HISTORIA CIRCULAR
La imprenta no era el único comercio que estaba
en esa cuadra, también había una zapatería, “La Atracción”, cuyo gerente era la
Señorita Rodríguez; mujer con quien tuve una buenísima relación y con quien
compartimos la preocupación al ver nuestra calle sin personas que la
transitaran y por consiguiente, sin clientes que consumieran nuestros
productos. Otros vecinos habían construido en la misma avenida; los Maurín, los
Sarmiento, los Ibáñez, gente de bien y de buen nombre que estaba dispuesta a
colaborar siempre que se les pidiera. Entonces, se me ocurrió organizar un
desfile de carruajes, después de todo y por intermedio de la imprenta tenía
muchos contactos a los que podía apelar para los asuntos organizativos.
Tenía muchos amigos en la curia porque en una
época había sido secretario del Arzobispado de Audino Rodríguez Olmo y allí
había conocido a mucha gente muy vinculada. También conocí al padre Juan
Galante, ordenado sacerdote en 1963, de quien fui muy amigo durante toda la
vida. Hallándome ligado a la Acción Católica fue que propuse a los colegios
privados y a otros a los que estaba vinculado por la tarea de la imprenta la
idea de presentar carruajes alusivos a la primavera. La propuesta fue muy bien
tomada por distintos sectores de la sociedad.
Hicimos un evento que convocó a gran parte de la
sociedad juvenil, pero la idea de realizar un acto público y festivo tenía
también como objetivo borrar del recuerdo que los ciudadanos tenían “antes del
terremoto”: que esa zona de la ciudad era usada para cuestiones fisiológicas.
Entre una cosa y otra se fue conformando una gran fiesta de la primavera, que
tuvo como escenario la nueva avenida que se acababa de inaugurarse. Logramos
que la gente rompiera el prejuicio de pasar por esa parte de la ciudad.
Nosotros ganamos clientes nuevos para nuestros comercios y las personas ganaron
un tramo más de tierra, que aunque les pertenecía totalmente como el resto de
los lugares público.
La costumbre, anterior al terremoto no permitía
que se transitara por ahí, aún, luego de haberse edificado con las nuevas
normas impuestas por el Consejo de Reconstrucción. Trabajó mucha gente unida
para esa fiesta de la primavera. Rápidamente se conformó una “comisión
organizadora”, de la que fui nombrado presidente. Nunca me gustó ocupar ningún
lugar de mando, pero dado el caso acepté. Inmediatamente, la Señorita Rodríguez
se adjudicó el título de colaboradora principal. Ella era una mujer hermosa,
vino desde Buenos Aires por razones que siempre desconocí. En los años
cincuenta no era sencillo encontrar a una mujer al frente de un comercio y menos
en calidad de gerente; ella lo fue y en el transcurso de los preparativos
entendí porque estaba dónde estaba.
Charlando, al final de un día de trabajo sobre
cuál sería el plan que deberíamos seguir para que nuestra fiesta resultara un
éxito rotundo, la Srta. Rodríguez propuso solicitar una audiencia con el
gobernador. El Sr. Américo García fue un hombre prospero y dado a poyar toda
actividad que propendiera a la cultura. Su actividad me era un poco
indiferente, dado que por mi ocupación estaba absolutamente abocado a mi
imprenta; no sabía de muchos detalles que los otros vecinos sí conocían, en
especial la Srta. Rodríguez. Ella me anticipó una publicación del diario
Tribuna en la que se especificaba la voluntad del Gobernador; en un mensaje que
dirigió a la Legislatura de la Provincia en el momento de su asunción en el que
decía que: “más que representantes de un partido político, lo somos de todo el
pueblo de la Provincia, con el compromiso de servir al pueblo... y para ello el
desarrollo de la cultura será otro objetivo fundamental bajo nuestro gobierno.
Entendemos que la convivencia que necesitamos no se compone de garantías
jurídicas, sociales y políticas, sino debe apoyarse en el respeto efectivo de
todas las manifestaciones espirituales del hombre, su capacidad de creación, su
anhelo de conocimiento, su fe religiosa y la intimidad de su vida privada...”
Tan férrea era la voluntad de ese hombre en su
afán de apoyar a la cultura que había creado la Dirección General de Cultura de
la Provincia. Luego de exponer estos antecedentes, la Srta. Rodríguez propuso
pedir una audiencia para solicitarle apoyo al gobernador. Así fue como a la
semana siguiente estuvimos sentados en la sala de atención de la Casa de
Gobierno; la Srta. Rodríguez y yo, a la espera de que Américo García nos
atendiera. Le estrechamos la mano y le expusimos lo más entusiasta y
alegremente posible nuestro plan de Fiesta de la Primavera. Él estaba muy
contento de conocer nuestro interés social y por supuesto nos brindó total
apoyo; a punto de retirarnos, cuando la reunión ya parecía haber culminado, la
Srta. Rodríguez le pidió que nos apoyara de alguna manera económica; el
Gobernador respondió que le era imposible en ese momento por no hallarse en las
arcas dinero disponible. Ella, muy rápidamente le repuso:
—Entonces, háganos un aporte de sus finanzas
particulares, al fin y al cabo, además de Gobernado usted también es vecino de
la capital de la ciudad, y en todo caso luego se lo factura al gobierno.
Él accedió, con la mayor sorpresa de mi parte y
creo que también con la del Gobernador, salimos de allí con un cheque que
autorizaba el pago de la suma de 250.000 pesos de la cuenta personal de Américo
García; destinados a organización y premios. Caminábamos, luego de la reunión
con el Gobernador, a un metro del piso de la alegría que teníamos. La fiesta se
hizo finalmente y los colegios presentaron carruajes. Participaron diez mil
estudiantes; por intermedio de la Curia invitamos a todos los colegios
católicos, y por intermedio del Gobernador a todos los colegios estatales.
Extendimos la invitación también a Mendoza y a San Luis, desde donde llegaron
otros tantos carruajes con sus alumnos a participar en la Fiesta de la
Primavera.
Los títulos del diario Tribuna dijeron: “La
Fiesta de la Primavera sanjuanina ha despertado a los cuyanos”. Desde la calle
9 de Julio hasta la calle 25 de Mayo se ubicaron los carruajes. Cuadras y
cuadras de chicos jóvenes bailando y conversando en la calle. Los carruajes
fueron hechos con laborioso esmero y fue difícil asignar los premios. El primer
año ganó el primer lugar un camión de doble acoplado, tapizado con césped, en
el fondo había un verde sauce, y detrás una cascada accionada por una bomba, en
el centro de la cascada había una oveja con la pastorcita. El título del
carruaje que ganó el premio decía: “Primavera de Otro Siglo”.
Otro año el ganador del primer premio fue la
Escuela de Arte y Oficio de arquitectura que presentó otro carruaje. “El cóndor
siempre vuela hacia las alturas”. Había un cóndor y unas nieves recreadas que
parecían verdaderas. Nuestra alegría era indescriptible, porque no podíamos
creer hasta dónde había llegado nuestra pequeña idea al querer fomentar el
tránsito de la gente por el lugar. Nos iluminaron la avenida con lamparitas de
colores y la Municipalidad colaboró intensamente aportándonos personal y una
donación de la bebida gaseosa Nora, toda una novedad en esos días, que mantuvo
hidratados y felices a los diez mil estudiantes y público en general que se dio
cita para ver el desfile de carruajes.
El primer año tuvimos un gran conflicto con las
autoridades, porque, cuando llegó el día de la entrega de premios nos vimos
enfrentados a un gran problema protocolar. Nosotros éramos vecinos comunes que
poco sabíamos de afrentas políticas, mucho menos de los tratos que había entre
ellos. Cursamos las pertinentes invitaciones a los dueños de los comercios de
la zona, y a las autoridades para que formaran parte del palco oficial y
participaran de la ceremonia de entregara de los premios. Sucedió que entre el
Gobernador y el Intendente había una enemistad política de gran volumen y
prensa. En ese tiempo el intendente había creado una cochería fúnebre municipal
de forma inconsulta al gobernador, por lo cual y sobre todo el intendente, a la
sazón el Dr. Alfredo Avelín nos dijo:
—Muchachos, iría de mucho gusto, pero no lo
haré. Los voy a apoyar pero no iré porque estoy peleado con el gobernador.
La señorita Rodríguez, rapidísima, le dijo:
—No señor, le vamos a hacer un palco especial
para usted, porque nos a colaborado con tanto afán como lo ha hecho el
Gobernador —así hicimos—.
El día de la fiesta hubo dos palcos oficiales;
en total hubo siete palcos, todos cedidos por el intendente, lo que facilitó
mucho la tarea de evitar que se vieran las caras. De esa forma pudimos contar
con la presencia de las máximas autoridades y con el público en general, que,
conforme con lo esperado dejaron atrás las viejas costumbres y rehabilitaron el
nuevo espacio citadino. Ahora iluminado con lamparitas que permanecieron colgadas
en la calle por un largo tiempo.
SUS MANOS
A veces la narración aparece como un juego
equívoco.
A lo largo de mi vida muchos acontecimientos me
invitaron como observador preferencial de escenas cotidianas, muchas de ellas
verdaderamente desopilantes. Quizás no importen las respuestas; de cualquier
modo, algunos hechos sucedieron sin efectismo, sin aparentes clamores; pero
cuando ocurrieron fueron una fuente de inspiración que me abrió paso hacia
profundas cavilaciones sobre ciertas sutilezas de la vida. Humor sin sarcasmos,
paradojas. Sólo la vida sabe pronunciar momentos así. Como ese día en el que, el
timbre del portero eléctrico sonando a las siete menos cuarto de la mañana me
despertó sobresaltado y acudí a la puerta de calle envuelto en mi bata. Sus
ojos lloraban aunque ya era un varón grande. Las cosas no debían ser de juego.
Lo llevé a mi casa, lo hice pasar y le invité una taza de café, mi mujer se
presentó en la sala a preguntar:
—¿Qué pasa, qué le pasa al muchacho?
—¡Se ha muerto el Tata, don Benito! —respondió
con la mirada extraviada—, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Así tomé conocimiento del motivo que lo había
traído a mi casa tan temprano esa mañana.
El “Tata” era don Segundo Olmos, un hombre
grandote, buen mozo para ser hombre de campo que vivió en una casita humilde de
adobe, cerca de Campo Afuera, una zona bastante retirada de Albardón, que se
ubica lejos de la Capital de la provincia. Lo conocí en el tiempo en que me
compré la finca. En la imprenta nos estaba yendo bien. Siempre he creído que es
bueno, cuando se tiene un peso de más, invertir en una actividad que
diversifique las ganancias y las posibilidades. Así, cuando alguna de las
actividades decae, ya sea por un problema estacional o por cuestiones de
mercado, uno sigue teniendo trabajo en las otras. Por esa razón, siendo dueño
de imprenta compré una finca. Por eso también, tuve una fábrica de cajas de
pizza. Por eso tuve una fábrica de papel higiénico y acepté ser agente
I.A.T.A., por eso puse una agencia de seguros. Negocios temporales, cinco años,
diez años... no más. Se aprende un poco de todo y de paso se aprovecha la estructura
que da estar en la calle, tener contactos con los bancos, conocer a las
personas de cada ciudad.
