunque no fuera en la parte de los vestidos de novia y montó su escoba que, por
fin hechizada, se hizo a volar.
Ella debe
haber creído, que era eso lo que estaba pasando cuando la paja de la escoba
ardió.
Los que
vieron el cadáver carbonizado no. Ellos, sólo dijeron, que la loca de los
perros se había quemado en el fondo de la casa, y que los bomberos fácilmente
habían extinguido las llamas.
Al día
siguiente se escucharon improperios cargados de enojo. Reclamaban indignados,
los que veían pasar a la loca de los perros, porque no habían logrado conciliar
el sueño durante esa noche a causa del perturbador aullido. Esa noche de
viernes en que algunos sacrificios absurdos... por fin cesaron.↑
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