Segundo Olmos era capataz en la finca y
organizaba cuadrillas en la época de cosecha. ¡No era fácil manejar ciento
cincuenta personas, no señor! Hombres, mujeres, jóvenes, personas que provenían
de países limítrofes, todos llegaban en la época de cosecha. Él lo lograba
hacer, por eso muchos lo buscaban, por eso lo busqué yo. Pasaron como quince
años o tal vez más del primer encuentro, supo venir muchas veces a comer a mi
casa, en cambio, yo a la suya nunca fui. Estuvimos reiteradamente en el campo,
a la vuelta del fuego preparando un asado, pero en la finca, con los peones o
con la cosecha, en su casa nunca. Cada vez que venía a la ciudad, generalmente
a comprarse ropa, porque era muy galán el hombre y le gustaba mucho la vida
nocturna, pasaba por la imprenta a saludarme, a mostrarme lo que había
comprado; lo invitaba a almorzar y compartíamos un rato de charla. Nos hicimos
amigos. El que tocaba el timbre a las siete menos cuarto era el hijo de
Segundo, Ramón Olmos. Hijo extra del capataz, aunque también tenía otras dos
hijas, también extras con otra mujer. De todo eso, estaba enterado por los
vecinos, porque él siempre me dijo que vivía solo en la casa de adobe, cerca de
la finca. Ramón Olmos, trabajaba en el ferrocarril, estudió unos años mecánica
en una escuela técnica y después consiguió trabajo, era un muchacho lindo como
el padre, corpulento y bien dispuesto. Tenía la cara aindiada y los ojos
claros. Dicen que algunos indios descendientes de huarpes tenían los ojos
claros, este era un caso de esos. Apenas abrí la puerta se me echó encima
llorando, me pidió ayuda para hacer los trámites del hospital, de la morgue,
del sepelio.
—Por supuesto —le dije.
En la sala de la casa, luego de tomar café y
tranquilizarlo charlamos sobre los últimos detalles de la vida de Segundo
Olmos. Hacía tiempo que no lo veía y por eso no me enteré de su enfermedad, que
amén de haber sido muy rápida, lo tenía en el hospital desde hacía veinte días.
Nadie me había avisado. ¿Cómo iba a saberlo? Era otoño, hacía mucho frío, me
abrigué y partimos con el hijo del Tata a observar los detalles de rigor. En la
funeraria municipal me encontré con un amigo, el “Negro Arancibia” a quién le expuse
la situación. Nos hizo un buen precio por los trámites y el cajón y, quedamos
en que cuando estuviese todo listo en el hospital nos comunicaríamos para
llevar al difunto hasta la casa en Albardón, donde sería el velorio. Tuvimos el
primer percance de esa noche, el médico no aparecía, había cambiado la guardia
y encontrar a la persona que hizo el certificado para que pudiéramos retirar al
difunto se volvió un asunto complicado. Una mujer lloriqueaba junto a nosotros
en el hospital, pero viendo que el hijo de Olmos no le prestaba la menor
atención, deduje que debía tratarse de otro fallecido a cuenta de quién lloraba
esa mujer. Me despedí del muchacho y me comprometí a esperar en casa que él
resolviera ese paso, luego volvería para acompañarlo hasta el servicio fúnebre
municipal para terminar con los trámites. Así lo hicimos, a la una de la tarde
volvió a sonar el timbre del teléfono, hablamos y me dirigí raudamente hacia
allí. Quedamos en vernos por la noche, cuando terminase con el trabajo de la
imprenta. Mientras tanto el furgón iría con "los muebles" hasta el
hospital y luego al domicilio del hijo donde sería el sepelio. Tarde, a la hora
de la cena, nos preparábamos con mi mujer para asistir al velorio, para
acompañar a Segundo Olmos en los últimos momento de su vida en esta tierra
cuando sonó el teléfono y Ramón Olmos me preguntó si conocía el motivo por el
cual el furgón con el fallecido no había llegado aún al domicilio, donde
familiares y amigos lo estaban esperando reunidos para el velorio.
¿Saber? No sabía nada, no tenía ni la menor idea
de lo que podría haber ocurrido; hacia la agencia fúnebre municipal partí,
ahora acompañado por mi mujer para averiguar los motivos que ocasionaban la
demora. Arancibia, encargado de la funeraria, ya no estaba, en su lugar otro
hombre cumplía sus tareas. Le enseñé la boleta en donde se detallaban todos los
montos pagados y todas las indicaciones dadas. El nuevo encargado, hizo llamar
a los chóferes y los interrogó. Ellos, humildes y asustados explicaron cómo habían
llevado al muerto a la casa de la mujer, que con todo gusto se había ofrecido a
acompañarlos e indicarles el camino.
—Era en Campo Afuera Jefe, no conocemos las
calles de ese lugar —comentó uno de ellos—.
Concluimos en que nos habían robado al muerto en
nuestras propias caras. El jefe se puso bravo y los increpó a los gritos.
Debían retirar el muerto del domicilio equivocado y trasladarlo al lugar
descrito en la factura, de lo contrario, perderían sus puestos por imbéciles.
Le avisé las novedades al muchacho y quedamos en vernos en su casa en una hora
más. Le propuse acompañar el furgón para observar que todo se hiciera bien y él
aceptó. En la oscuridad de la noche el furgón marchaba adelante y nosotros
detrás. Mi auto zigzagueaba por unas callejuelas de tierra que nunca en mi vida
había visto, sólo el aullido de los perros cortaba la helada que estaba cayendo
esa noche. Llegamos al rancho donde habían dejado equivocadamente al muerto;
allí bajamos los hombres y yo. Mi mujer puso seguro y esperó sentada en el auto
el desarrollo de los hechos. En la inmensidad de la noche un farol en la mano
de un hombre campestre apostado en la entrada de la propiedad nos prohibía el
paso. Los chóferes se violentaron inmediatamente, porque las amenazas de
desocupación aún pendían sobre sus cabezas: perderían el puesto si no lograban
cambiar al muerto de lugar.
—De aquí no sale nadie —gesticuló embravecido el
hombre con el farol—.
—No vaya a ser cosa que termine habiendo más de
un finado —agregó—.
Pero los chóferes no se dejaron intimidar, y a
empujones se abrieron paso hacia el interior del rancho, me colé entre las
sombras que ellos dejaron para mirar la situación. La mujer que llorisqueaba en
el hospital, ahora estaba vestida de negro oficiando de viuda. El velorio estaba
a pleno, las hijas, con sus respectivos maridos ubicadas a cada lado del cajón
y junto a los amigos cercanos formaban ronda alrededor del féretro. Algunas
velas humeaban en los candelabros. Me sorprendió que no se prendiera fuego pues
el techo de caña y palos se encontraba a corta distancia de las llamas. En el
medio de la discusión se hallaban los chóferes con los deudos cuando tuvieron
lugar dos hechos al unísono. Por un lado, en una moto descangayada y ruidosa
llegó hasta el frente de la puerta donde estaba desarrollándose el velorio el
otro hijo extra, el que me había ido a buscar en la mañana. Ramón Olmos bajó de
la moto y se prendió en la discusión que a esa altura ardía tanto como el
fuego. Comenzaron a forcejear por el cajón. El espectáculo se tornó desopilante
y se fue aturdiendo entre gritos y llantos. Por otro lado, un hombre se acercó
y me habló con discreto disimulo, me increpó con su cuerpo a retirarme hacia un
costado de la habitación; unos bigotes amarillentos y enroscados hacia arriba
enmarcaban su cara. Era ex Juez de Paz y me habló seriamente sobre el peligro
que representaban los cuchillos.
—Cada uno de estos hombres, sobre todo los
maridos de las chicas, tiene un cuchillo en la cintura —me los señaló con
ademanes que indicaban la zona de los riñones—.
—¡Está jodida la cosa mi amigo! Yo lo conozco a
usted, mejor agarre su auto y váyase —eso me dijo—.
—No puedo irme dejando ese muchacho solo acá, a
pelear por el muerto después de haber pagado todos las costas —le contesté—.
—Entonces, hagan la denuncia en la policía y que
sea ella quien venga a poner orden, porque si no, aquí van a irse sumando los
muertos —fueron sus últimas palabras antes de retirarse—.
Estaba observando el panorama mientras meditaba
unos momentos las palabras del ex Juez, cuando la pelea por el cajón se fue de
las manos, o mejor dicho ya estaba totalmente en las manos. De un lado la viuda
y las hijas forcejaban para dejar el cajón en el sitio y del otro los chóferes
y el hijo tironeaban para acarrearlo hacia el furgón, que en marcha, esperaba
en la puerta. A punto estaba de acercarme al muchacho para intentar
persuadirlo, cuando el finado se fue, con cajón y todo, al piso. El llanterío
de las mujeres se desbordó totalmente. Los guitarreros interrumpieron la música
que a pesar de las peleas aún no se había detenido y se pusieron de pie
rápidamente. Los maridos sacaron los cuchillos y todos los que estábamos en
este otro bando comenzamos a retroceder. Me acerqué un poco al muchacho y
tomándolo del brazo le dije todo lo aconsejado por el Juez de Paz, le expuse
rápidamente el asunto de la policía y por suerte accedió.
Allí nos dirigimos, escoltados por el furgón
fúnebre de la municipalidad que traía a dos empleados, casi despedidos; cuando
estuvimos frente a la puerta de la comisaría me despedí del muchacho hasta el
otro día. Fue la policía quien transportó el féretro hasta la casa del hijo de
Olmos, donde otra viuda y otro cortejo lo esperaban para velarlo. Los músicos
eran amigos del finado, y sin que nadie los invite, se apersonaron en el otro
velorio pidiendo un par de sillas y unos vasos de vino. Reanudaron la
guitarreada trunca y nadie se los impidió.
Los últimos rayos de sol se escondieron tras los
cerros cuando llegó el momento de la sepultura, a pie, cargando el cajón con
una soga a falta de algunas de las manijas, acarreamos el féretro hasta el
cementerio cercano. Al sepultarlo las cosas fueron más calmas, aunque después
de tanto forcejo, al cajón se le notaba la ferocidad de la noche, le faltaban
manijas y se había astillado en un costado, por el hueco se podía ver la pierna
del fenecido. Segundo Olmos con todos esos pedazos menos, fue a parar a donde
todos vamos al final de la fiesta.
RARAS MONTAÑAS
La forma en que algunos elementos diversos se
enlazan constituye un conjuro incierto; también para quién lleva a cabo el
enlace; sólo a la distancia mental, óptica, física, puede comprenderse cierto
juego de encastre. La perspectiva que dibuja la forma realiza un recorrido
azaroso, que parece azaroso, bajo el cual se perfecciona una invisible línea de
puntos.
1993.
—¡Este país se hunde, donde Benito, se hunde! Yo
sé porque lo digo. Viajo por todas las provincias visitando gente y le digo, le
aseguro, que no da para más. No sé qué vamos a hacer con las cosas como están.
Cada vez cuesta más vivir, los precios se van para arriba. ¡Hay pobreza en
todos lados! En el norte, ni se imagina, la gente vive como si fueran indios
nomás. No crea que exagero. Usted está bien porque con esto del terremoto la
pegó. ¿No me diga que no le vino bien que “terremoteara” en este lugar? Usted y
unos cuantos más se pararon para toda la vida con la cantidad de créditos que
les dieron. El resto de las provincias están iguales que siempre. ¡Nada de
reconstruir, don Benito, nada!
—¡Eh! No todos han tenido la suerte de los
sanjuaninos que les venga un sacudón y les tire todo al piso.
—Seguro que ustedes piensan que les pasó lo peor
que les podía pasar; seguro que creen que quedaron sin nada, que tuvieron que
empezar de cero, pero no tienen conciencia de la suerte que tuvieron. Ustedes,
sí que tuvieron suerte, les dieron un montón de plata, pesos recién hechitos.
¡Uno arriba del otro! Para que se hicieran casas nuevas, para que se compraran
máquinas. A los demás no nos dieron nada. Yo le aviso que sino fuera porque a
mí, la fábrica me contrata directamente y me paga en dólares el sueldo, no me
quedo ni loco a vivir en la Capital. Está cada vez más peligroso, en cambio
aquí, mire nomás las calles asfaltadas, si está quedando todo hecho una
pinturita con esa historia de la Reconstrucción.
Eso me exponía el señor Herbert Smith, en un
lenguaje coloquial, porteño y elegante. Él era descendiente de ingleses,
portaba la estirpe de un tipo fino y elegante a pesar del paso de las
generaciones; le gustaba mucho el whisky. Era el viajante de la National Paper
Typer, una empresa inglesa que nos vendía algunas las máquinas para la
imprenta. Me visitaba permanentemente, cada cuatro meses más o menos me venía a
ver. Revisaba los faltantes y le hacía el pedido. Él también veía a otros
dueños de imprenta de la provincia.
A todos nos proveía de tintas o de máquinas,
claro que no comprábamos máquinas tan a menudo, pero las cosas iban bien y en
algo tenía razón el inglés, los créditos nos beneficiaron mucho después del
terremoto; pudimos construir el edificio de la calle Rojas, renovamos todas las
máquinas y compramos juegos nuevos de tipografías. Aunque era viajante y andaba
en su
Ford azul vestía como un dandy el tipo,
impecable siempre. Tenía un peine de carey que apenas asomaba del bolsillo del
pantalón, muy coqueto se lo pasaba a cada rato por la melena.
Me visitaba en la mañana por la imprenta, lo
recibía en mi oficina, algo hablábamos ahí de lo que estaba faltando, de cómo
iban las cosas... pero las charlas que valían la pena las teníamos de noche. Lo
invitaba a cenar al restaurante del Hotel Nogaró y se nos hacían las tres o
cuatro de la mañana charlando; como el tipo iba por todos lados yo aprovechaba
para preguntarle. Me gustaba escuchar las historias de viaje que tenía para
contar, también me daba detalles sobre cómo estaban trabajando en Mendoza y
sobre todo en Buenos Aires, que siempre fue una referencia importante en
materia de imprenta.
Esta vez que me visitó fue decisiva, porque yo
venía considerando un negocio en mi mente, no lo tenía tan claro, pero inquieto
como soy esa idea no me dejaba dormir. El dueño de la pizzería París me había
preguntado dos veces si me animaba a hacerle cajas de pizza. Como animar me
animaba, pero hacía falta una maquina troqueladora que cortara el cartón. Ya me
la había presupuestado Mr. Smith, pero comprarla nueva era carísimo, diría
imposible para nuestra economía del momento, con préstamos y todo era
imposible. Aún así la curiosidad no me dejaba tranquilo, quería probar. Lo hice
torpemente en mi taller: adapté una máquina impresora bastante antigua marca
Minerva que había quedado atrapada en el derrumbe cuando el terremoto. Tomé esa
máquina y la transformé en troqueladora para hacer cajas de ravioles. La
pizzería Mazzizi, se ubicaba en San Luis y Mendoza a una cuadra de la plaza central
y vendía muy bien. La gente iba al centro, hacía compras, paseaba, o lo que
necesitara hacer y al final se tomaba un vaso de gaseosa Nora con una porción
de pizza.
Los dueños de esa pizzería eran dos hombres muy
trabajadores; tenían un problema con las compras de cajas, porque para
conseguirlas la única opción disponible era pedirlas a Buenos Aires, donde no
les vendían por cantidades menores a cinco mil cajas. Teníamos mucho contacto
por los talonarios de facturas que les imprimíamos, sin mucho preámbulo un día
cualquiera surgió la idea. Vi la necesidad y, junto a la posibilidad que yo
tenía, cuajó perfecto el momento de concretarla. Empecé haciendo cajas de
cartón para ravioles, luego seguí con cajas de pizza. Hice hacer unos troqueles
especiales y la aplicación de la fuerza de la impresora generaba el corte. El
negocio prosperó y decidí comprar una máquina. Herbert Smith me vendió, usada
pero en excelente estado, una Magnus de ochenta toneladas. La troqueladora
había sido de un señor Pignloi. Ese negocio duró muchos años, gané mucha plata
con eso porque yo les vendía de trescientas o seiscientas unidades y a los
comerciantes chicos les convenía. Veían la diferencia y algunos que no estaban
usando cajas porque directamente no podían comprar por cantidad en Buenos
Aires, implementaron el uso con diferentes formas. También hice hacer un
troquel especial para un turco que vivía en la montaña.
El árabe tenía una fortaleza allí, arriba de
todo el mundo con harén incluido. El tipo hacía cera de retamo. La exportaba
como producto de belleza a Rusia. Me vino a ver porque le exigían que el
producto estuviera en cajas para poderlo sacar del país. Su necesidad era muy
especial:
“unas cajitas pequeñas y primorosas”. Él
entregaba el producto que ya vendía con grandes ganancias, envuelto como sigue:
metía una pasta envuelta en papel dentro de una bolsa de terciopelo. Pero las
exigencias habían cambiado con el nuevo gobierno, ahora le pedían algo que
pudiera ser etiquetado; entonces, una caja era la única salida. Nos fuimos
haciendo amigos, después le hacíamos las cajas y las etiquetas en color verde
oscuro biseladas con una línea dorada y otra blanca; le redactamos un texto muy
sobrio sobre las bondades de los productos naturales; al turco le encantó,
elegantes, muy elegantes quedaron.
Cada vez que bajaba de la cordillera me insistía
para que fuera al campamento. Yo no podía por diversas razones; había pedido el
crédito al Banco Hipotecario para pagar el edificio y otro crédito para comprar
unas máquinas automáticas para la imprenta. Estaba endeudado hasta la
coronilla. Si no trabajaba de sol a sol me fundía. Una de esas veces en que
bajó de la montaña el árabe me encargó etiquetas para terminar un embarque. Los
días pasaban y no las venía a buscar en tiempo y forma; aunque me las había
dejado pagas y todo. Decidí ir.
Le pedí prestado el Jeap a mi hermano, el
médico. Con dos de los mapas que el turco me había dejado dibujados a manos
alzada indicándome el camino emprendí el viaje. Era lejos, la región se ubicaba
entre Calingasta e Iglesias, muy alto en la cordillera. Me había advertido que
no me perdería porque cuando ya no supiera qué hacer, aparecerían unos hombres
que me acompañarían hasta su casa. Así fue. Subí todo lo que el mapa indicaba;
a lo lejos se veía un rancho. Al acercarme observé que mi apreciación era
errónea, no era un rancho sino una garita, dos tipos dentro y una camioneta,
camuflaje de guerra tenía el vehículo. Me interrogaron por mi nombre y con
comunicación privada consultaron mi entrada. Sentí un poco de resquemor al
hallarme tan solitario en la inmensidad de la montaña... ¡Cercado por esos
hombres!
Pase, por favor. Nosotros lo guiaremos —dijeron
muy atentos los baqueanos—.
Seguimos subiendo, hacía bastante frío y no
llevaba suficiente abrigo. El turco me esperaba en la puerta; parado como
patrón de estancia y envuelto en un abrigo de cuero de guanaco que le llegaba
hasta los pies. Al saludarlo, el olor del abrigo me chocó en las fosas nasales.
Me reprochó no haberle avisado de mi viaje, evitando así que me esperase con
mejores atenciones. Era mitad de mañana, hacía frío, yo había salido antes del
amanecer de mi casa; me invitó comida y se la acepté gustoso.
En medio de la nieve de la alta montaña, él
tenía un fortín. Una fortaleza con pabellones, gente apostada vigilando y
tanques comprados después de la segunda guerra mundial, el estado delataba la
data. Entramos a un interior muy confortable, en el centro había un hogar
gigantesco, alrededor se distribuían almohadones en el piso y sillas muy bajas.
Me invitó un licor, lo recibí. Golpeó las manos en señal de pedido y al ratito
llegaron a la sala chicas con bandejas llenas de masas, confituras y comidas
turcas; las dejaron y se retiraron. Después volvieron pero sin bandejas, eran
unas pendejas, no sé de dónde las habría traído, parecían personajes del cuento
de Aldino, todas con ropa muy provocativa, de velos transparentes, me ofreció
tomar cualquiera como acompañante. Yo me rehusé categóricamente. Estaba allí
por negocios, solamente.
El almuerzo fue tan generoso como la bienvenida,
varias mujeres vestidas con ropas árabes nos acompañaron. Me costó comer porque
aun estaba satisfecho con la comida anterior, pero comprendí que el anfitrión
se ofendería si rechazaba su generosidad. Charlamos mucho, me mostró todas las
instalaciones, me sorprendió enormemente el despliegue del lugar. Antes del
anochecer decidí volverme. El tipo se enojó porque esperaba que me quedara por
lo menos una semana para disfrutar de los agasajos que su cultura estaba
obligada a brindarme. No podía quedarme. Mi familia y la imprenta pudieron más,
me excusé. Se emperró en acompañarme un tramo en la bajada y así anduvimos, él
en su tanqueta y yo en el Jeap de mi hermano hasta llegar a Iglesias. El turco
deshizo el camino hacia arriba, yo hacia abajo.
Dejé de troquelar cajas cuando abandoné el
trabajo en el subsuelo. El pedido de mis hijos luego de tantas sugerencias
amorosas tuvo tono obligatorio. Finalmente accedí, dejé de trabajar. Ellos
insistieron tanto con mi edad, con los años trabajados, que no tuve más remedio
que darles en el gusto y abandonar la actividad.
SILENCIO FORZADO
Agustín De la Fuente ha llegado todas estas
veces queriendo entrevistarme por lo que pasó después del terremoto, debe creer
que no lo noto, debe creer que aquel día en que lo vi por primera vez y le pedí
que escribiera en un papel su nombre y apellido, su teléfono, su profesión, sus
señas particulares, ese día debe haber pensado que estaba senil, que mi vejez
aparente no me daba ya la chance de retener datos como esos. Tal vez sí, tal
vez no, el hecho no reviste particular importancia contando que de esos datos
se desprendió, como efectivamente se desprendió, un meticuloso estudio
grafológico a partir de su caligrafía. Supe de ese joven tanto como quizás
llegue a saber él mismo de sí; su personalidad, sus temores, sus debilidades y
fortalezas. Hoy le tengo preparado los escritos que pude encontrar sobre el
terremoto, sobre la línea que se dibujó en mi mente histórica.
—Pase, llega antes de tiempo —observé—.
—Sí, pero son solo cinco minutos, si quiere
vuelvo enseguida o espero afuera —se disculpó el joven—.
—No sea tonto, era un comentario nomás. Le tengo
algo que seguramente valorará en su calidad de historiador, porque supongo que
a eso se va a dedicar.
—Sí, claro —dijo De la fuente— luego de tantas
expectativas fallidas, ya no demostraba mayor entusiasmo.
Como ya se habrá dado cuenta la política no me
gusta. En los tiempos en que mi padre fundó la imprenta, unos años más tarde
hubo un diario. Hubo muchos, algunos eran vespertinos y otros matutinos,
algunos salían como semanarios y otros como periódicos. Pero ésa época era
turbulenta y tener un diario, sobre todo para los políticos era vital, ahora le
explico porque: como cada quién defendía sus ideas a punta de pistola, las
opiniones eran muy fundamentadas y... hasta heroicas le diría yo. Cuando mi
padre se enfermó tan gravemente y tomamos las riendas de la imprenta nos llevó
mucho tiempo acomodarnos. Un día, ordenando papeles de mi padre encontré un
diario viejo guardado. Le pregunté a él naturalmente por qué lo guardaba, él me
respondió:
—¿Ya lo leyó?
—Le dije que no, que apenas le había dado una
mirada por encima nada más, que estaba tirando papeles viejos. —Quería saber si
lo tiraba o lo guardaba, eso era todo—.
—Léalo y decida usted qué hacer con él, yo ya lo
guardé un tiempo; ahora usted está a cargo —mi padre no dijo mucho más—.
—Lo leí, lo volví a leer, lo volví a leer y lo
guardé. Le encontré razón en bastantes cosas al hombre que escribía allí. Él se
llamaba Eusebio de Jesús Dojorti Roco, pero algunos muchos apodaban "Don
Buena". El texto que le estoy entregando apreció publicado en un diario
que se llamó La Montaña. Verá, se salvaron unos pocos ejemplares nada más,
porque cuando Cantoni lo leyó, mandó a romperlos a todos y quemaron las
máquinas en las que había sido impreso. Uno de los empleados de mi padre le
trajo un ejemplar, para que lo conociera al tal "Don Buenaventura
Luna". Después del terremoto, después de tantas cosas que pasaron, las hojas
del diario aparecieron por ahí de nuevo y nunca me animé a destruirlas, tal vez
usted les encuentre valor. Si bien no fue publicado después del sismo, le puedo
asegurar que fueron contados con los dedos de la mano los que lo leyeron en el
momento que salió el periódico.
—No sabía nada de esto, pero creo que me
interesará leerlo, —dijo De la Fuente con un gesto de interés en sus ojos—.
La Montaña.
AL PUEBLO DE LA PROVINCIA. 12 de mayo de 1932.
Buenaventura Luna.
Algún día se ha de escribir la filosofía de la
historia argentina. Y entonces será posible arribar, forzosamente, a esta
conclusión desalentadora: desde los tiempos de nuestra organización política
hasta los días del presente, el pueblo criollo de la república -elemento
esencial y básico en la elaboración racial de la nacionalidad- viene siendo
víctima de las mismas instituciones cuya creación sólo fue posible después de
que él fecundó con su sangre heroica- a lo largo de casi medio siglo de luchas
cruentas -la tierra virgen en que aquellas debían arraigar. De 1806 a 1853
-vale decir mientras constituyó la fuerza de inapreciable coraje para los rudos
menesteres de la guerra- el criollo triunfó de todas las violentas tentativas
de dominación extranjera. Pero en adelante desaparece de la escena: con lo que
se llamó "la derrota de los caudillos" la discusión del problema se
circunscribe al radio urbano de las ciudades. Entonces pudo verse claro que los
doctores, que los parlamentarios, que los intelectuales de toda laya empezaban
a legislar con indiferencia y hasta con desprecio marcado por aquel
"gaucho" que, al no haber alentado un fervoroso sentimiento
patriótico, tampoco le abriera, con su lanza bárbara y aguerrida, camino a la
asamblea docta que legisló rara vez sin proponérselo, para aniquilarlo. Para
aniquilarlo, sí. Porque de 1853 arranca la positiva, la invasión económica
extranjera del país...
Y es que, aunque en forma recóndita, el drama
del nativo comienza con Juan Manuel de Rosas -acaso la figura de más
trascendental importancia en la historia argentina, por lo mismo que su
fisonomía inconfundible refleja la de todos los caudillos, -cuya feroz tiranía
precipita al país en una turbulenta y porfiada lucha de odios sangrientos,
malogrando, así la última posibilidad de estructurar las instituciones políticas
y sociales conforme al vigoroso sentimiento criollo-nacionalista que alentó su
paso resonante por el escenario de la República. Se dirá que la estampa
perdurable del grande mazorquero colorado está probando todavía la incapacidad
de las poblaciones rurales para gobernarse por sí mismas. Pero, reflexionemos
nosotros: bien pudieron los doctores, los sabios, los juristas urbanos -con
sólo mirar con más cariño hacia el interior del país que reclamaba sus luces y
su dirección, en vez de obedecer cerebral y fríamente a las sugestiones que les
venían de Europa- comprender la enorme y noble fuerza creadora que ese pueblo
de tercerola y lanza tacuara contenía en potencia. Pero la mentalidad de
aquellos "estadistas" y "civilizadores" estaba elaborada
"a la europea": por eso en vez de cultivar, desarrollar y modelar las
grandes posibilidades de progreso, de civilización y de cultura que ofrecía el
generoso fondo sentimental acreditado en la pelea por el pueblo salvaje para el
que decían legislar, acordaron suplantarlo con el apresurado transplante de
poblaciones extranjeras al territorio de la República. He ahí, en última
instancia, el oculto sentido filosófico de las instituciones que nos dejaron
los constituyentes en 1853 y los organizadores que les sucedieron.
Lo que quisiéramos nosotros, según el espíritu
de nuestras instituciones y de nuestras leyes, es ser europeos, artificial y
jactanciosamente europeos, en vez de ser eminentemente argentinos- como debemos
y tenemos la obligación de ser. De ahí que cuidemos más el proponernos parecer
hospitalarios y acogedores con las poblaciones extranjeras, cuando, en rigor de
justicia, lo que correspondería es comenzar siéndolo con la población
criollo-nativa nuestra, que si se quiere, no acusará el grado de progreso - ese
progreso extranjero que para el paisano argentino significa el hambre, el
despojo y la miseria, pero que es sobre todas las cosas, nuestra, sangre de
nuestra sangre, o, como lo reclama la vigorosa expresión popular "lonja
del mesmo cuero". Esta cuestión debiera parecernos clara: aquella
población extranjera es accesoria y, por lo tanto fácilmente evitable; la
nuestra es permanente e ineludible. Como en el adagio, "la caridad bien
entendida debió empezar por casa"...
Por ese afán desmedido de transplantar poblaciones
extrañas, a nuestro suelo, hemos caído en la enorme desventura de aniquilar y
matar lentamente a las poblaciones nuestras, las que -sin duda por falta de
organización- ya venían careciendo del pan que, presuntuosamente, estábamos
ofreciendo a los extraños. Y esta es verdad tan rigurosa y severa, que los
mismos partidarios de favorecer esas fuertes corrientes inmigratorias se han
encontrado en el caso de conciencia de tener que impedirles el acceso al país.
Tal lo ocurrido con el gobierno del General Agustín P. Justo, que, a su
despacho, rompe con la tradición "liberal y generosa" de la
Constitución Nacional, la miseria y la desocupación en el país.
Cierto viajero inglés de aquellos años
iniciales, observó que "el criollo argentino es sobrio, valiente y sufrido".
A serle posible volver ahora a la Argentina, seguramente aquel escritor se
sorprendería anotando una muy diferente reflexión: la misma con que satisfacen
su indolencia mental la mayoría de nuestros sociólogos al uso y que les permite
afirmar que dos y dos son cuatro, que el nativo es orgánicamente incapaz,
perezoso, borracho y pendenciero. Pero esto, que es verdad para quienes sólo
atinan a ver la superficie de las cosas, no puede serlo para los que alguna vez
se hayan detenido a pensar hasta dónde aquellas instituciones, por todo extremo
hostil a nuestro habitante rural, han contribuido a degenerarlo, a modificar su
carácter, sus sentimientos y su idea de autoridad, del derecho y la justicia.
No encuadran dentro de estas palabras
disquisiciones prolijas sobre este aspecto del asunto. Queda esa tarea para el
libro. Pero hacemos observar esta circunstancia innegable: toda la literatura
argentina (esa literatura consagrada por los que se pretenden monopolizadores
del talento), empezando por hacer del comisario una figura odiosa, coincide en
acusar a la clásica policía brava de la campaña de haber transformado al
criollo manso y pacífico en cuatrero vagabundo, viciosos y sanguinario, después
de haberlo despojado de su hacienda y de sus tierras mediante turbio acomodos
con "El Gringo de la Pulpería". Mas no se piense, por todo esto, que
padecemos una inexorable xenofobia. Absurdo sería negar lo mucho que debe el
país a los extranjeros que, viniendo de todos los puntos cardinales del mundo,
nos aportan el concurso inapreciable de su luchadora esperanza, de su voluntad
emprendedora y enérgica y de su experiencia del trabajo. Pero no se niegue que
si fuéramos mejores como base racial, tendríamos derecho a exigir, en
compensación, un mejor aporte inmigratorio, pensando, a la manera de nuestro
Sarmiento, que los pueblos reciben las visitas que se merecen...
De todas suertes, el criollo nativo es el eterno
explotado. Su hidalguía ingenua se entrega sin defensa a la voracidad
comercial; con su natural humildad y resignado, labora pacientemente la ajena
fortuna de los "nuevos ricos"; y en espíritu bueno y crédulo escudan
los profesionales de la política el saqueo de las arcas fiscales.
Poco a poco, el criollo nativo ha sido despojado
de la tierra, que fue y debe ser suya. Cúlpanlo de ignorante y atrasado los
leguleyos que embrollan sus títulos y escamotean "legalmente" sus
posesiones; achácanle toda suerte de vicios e ineptitudes quienes lo corrompen
calculadamente en los comités para entregarlo, más y más, a la cruel
explotación de los demagogos. Y hasta los mismos titulados "partido de
principios" han hecho de la palabra "criollo" un sinónimo de
"envilecimiento y degradación", despreciándolo en nombre de exóticas
doctrinas, antinacionalistas y extranjerizantes, caprichosamente importadas de
países superpoblados.
No reparan o no quieren reparar porque no
conviene a su negocio político, que el nativo de la región significa una
posibilidad de cultura que nadie se ha propuesto desarrollar y que es necesario
tener presente si deseamos constituir algún día una nacionalidad sólida,
vigorosa y perdurable.
De inteligencia vivaz, de innata fuerza moral y
pleno de generosos sentimientos adquiridos al contacto de la naturaleza rica y
pródiga, el criollo constituye una levadura social que difícilmente podrá
igualar el habitante fatigado y egoísta de naciones que declinan. Y si así no
fuera, nosotros tenemos el deber de trabajar con la arcilla que, por ser
nuestra, tenemos más a mano, y recordar que la sociología es ciencia objetiva y
que, por consiguiente, no podemos prescindir de esta necesidad: dignificar al
criollo pero no hacerlo desaparecer; es la masa que hay que modelar, es el
factor esencial en los términos del problema sociológico de la República, cuyos
elementos están dados por voluntad de la historia, elementos que la mala
voluntad de los dirigentes no puede sustituir.
Si las leyes no protegen y levantan al criollo,
si doctores y estadistas se empeñan en barrerlo del escenario, no por eso se
habrá conseguido mecánicamente el adelanto común. Muy por el contrario,
tendremos entonces esta realidad última: un pueblo cuya base racial está
formada por tuberculosos, prostitutas, sifilíticos y alcoholizados.
A apostar sus generosas inquietudes para el
estudio y solución de este problema básico, a romper una lanza por el criollo
nativo, se presenta a la Provincia la UNIÓN REGIONAL INTRANSIGENTE.
No se crea por lo que llevamos dicho, que pueda
encandilarnos la novedad literaria de estas ideas. Corresponde con precisión a
la amarga realidad contemporánea de San Juan, los términos del problema de
sociología y de política que planteamos. Harto de sentirse despreciado,
explotado y oprimido por las oligarquías conservadoras de toda laya, el pueblo
criollo creyó que había sonado la hora de su liberación económica y espiritual
con el ruidoso advenimiento del caudillo ítalo-sanjuanino que gobierna la
provincia.
La experiencia de su desengaño está gritando con
elocuencia tremenda que ha sido groseramente traicionado: el pueblo de San Juan
no fue atraído con la promesa de ser precipitado al hambre y la miseria. Fue
atraído con la promesa del bien, con perspectiva arrebatadora del mejoramiento
social de la colectividad. Y, justamente, el hecho de que anhelos tan altos y
esperanzas tan puras hayan sido traicionadas en provecho de una familia
inescrupulosa y voraz, está proclamando la verdad de lo que decíamos al
principio: la falta no reside en el pueblo sino en los dirigentes que, o no
interpretan -como en el mencionado caso de los patriotas del siglo XIX-, o
aprovechan su generosa capacidad de reacción en el sentido del bien, para
explotarlo y deprimirlo- como la trágica realidad de esto desalmados
aventureros del siglo XX.
La continuidad de tan amargas experiencias ha
llevado el escepticismo y el renunciamiento al espíritu público, haciendo
posible el absurdo de que un aventurero reine soberano en un pueblo de
pusilánimes u cobardes.
Síntoma inequívoco de sociedad en decadencia los
constituye la justificación corriente del ladrón que roba las arcas fiscales, a
quién se lo llama "vivo", quedando en concepto de zonzos los hombres
que ganan honestamente su pan. Y si la juventud de este pueblo no se levanta
para tomar su puesto de vanguardia en la lucha y restablecer el equilibrio de
la salud perdida, puede afirmarse dolorosamente que esta sociedad está herida
de muerte, en trance de disolución.
Corresponde a la juventud hacer sentir de nuevo
al pueblo la emoción de la justicia.
****
Trabajado por una avaricia y un sensualismo que
abisman, el señor Cantoni declina bajo el peso enorme de sus propias culpas.
Junto a él agonizan también sus conocidos opositores -cómplices pasivos de sus
cuantiosas inequidades- que durante diez años, aún bajo el amparo de
intervenciones violentas, no han sido capaces de ofrecer -también por
sensualismo y avaricia- una solución permanente para San Juan, quizás porque
llevan en las venas la enfermedad incurable del fracaso.
Por eso el desprestigio total a que ha llegado
el señor Cantoni, no refluye en beneficio de ninguno de los llamados
"partidos opositores". Digiérase que la experiencia de unos y otros,
ha llevado al pueblo sanjuanino a pensar que la democracia no es más que un
sistema político mediante el cual se enriquecen a turno las familias de los
partidos a los que se ve siempre acusando al gobierno de los mismos males, de
las violencias y de los mismos abusos que ya cometieron ayer y que proponen
reeditar mañana. El pueblo espera salir de la explotación inicua cuya técnica
conoce. Ya no le interesan las cartas marcadas en el juego electoral. Sabe muy
bien que este ciclo evolutivo que se cierra rápidamente, señala el fracaso y el
declinar de toda una generación: la del señor Cantoni, la de sus genuflexos, la
de sus opositores de la víspera o del día siguiente.
Por eso -y a despecho de lo que creen o simulan
creer los actuales "dirigentes" de ipso de la política- el pueblo ha
puesto toda su esperanza en la nueva generación que busca su lugar en la lucha,
confiada y valiente, en el férvido anhelo de levantar la obra suya sobre las
ruinas llameantes del pasado sombrío y bochornoso.
Sabe el pueblo que esa juventud es
desinteresada, que no la apremian impaciencias respecto a posiciones públicas,
ya que lucha con sostenida entereza porque comprende que por una ley de
biología social ha de entregarle un día el control de la situación. Sabe el
pueblo que los hombres nuevos terminarán para siempre con esta ronda africana
de odios, que restañarán las heridas del pasado porque es noble y honroso
hacerlo, y que no están dispuestos a recibir esa herencia de rencores y bajas
pasiones que caracterizan este período turbulento e inorgánico de nuestra
historia política.
El despertar se aproxima y encontrará en
avanzada de lucha a los hombres nuevos de la UNIÓN REGIONAL INTRANSIGENTE.
Se equivoca, pues quien suponga que este es un
sentido más en el poliforme y confuso escenario sanjuanino que viene a la vida
política con los mismos vicios y las mismas taras que se propone arrancar del
cuajo. La necesidad de barrer para siempre con el pasado que resulta odioso, es
dar a la lucha y a la vida un contenido nuevo que se funda en el estudio y se
reafirma en la acción, no puede llevarnos al absurdo de constituir un organismo
de apoyo de ninguno de los viejos políticos, mañosos y embusteros, que andan
ahora a la pesca de ocasión para enriquecerse. Para estos a los hombres jóvenes
de la UNIÓN REGIONAL INTRANSIGENTE les habría bastado con enrolarse en
cualquiera de los 5 ó 6 organismos de avenegras en que la pura ambición los
tiene dividios a los opositores del señor Cantoni y que nunca han podido, nunca
podrán en razón de su inmoralidad, liberar a San Juan del cáncer que lo roe.
Porque estos políticos, imbuidos con el señor Cantoni del mismo concepto
materialista y sensual de la vida, no creen en la fuerza de los ideales sino en
la eficacia suprema del recurso; y como les falta garra y coraje se han
entregado desesperadamente a la desesperación plañidera y llorona o esperan
salvarse mediante el auxilio de otra intervención nacional, bajo cuyo amparo
sacar las garras y adquirir coraje, sin advertir que con ello no hacen otra
cosa que favorecer el sucesivo retorno del señor Cantoni. A él y a ellos los
veréis sonreír cuando se hable de nosotros y restar toda importancia a este
movimiento joven, ya que, conforme al concepto que tienen de la vida y de los
hombres, nosotros no podríamos hacer nada porque no tenemos "plata, ni
comités, ni vino, ni automóviles, ni empanadas"... Para esa gente el voto
tiene un valor compensatorio y las conciencias se sobornan.
Llevan toda la razón cuando reprochan como
delito, nuestra pobreza. Somos pobres porque el criollo ha sido desalojado de
la tierra que era suya y porque nunca nuestro lirismo tranzó con los treinta
dineros del poder. Quede la plata con los millonarios, enriquecidos en el poder
de la industria o... en la industria del Poder. Plata que ellos utilizan para
degradarse a sí mismos y degradar a los demás, en la confiada inconsciencia de
la vorágine social que ha de aplastarlos en forma inexorable.
Constituimos una UNIÓN porque han venido a
formar nuestras filas hombres jóvenes que, militantes otrora en diversos
núcleos de los viejos organismos, han podido comprobar la ineficacia insanable
que esos organismos padecen y a los que, siempre, se sintieron temperamentalmente
e ideológicamente extraños. A ellos se unen otros muchachos que por repugnancia
instintiva no han intervenido nunca en política porque les asquean las mañosas
artes de la camandulería. Y se han incorporado a nuestras filas porque
significamos el repudio de tales miserias, porque nos une el mismo anhelo
renovador, el mismo ademán decidido y unánime, las mismas razones profundas.
Somos regionalistas porque la nuestra es una entidad de sanjuaninos para San
Juan. Sépanlo los exitistas y calculadores: así como carecemos de vino y
empanadas, carecemos también de vinculaciones con partidos políticos que actúan
en el escenario nacional. Sostenemos que esos partidos políticos nacionales han
desfigurado el federalismo argentino, logrando la vieja aspiración unitaria de
que los metropolitanos manejen exclusivamente los destinos de la Patria, con
indiferencia y desprecio de los problemas que agitan la vida social del
interior. Los políticos de Buenos Aires quieren mantener una especie de
hegemonía virreinal sobre el resto de la República, que para ellos termina en
el Arroyo de Maldonado, y a la que pretenden gobernar desde muelles y cómodos
sillones con la aspiración puesta en el consabido viajecito de placer a Europa.
A los cálculos laboriosos de esos políticos carece de interés la situación de
San Juan, porque su escasa importancia numérica no pesa decisivamente en la
balanza electoral de la República. ¿Qué importan 3 diputados en un total de 153
ó 10 electores de Presidente en un total de 376?
Tal es la tragedia que padecen las filiales
sanjuaninas de los partidos políticos nacionales, que a sus gestiones
desesperadas se responde con la befa de un proyecto de intervención presentado
el día antes de clausurarse el congreso y cuyos delegados a la Convención
Nacional rechazan por absurda falta de interés hacia los problemas de San Juan.
Esas filiales que, por seguir la línea cómoda del menor esfuerzo, no buscan una
solución permanente en el seno del pueblo sanjuanino y todo lo esperan del
paliativo extraño que pudieran concederles sus correligionarios poderosos de
Capital Federal, se desangran enviando delegados o telegramas suplicatorios,
cuyos resultados no pasan de unas cuantas palabras amables cuando no del cuento
que hay que inventar para contener la ansiedad de los correligionarios
sanjuaninos.
Porque anhelamos una solución perdurable que
termine con todas estas farsas y porque creemos que el problema, más social que
político, reside en la situación angustiosa del criollo nativo, eternamente
explotado, nuestra entidad es exclusivamente REGIONAL.
La necesidad de romper definitivamente con toda
una generación y con los partidos que la representan, determina nuestra
INTRANSIGENCIA.
Por eso constituimos la UNIÓN REGIONAL
INTRANSIGENTE.
Unos tras otros, hemos visto sucederse en el
gobierno y en la dirección de los partidos a casi todos los personajes
representativos de esa generación sanjuanina que pasará al olvido sin dejar
otra cosa de provecho que la experiencia y la lección inherentes a todas las
desgracias. Por eso, el cretinismo corriente de los que no han podido reparar
todavía que todo este caso social entraña, justamente, el fracaso del
personaje, del figurón de campanillas, lamentará la ausencia de ellos en la
UNIÓN REGIONAL INTRANSIGENTE. Y sospechamos que ha de pasar tiempo antes de que
se comprenda hasta qué punto un buen sastre y un buen peluquero pueden ayudar a
un Imbécil a simular con éxito el talento, a lograr en la estimación ajena un
rango intelectual y moral que no le corresponde y, por lo tanto, a escalar
posiciones en las que siempre acaba como "metido en camisa de once
varas"...
La UNIÓN REGIONAL INTRANSIGENTE no rechazará el
concurso de los doctores de la ley, de la medicina o de la política, porque
entiende que ellos no podrían hacerla fracasar ni de dentro ni de fuera. Y le
recuerda al pueblo, tan ingenuamente afecto a veces a títulos estridentes, que
es esa sucesión de doctores de pega e ingenieros de trocha angosta la que lo ha
traído al hambre, la miseria y el desamparo.
La UNIÓN REGIONAL INTRANSIGENTE trae la guerra a
todos estos conocidos tahúres de la política, duchos en el triple juego del
"acomodo", la camándula y el fraude electoral. No constituimos una
fábrica de votos ni una pulpería de sucios negocios electorales. Otros atraigan
las conciencias de los votantes y las moscas del barrio a sus comités rebosantes
de vino, carne y empanadas: que les conviene restituirle al pueblo, siquiera
una mínima parte de lo mucho que le roban, en la pretensión de que podrán
seguir engañándolo y robándolo.
De todas suertes, piense la juventud, con las
palabras del sociólogo, que "entre el mal gobierno y los que lo soportan,
existe cierta solidaridad vergonzosa". Y aunque esté convencida de que los
comicios de marzo no resolverán nada en definitiva, porque esto no es un
problema de política sino de moral, no olviden que la indiferencia es un
renunciamiento deshonesto y cobarde. Deje de andar tontamente girando por la
plaza, comprenda la juventud toda la crueldad y toda la miseria de nuestro
oscuro drama sanjuanino y domine ese estúpido temor al ridículo que la
esteriliza, y mata el germen de sus más nobles inquietudes. Abandone el plano
inferior de su vida sin fatigas generosas, exasperante de mediocridad, y sienta
con hondura la enorme responsabilidad de ser hombre.
No pose de elegante aburrimiento, no haga la
desencantada a los veinte años nuestra juventud. Escuche las palabras del
psicólogo contemporáneo: "En plena juventud, el escepticismo es una
aberración mental y moral. Porque el escepticismo sólo se explica como última
actitud filosófica ante la vida".
PAISAJE IMAGINADO
—Si está de acuerdo, lo invito a dar un paseo en
coche. Tengo un auto importado que corre como loco, me gustaría mostrarle algo.
—invité a De la Fuente—.
—¿Algo que pasó después del terremoto? —Preguntó
el joven—.
—Bueno, de alguna manera podría interpretarse
así. —Respondí— ¿Sabe una cosa? Antes del terremoto la iluminación de la ciudad
era muy precaria, no había energía eléctrica como ahora. Muchas calles tenían
un solo farol en la punta y pare de contar. En las casas era igual. Mi cuñado
trabajaba en la usina eléctrica, cuando aún se transportaban en carretones los
elementos para cambiar el interior de las lámparas que se gastaban rápidamente.
Transitar durante la noche era una experiencia maravillosa porque la penumbra
no ocultaba temores, antes bien, levantaba siluetas mágicas en las que la buena
educación obligaba a saludar a todos, a ser amigable con los vecinos.
—Está por anochecer. ¿No cree que sea peligroso
salir a esta hora? Don Benito, no lo quiero ofender, pero por su edad... tal
vez no vea bien, no sea conveniente. —el joven se mostró preocupado—.
—No se preocupe por mi visión —respondí—, acabo
de renovar el carné de conductor y el médico de la agencia que otorga los
permisos se asombró con mi destreza visual. Me hizo leerle hasta un prospecto
de remedios para autorizarme. No le quedó otra que admitir mi aptitud y darme
el permiso. Además, justamente, como está por anochecer es el momento apropiado
para que vea lo que quiero mostrarle. ¿Conoce el cerro Villicum?
—Sí, lo conozco. ¿Hacia allí nos dirigimos? —preguntó—.
—Sí. No sé si usted tuvo oportunidad de subir a
ese lugar; yo he ascendido en distintos momentos. Confío que en el futuro haya
lugares de esparcimiento allí arriba; restaurante y comercios donde la gente
pueda divertirse. Ahora podrá notar las causas de lo que le argumento.
Llegamos al lugar, estacioné el auto a una
orilla y le hice una seña al muchacho para que subiera detrás de mí. —Conozco
el terreno de memoria, voy desde que era un niño. Íbamos con amigos cuando el
padre de uno de ellos que tenía taller nos daba unas monedas para que fuésemos
a tirar los coches que ya no tenían arreglo por falta de repuestos. Con ellos
aventurábamos un paseo increíble y desbancábamos los autos en los pozos que
había dejado el paso del río. En ese mismo lugar años después los gitanos
armaron sus carpas; ellos utilizaban y revendían como chatarra los fragmentos
de aquellos Ford T, de aquellos autos impecables derruidos por el aire libre—.
Recordé algunos detalles por el estilo, mientras guiaba al muchacho.
—¿Y ahora, qué hacemos aquí sentados en la cima
del cerro don Pizarro? —preguntó el joven desconcertado—.
—¡Observamos! Espere un momento y podrá ver un
espectáculo único, a sólo diez kilómetros del corazón de la ciudad. El
atardecer fue decayendo suavemente y los cerros sobre los cuales se recuesta la
ciudad fueron ocultando el sol, una vez más, como todos los días desde hace
miles de años. Agustín De la Fuente jugaba con las piedras de alrededor cuando
le dije:
—¡Mire! Empezó.
—¿Qué, no veo nada? —dijo el joven—.
—¿No ve las luces que comienzan a encenderse?
¡Las luces, se encienden como luciérnagas! —el joven me miró silenciado—. No sé
que pensamientos habrán atravesado a Agustín De la Fuente en ese preciso
instante en que el silencio dejó paso al bramido del viento.
La noche fue instalándose en todos los rincones
y desde la altura que propiciaba el cerro ambos observamos emerger una nueva
ciudad. Esa ciudad hecha de calles, casitas, automóviles y edificios era otra
ciudad; ahora dibujada por antenas iluminadas, por avenidas de neón, por
puentes colgantes, por recorridos maravillosos, que desde la altura del cerro
pudimos observar.
Meditaba a cerca de la historia de mi ciudad
cuando el joven me preguntó si me sentía bien.
—Claro que sí, —respondí—, estaba pensando en
los cambios que tuvo esta ciudad. La ciudad hundida en el valle e iluminada,
naturalizada por la fuerza de la costumbre urbana, es, creo yo, un misterio de
inagotable belleza.
—¡Imagínese lo que puede significar esta vista
panorámica para alguien que viene de un lugar lleno de polución en que no puede
distinguirse nada a cinco metros de distancia, la sorpresa que se llevaría al
encontrar un aire tan limpio! —Reflexioné en voz alta—. Resulta lejana aquella
ciudad que quedó atrás, ésa que usted busca ahora.
Decidimos volver. La noche había avanzado;
perdimos la cuenta de las horas; al desconcentrar la mirada de la ciudad ambos
miramos hacia arriba y dimos con el cielo. Descubrimos que la ciudad no era tal
sino sólo el reflejo del auténtico espectáculo de luminarias que allí
titilaban. Las certezas se desvanecieron notablemente sobre cuál de los dos
planos era el que reflejaba al otro, sobre cuál de los dos era el auténtico.
—Ya es tiempo de volver al auto, a la urbanización,
—dije al muchacho—. También creo que ya es hora que se encuentre usted con los
relatos del terremoto que tanto lo intrigan. Señor De La Fuente, cuando
regresemos se los entregaré.
Así lo hice, al volver esa noche di al muchacho
aquellos relatos que ansiosamente había esperado; esos que motivaron cada uno
de los encuentros. Lo que escribí sobre el terremoto y los acontecimientos
posteriores al hecho, mezclado con mis recuerdos, fueron pedazos de historias,
ideas, algunas escuchadas, muchas inconclusas, ninguna imaginada.
Esa noche fue la última vez que hablé con De la
Fuente. Nunca supe si encontró lo que buscaba. Si esos datos lo ayudaron de
alguna manera, ni si lograría dar fin a su trabajo.
MUTACIÓN EN LA TIERRA
Existe, pues, un fondo de poesía que nace de los
accidentes naturales del país y de las costumbres excepcionales que engendra.
La poesía, para despertarse (porque la poesía es como el sentimiento religioso,
una facultad del espíritu humano), necesita el espectáculo de lo bello, del poder
terrible, de la inmensidad, de la extensión, de lo vago, de lo incomprensible,
porque sólo donde acaba lo palpable y vulgar empiezan las mentiras de la
imaginación, el mundo ideal. Domingo F. Sarmiento 1811-1888
Aún escucho los gritos dentro de mi mente.
Nunca me gustó jugar al fútbol, pero en
ocasiones era tanta la insistencia de los amigos del barrio que no tenía otra
alternativa que aceptar la invitación que sábado a sábado me cursaban. Apoyado
en el arco de la cancha del club Atlético de la Juventud oficié de arquero
aquella tarde mientras observaba el partido que los otros jugaban. Pero el
juego no era lo único que observaba, también miraba unas nubes que en el Este
habían estado condensándose durante toda la tarde; las miré oscurecerse cada vez
un poco hasta que, irremediablemente, de ellas comenzaron a caer gotas de agua
gigantescas; nunca hasta ese día, vi caer gotas tan grandes ni agua tan helada.
Aún así, los demás siguieron jugando como si nada pasara; el agua cayó como una
bendición en esa tarde de calor intenso.
Sábado, 8 de enero, hasta las víboras se
escondían en sus madrigueras y solo nosotros jugábamos al fútbol a esa hora.
¡Quién lo diría! La pelota no llegaba a mi arco ni por casualidad, no sabía el
favor que me hacía. ¡Tenerme que tirar sobre una pelota que seguro entraría al
arco y escuchar los insultos, los lamentos no me hacía ninguna gracia! De
repente, como si alguien hubiera roto el cielo de un disparo, se desató una
manga de granizo atroz; abandoné el arco que me tenía preso y escapé hacia mi
casa mientras los cascotes me azotaban, las manos en la cabeza no me salvaron
de los chichones. Mi casa quedaba a unas pocas cuadras de distancia, por
suerte.
Luego pasaron los días: domingo, lunes, martes y
aún había hielo en los techos de caña y barro. Todavía caía agua por las
goteras.
—Vos y tu hermano suban y saquen un poco de
hielo antes que se nos venga el techo abajo con ese peso —mandó mi padre.
Para nuestra sorpresa el hielo se había
solidificado y con las manos no bastaba para deshacerlo, fue entonces cuando
bajé a buscar un pico que pudiera ayudar en la tarea. Apenas terminamos mi
hermano descendió raudamente, se sentía incómodo por tener que subir a los
techos y quería bajar. Sentado en la cornisa me detuve un momento a contemplar
el espectáculo que desde arriba de la casa podía observarse: las calles de
tierra viboreaban hacia un lado y hacia otro, las secuencias de las casas eran
una composición musical que poseía un ritmo armonioso que las dominaba y
encuadraba haciéndola aparecer perfecta; una casa, una pared de adobe derruida,
un chañar interminable...
Frente a mi casa se enfilaba una hilera de
palmeras que durante toda la infancia había visto comparecer ante el tiempo
estaqueadas en la tierra. Ya era casi un hombre, pero ellas seguían siendo un
ejemplo de persistencia; más que todas las palmeras de dos brazos, ésa que por
rara tenía el privilegio de marchar primera en la hilera. También podían verse
algunos autos avanzando lentamente y el sonido de esos motores retumbaba en la
cuadra, algunos perros salían a ladrarlos y los niños corrían detrás como cortejo.
Hubiera pasado mucho más tiempo subido al techo si la imprenta no me hubiese
devorado todas las ansias en el trabajo. Porque desde allí la ciudad era otra
cosa, desde arriba era posible entenderla, escuchar su canto ahogado, su
silencio parsimonioso, desde allí la ciudad era mía. Tal vez porque desde
arriba podían verse los fondos de las casas, las retaguardias de las familias.
Podía ver a esos terrenos interminables unirse en el interior de la manzana a
través de largos cultivos caseros. Las parras hogareñas que tanto amparan en la
siesta, parecían compartir un secreto de alcoba en el interior de la manzana.
Fondos con fondos se unían y ningún dueño sabía, exactamente, cuál era el
límite entre uno y otro terruño.
Estaba haciendo mis primeras armas en el mundo
femenino, estaba aprendiendo a defenderme de los artilugios de labios pintados,
a cruzar la línea de fuego cuando era preciso, ni antes, ni después. Sábado, 15
de enero, había pasado una semana del partido de fútbol, de la caída de
granizo. Tenía una invitación especial en la casa de una chica. Ese sábado la
jornada de la imprenta se había extendido, a la siesta todos descansaban un
rato, yo no podía porque estaba nervioso, esa chica... su familia me
esperaría... hablaríamos. ¿Qué pasaría después? Me pregunté y me respondí cosas
que con seguridad no serían, pero que, en mi fantasía juvenil me entretuvieron
durante la siesta. Mi madre despertó y me notificó:
—Hijo, tengo que ir a la modista, antes que
salga para la casa donde está invitado quiero que me lleve; estaría bien si
vamos a las ocho, pero mejor si usted se arregla antes por las dudas que
demoremos —dijo mi madre desde otra habitación—.
—Si madre, como usted diga —respondí—.
Desde la oscuridad de la casa ella volvió a
salir al patio, algo traía en las manos. Era una corbata nueva.
—Para que se luzca —dijo y me la entregó—.
Era de la casa Gimbernat Prim, muy elegante, me
imaginé vestido como señorito y con corbata nueva, los ojos de esa chica me
observarían como a un pollo y seguro detectaría en mi corbata nueva el alfiler
de gancho y los gemelos en los puños de la camisa. Adornado como para fiesta
esperé que mi madre saliera de nuestra casa, esperé que mi madre saliera de la
modista, luego esperé en la puerta de casa que se hicieran las diez de la noche
para llegar puntual a la cita, esperé sentado en mi auto Rubi. Era una
galantería que un hombre tan joven se apersonara en su propio auto vestido como
galán de cine. El foco que colgaba en el garaje comenzó a balancearse como si
alguien lo zamarreara, pero no había nadie, yo lo había estado mirando
fijamente mientras esperaba. Los datos ingresaron en mi cabeza intentando
encontrar un sentido, una respuesta, pero no entendía qué estaba pasando. El
auto se movía como si la tierra en lugar de estar aprisionada por un eje
imaginario navegara cual un barco en un turbulento mar.
—¿Qué pasa? ¿QUÉ ESTÁ PASANDO? —grité como
loco—.
La respuesta no se hizo esperar y el ruido de
miles de vidrieras estalló en el cielo, bajé del auto como pude y miré hacia
arriba, pero en el firmamento no había nada más que un cielo estrellado que las
nubes tachaban por tramos. En esos momentos comenzó a moverse la tierra y las
casas se desmoronaron como si hubieran sido de juguete. Fue un segundo, ¡menos
qué un segundo! Intenté avanzar hacia mi casa y no pude, me caí, me levanté y
subí a la vereda. Una parte de la casa se derrumbó a mi derecha, entonces
retrocedí intentando esquivar los escombros.
Quise ingresar por lo que hasta hacía unos
momentos era la puerta de mi casa, pero un sonido espeluznante se alzó por
todos lados. Volví a tambalear hasta caer finalmente de rodillas al suelo.
Permanecí absorto en la complejidad del momento, mientras comenzaron a
escucharse en constante ascenso, los gritos y ayes que clamaban de dolor. De un
momento a otro la oscuridad ganó todo el ambiente. Interior y exterior ya no se
diferenciaron nunca más. Luego de algunos intentos fallidos ingresé en la casa
paterna donde encontré a mi familia. Alcé a mi padre, a quién reconocí por el
bastón con el que me tropecé y con fuerzas inusitadas lo levanté en andas; con
él cargado en brazos corrí hacia el fondo. Tambaleamos y caímos. Descubrí mi
cuerpo sobre el de él, ambos unidos por una trágica sensación, mezcla de dolor
y perturbación.
—¡Es un terremoto hijo, es un terremoto!
—susurró mi padre, mientras yacíamos en el suelo—.
Me incorporé para buscar a mi madre, pero ella
ya estaba saliendo de abajo de los escombros, abriéndose paso sola entre palos
y tierra que caían desde todos lados, luego salieron algunos de mis hermanos;
tambaleando avanzaban más a los costados que hacia el frente.
No tomábamos conciencia de qué pasaba
cabalmente. Nuestra razón se hallaba perturbada de una forma nunca antes
experimentada. Las cosas que pude observar en esa noche no las he visto jamás
reproducidas, ni siquiera en películas de guerras: la medianera que separaba
nuestra casa y la contigua viboreaba como si algo estuviese rondado por debajo
de la superficie, los muros que quedaban en pie se ondulaban y reposaban, una y
otra vez, de una forma estrafalaria. La pared que teníamos frente a nuestros ojos
escupía adobes y nuestras mentecitas daban vueltas como balero de lotería.
Nunca. Nunca. Nunca, había visto nada igual. Los tobillos comenzaron a dolerme
a causa de los golpes que me dieron los adobes que sobre ellos cayeron; inmóvil
por el susto no pude atinar a nada durante algún tiempo.
Alguien que intentase contar lo que pasó durante
el terremoto podría decir que, exactamente así, comenzó la tragedia de San
Juan. Minuto a minuto fuimos acomodando nuestra mente a lo que estaba pasando.
Desde ése instante todo fue desmoronamiento y sólo a través de gritos y ayes
pudimos guiarnos. No sabíamos dónde estaban los vecinos; la única forma de
identificarlos era escuchándolos gritar y pedir auxilio. Las construcciones
eran de adobes. Casi todas cayeron. Al lado de mi casa vivía una familia muy
querida, muy vinculada, el hombre era juez. Fue él quien salió desesperado por
entre los escombros pidiendo que le ayudara a sacar a su madre.
A la madre del juez de crimen la sacamos con
mucha dificultad. La señora no parecía tan lesionada. La estábamos afirmando en
la palmera cuando dijo que tenía frío. El hijo hurgó entre los escombros hasta
hallar una colcha con la que cubrió a su madre inútilmente porque que ya no
pudo sentir nada más, ni siquiera frío. Aturdido volví a entrar en otra casa,
guiado siempre por gritos, saqué a un chico de más o menos ocho años con los
ojos reventados. Algunos vecinos se unieron; entonces ya fuimos varios en la
tarea de rescate, seguimos a tientas sacando niños de esa casa, todos muertos.
Más tarde llegó el padre en busca de sus hijos, reconoció los cadáveres
expuestos en el boulevard de las palmeras, nosotros seguimos en las corridas
del socorro mientras él, abrazado a sus hijos muertos, pasó la noche llorando y
gritando sin parar por su familia.
—¡Tu hermano más chico! —gritó mi madre—.
Él estaba jugando con unos niños que vivían a la
vuelta de la manzana. Antes de llevar a mi madre a la modista lo habíamos
saludado al pasar con el auto por allí. Ella acababa de reaccionar, de ser
abandonada por un ataque de nervios y lo recordó claramente, atormentada me
gritó:
—¡Tu hermano más chico no está, búscalo,
búscalo, por favor, búscalo! —pidió mi madre—.
No podía encaminarme porque el desmoronamiento
había borrado las calles, y en la oscuridad reinante era muy difícil
identificar las guías conocidas: las puertas no estaban, ni los zaguanes, nada
existía ya, sólo el mástil de la farola apagada en la punta de la calle guió
mis pasos. Hacia allí corrí en busca de mi hermano menor, uno de esos chicos a
los que les decían “los nerviosos” me señaló que en su casa estaban sus
hermanos bajo los escombros y que, a su entender, también estaba el mío.
Desesperadamente me apresuré... ¡Mi hermano de ocho años! Empezamos a sacar
adobes y cañas, por el hueco que había entre las puertas entre los escombros
los descubrí. Se sumaron dos vecinos más a la tarea de sacar a los niños.
Fuimos entrando en ese túnel producto del
derrumbe; primero sacamos un niño todo reventado al que le salía sangre por los
ojos y por los oídos, lo lavamos con el agua de la acequia pero no hubo caso,
lo mismo con otro y otro hasta que por fin apareció mi hermano en el hueco. Un
milagro se produjo en favor de mi hermano. Allí estaba, chiquitito, con una
caña incrustada en la garganta hasta la lengua. Lo alcé y corrí con él hasta
las inmediaciones de lo que fuera mi casa a llevarle su pequeño hijo a mi
madre, ella al verlo cayó desmayada. La escuela Fray Justo Santa María de Oro
estaba frente al boulevard y el casero del establecimiento tuvo la gentileza de
sacar una manguera con agua corriente, el único surtidor de agua limpia que
había cerca, allí lavábamos los heridos. Allí lavé a mi hermano.
Llegaron muchas personas durante toda la noche
infernal a tomar agua, desesperadamente sedienta. Mucha de esa gente cayó
muerta ahí mismo. Cuando pude le saqué la caña incrustada y junto a mi madre le
lavamos la herida y lo acomodamos en el rescoldo de un reparo que improvisamos
con puertas de maderas rescatadas de las ruinas.
El clamor se extendió durante toda la noche como
un coro de lamentos, que sólo con el correr de la luna fue calmándose. A la
mañana siguiente no podíamos dar crédito a lo que veíamos; esa madrugada
amaneció con un silencio de muerte y las ruinas de una ciudad amada por todos y
cada uno de nosotros se grabó en nuestras retinas como un daguerrotipo.
El Ejército avisó por altavoces que había una
carpa a la que se podían trasladar los heridos. Allí llevé a mi hermano para
que lo curasen. En esa carpa también se apostó la emisora LV1 radio Grafigna.
Los Grafigna tenían viñedos de extensiones gigantescas y habían perfeccionado
un sistema de radio que les permitía comunicarse dentro de la propiedad, ese
sistema fue el que pusieron a disposición de todo el pueblo luego del
terremoto. Todo era una desorganización total, nadie había previsto asistencia
para una catástrofe de tal magnitud. ¡Quién hubiera podido siquiera imaginar
algo así!
Omar torres era taquígrafo y en esa semana del
terremoto había decidido cambiar de rubro y modernizarse, por ello se empleó en
la incipiente Central Telefónica. En el momento fatal del sismo y contrariando
a la urgencia que imperiosamente promovía la huida de cualquier lugar en que se
estuviese, telefoneó al diario La Prensa y a Mendoza. Desde ambos sitios le preguntaron
si los destrozos eran o no de envergadura, él colgó el auricular un momento
sobre el respaldo de la silla y miró por la ventana de su oficina. Al volver
tomó el teléfono y comunicó con textuales palabras "La ciudad está
envuelta en polvo, hasta donde alcanzo a ver todo está en el suelo, ¡por favor
envíen auxilio!". A él le deberemos siempre el auxilio que presurosos
llegaron a brindarnos. A media noche comenzaron a llegar los Mendocinos y al
promediar las primeras horas del día domingo arribaron los que trajeron ayuda
desde Buenos Aires y con ellos el Gobierno Nacional.
Los mendocinos vinieron en caravanas de autos,
en camiones o en lo que pudieron trayendo auxilio; fueron los primeros que
solidariamente vinieron a socorrernos. Habilitaron de emergencia el hospital
Central de Mendoza porque acababan de construirlo y estaba listo para su
oportuna inauguración: nosotros lo fuimos y lo inauguramos. Al pasar los años
tuve la oportunidad de charlar con un periodista del diario Los Andes y pudimos
compartir nuestras opiniones respecto de lo que ocurrió. Al periodista lo
conocí a propósito de la realización de un cortometraje que se filmó para hacer
un documental. La hermandad que se estableció con los mendocinos fue muy grande
cuando el terremoto, casi tan grande como la falta de reconocimiento que los
sanjuaninos tuvimos con ellos, ya que no hubo ni siguiera un gesto de
agradecimiento público por la ayuda brindada durante mucho tiempo.
A medida que fueron pasando los días fuimos
dimensionando la situación. Nos dimos cuenta que la solidaridad era ahora una
necesidad de supervivencia, quizás por eso la gente comenzó a traer lo que
encontraba para comer, provisiones de lo que fuera. En la calle se improvisaron
mesa hechas con puertas o tablones que sacábamos de las casas derrumbadas, en
derredor de ellas nos sentábamos a compartir lo poquito que teníamos.
Las líneas divisorias se borraron por completo,
los interiores ya no estaban, las propiedades que hacían las diferencias
sociales ya no estaban, los atuendos de confección y los pobres hechos en casa
lucían igualmente desgreñados, las líneas que delimitaban adentros y afueras ya
no estaban, las casas y la calle eran una sola continuidad. Mi sensación de
horror se extendía interminable hasta llegar a unirse a la de otro ser humano
con vida, en ese borde se arrimaban ambos horrores y formaron una lisa e
imperceptible malla que lo cubrió todo. TODO.
Nunca más he vuelto a ver al desierto de esa
manera. La imagen del desierto nunca había sido y nunca volvió a ser tan
potente como en ese momento de mi vida, en el que la fuerza de la naturaleza
arrasó con todo: nuestros yoes, cada una de nuestras pequeñas mezquindades,
nosotros mismos sucumbimos. Todo se aniquiló junto a la ciudad que tanto
amábamos, que nos vio nacer... crecer... morir.
La misma ciudad que habíamos visto crecer y
acopiar luces; acomodarse a los tiempos; transformar la tierra suelta de las
calles en apisonada, en adoquinada, en empedrada. Ahora todo era tierra cruda
nuevamente. Unos versos que estaban dentro en un libro que trajeron para
encuadernar pocos días antes y que con una suerte de presagio se habían
abrochado a la memoria, me retumbaban en la cabeza incesantemente “¿Vuelve el
polvo al polvo, vuelve el alma al cielo, todo es vil materia podredumbre y
cieno? No sé, pero hay algo que explicar no puedo, que a la par nos infunde
repugnancia y duelo, al dejar tan tristes, tan solos los muertos”. Por
intermitentes momentos me azotaron esos versos como conjuros malignos o
benignos, cómo discernirlo entonces. Las cosas que vi en esos momentos fueron,
extremadamente terribles. Mucha gente perdió el juicio, no fue mi caso, pero
era comprensible que la locura aconteciera.
A los pocos días comenzaron a acumularse los
muertos en diferentes lugares. Las cuadrillas de rescate que organizó el
Ejército trabajaban en algunas partes, otras cuadrillas hechas por civiles
voluntarios hacíamos otro tanto. A trescientos metros de lo que fuera mi casa
estaba la plaza de Concepción, alrededor de ella hubieron no menos de quinientos
muertos, niños, viejos, jóvenes, algunos cuerpos agonizaban junto a otros que
ya habían muerto. Fue una cosa de locos ver eso. Mucha gente trastornada
deambulaba en trance de un lado a otro. Con los días, a medida que íbamos
sacando escombros, un olor nauseabundo comenzó a heder por todos lados. Las
noches arreciaban clamorosas, ante el desconcierto de todos sin poder creer aún
lo que nos estaba pasando. Comenzó a llover desde la primera noche del
terremoto. Las gotas y la tierra se convirtieron en barro que vino a agravar
aún más la sensación de espanto que todos sentíamos.
Los días comenzaron a pasar con una pereza
insoportable, era tan lento el transcurrir del tiempo que daba tiempo para ver,
para escuchar, para contemplar las catastróficas escenas.
Para abastecer a los molinos fabricábamos en la
imprenta bolsas de papel de cincuenta y de veinte kilos; también hacíamos las
etiquetas con las que se identificaban los diferentes productos. Muchos
negocios vendían sus productos sueltos, a ellos los abastecíamos de bolsas
pequeñas de papel y entonces el almacenero, con una poruña, fraccionaba la
cantidad que cada cliente necesitaba. Muchas veces el trabajo era tan grande
que nos veíamos obligados a contratar chicas en cantidad para que cortaran,
pegaran y ordenaran bolsitas de papel, grandes fardos de ellas.
Durante el verano el salón solía estar lleno de
chicas que entre charlas y comentarios enfardaban pilas y pilas de bolsas de
papel. Luego del terremoto el Ejercito confiscó todo lo que creía que podía servirle
a los fines de la emergencia y es por eso que tomó el depósito de la imprenta
en el cual durante meses habíamos estado acopiando bolsas de papel. El Ejército
repartió algunas comidas en bolsas de papel de nuestra imprenta La Victoria.
También fue el Ejército quien, con cuadrillas de trabajo ayudó a rescatar a
sobrevivientes, a amontonar los cadáveres para ser llevados al cementerio.
Cuando los camiones, los coches y las ambulancias no daban a basto para quemar
los cadáveres, las piras se hacían al pie de los edificios donde supieron
habitar cuando vivos.
La segunda noche luego del terremoto nos
encontró a toda la familia reunida junto a algunos vecinos con los que
compartíamos algo de comida; no había más que una ínfima cantidad de agua
potable que apenas alcanzaba para dar un sorbo de tanto en tanto. La lluvia se
empeñó en humedecer nuestros huesos y las pocas frazadas que pudimos conseguir.
Amasijados los escombros, las almohadas, los utensilios domésticos, formaban
masas amorfas en desuso. No podíamos dormir en ese estado, la vigilia se
asentaba en cada uno de nosotros, silenciosa.
Silencio de muerte era lo que se oía y la
lluvia, persistentemente, la lluvia. Mi madre me agarraba la mano con fuerza
mientras le decía que se calmara, que no temiera, pero ella estaba asustada, yo
también lo estaba; una ráfaga de balas se sucedía a otra, eso pasaba una y otra
vez y en la oscuridad no sabíamos a qué atribuir semejantes sonidos. Con los
días sabríamos que era el mismo Ejército quien tiraba contra los bándalos, el
mismo que decretó el toque de queda.
Nosotros permanecíamos quietos, inmóviles
durante la noche, pero parecía que otros no lo hacían. Durante las noches se
movían y aprovechaban, para hacer pillerías, para robar objetos de las
vidrieras del centro. Algunos dueños de comercio habían muerto, y muertos, no
podían defender lo que era suyo o de sus hijos y entonces los desaprensivos
aprovechaban y roban. El Ejército tomó el mando de la ciudad, organizó a los
ciudadanos que estábamos en condiciones de ayudar, fue el Ejército también
quien en las plazas organizó colas y repartió comida porque la mayoría
deambulan en busca de algo para comer, de un poco de agua.
La página en blanco que vendría obedecería al
silencio de imprenta, a la no-palabra, a la imposibilidad en todas sus
costuras, a la ausencia de trabajo, al exceso de hacer que esperaría, a partir
de ése momento, ser hecho. Una página de silencio por los muertos, por la
destrucción, por la desolación por el futuro que esperaría durante años, ahora
sí en blanco, ser escrito.
IMPRESIÓN TERRENAL
Lo que otros oteaban como historia acababa de
desaparecer en esta provincia; no quedaron muros que atestiguasen, ni molduras,
ni trazado original, ni monumentos; hasta el parque automotor desapareció casi
por completo.
Una extensa nada se extendió a partir de
entonces, hacia atrás y hacia adelante en el tiempo. Aunque no fue tan así,
nunca es tan nada la nada. Una catástrofe de semejantes magnitud es bastante
cosa para tener por historia. Si lo que precede es la terribilidad: humana,
edilicia, política ¡Oh Dios la política! económica, histórica lo que queda
hacia adelante en el tiempo es una suerte de emboscada de la que quizás no se
pueda salir, de la que quizás no se quiera salir. ¿O tal vez se pueda ensayar
el tesón del trabajo, el optimismo a ultranza o cualquier conjuro capaz de
mover los ejes y las coordenadas?
Pienso en ese presente que se teñía futurista a
la fuerza, porque ese “hoy” era sólo un caminar sobre escombros un ir–venir sin
saber hasta cuándo ni a dónde. La imprenta estaba destruida, bajo escombros
esperaba ser rescatada, llevada en partes en carreta a algún sitio seguro. La
desarmamos antes de viajar a Mendoza, mientras la tierra aún temblaba y la
vecina de la casa contigua nos avisaba cada vez que una réplica estremecía lo
que quedaba, con el movimiento no nos dábamos cuenta, entonces ella gritaba que
temblaba y salíamos por unos momentos de entre las paredes quebradas de la
casa. Pusimos en cajas las piezas de las máquinas y las inventariamos por miedo
a olvidar lo poco que nos quedaba:
Una Marinoni de origen Francés.
Una Minerva de mano.
Una guillotina Krause. Alemana.
Una perforadora Lepsi. Alemana
Una engrampadora.
Una cosedora.
Cuarenta cajas de tipos.
Las partes de las máquinas las llevamos en unas
carretas prestadas a una finca en Pocito; la finca era de un amigo de mi padre
que tuvo la bondad de albergar nuestros hierros, nuestros amados hierros. La
tristeza con la que llevamos a cabo ese desarme, bajo muros que amenazaban con
caérsenos encima fue indescriptible y sigue siéndolo aún hoy a la distancia en
el tiempo.
Habíamos hecho tanto esfuerzo para levantar esa
actividad comercial, habíamos puesto toda la sangre de nuestros años mozos y
luego del terremoto sólo quedó en pie el recuerdo de lo que fue. Sentado bajo
un árbol en Pocito, luego de guardar las máquinas desarmadas medité largamente
sobre asuntos que nunca, hasta entonces, me habían preocupado: sospeché que en
estas lejanías desérticas la historia se estaba tomando una pausa. Quizás,
certeramente cada comunidad tenga, después de todo, su propio comienzo que cada
tanto se empeña en reinaugurarse, cíclicamente, irónicamente.
Entre la femenina historia y el masculino tiempo
se llevaba a cabo una pulseada que nada tenía que ver con las fuerzas, o sí,
tal vez con las fuerzas de la naturaleza, esa que en virtud de no se sabe bien
qué construye y destruye a su antojo. Creí ver en esos días a Historia y Tiempo
retándose a duelo, una y otra vez. No todos pudimos retener el acontecimiento
en la retina, es entendible que a causa del trauma del olvido los retazos de lo
visto se mezclen, se superpongan y no se sepa bien qué recuerdo es merecedor de
un sitio privilegiado en la memoria.
Muchos estaban muy ocupados tratando de olvidar
lo que, apenas algunas noches atrás, acaba de acontecernos. Y tal vez pudieron
juntar todo en un solo montoncito y simplemente OLVIDARON. El olvido es buen
remedio para algunos males, no así para otros. Sentado bajo el árbol en Pocito
pensé que aquí la historia se eternizó y, metiendo los pies en una acequia,
ELLA repensó el curso de su discurrir: circular, en espiral, oblicuo,
simultáneo, en reversa, verdadero...
Entonces, la naturaleza, la historia y el tiempo
fijaron un rumbo de imposibilidades, decidiendo fluir juntos por la cantera del
decante: no ya por lo que se podía, sino por lo que obligaban las
circunstancias; por la huella que forzó a seguir la huesuda. La mirada
reflexiva se vio desorbitada y debió tornar sobre asuntos fundamentales; obró
sobre asuntos fundacionales, fue inevitable. ¿Qué otra posibilidad me-le quedó?
Yo lo vi con mis propios ojos, fui testigo presencial por eso lo escribí.
UN DESIERTO COMO REGALO
Cuando Dios borra, es que va a escribir algo.
Bossuet. 1627-1704
La desolación del terremoto ha traumatizado la
retina de casi todos y la gente vaga por las calles; algunos buscan sus
parientes, sus amigos, sus animales, otros lo hacen simplemente con el afán de
mitigar la tragedia. Como si el deambular sin rumbo fijo diera respuestas a
preguntas que de duras no pueden formularse. Algunos caminan intentando
encontrar sus casas: sus casas no están, ni sus fachadas, ni los pequeños
rincones que atesoran los recuerdos de la niñez, ni las sombras frescas de las
parras que asilaba los secretos de las largas tardes silenciosas. El dolor en
las caras es un paisaje constante. En la esquina, en la que supo estar abierto
un bar, hecho de una habitación que sobraba en la casa y cuatro mesas de
maderas encoladas ya no está. Todo yace bajo los escombros incluido el señor
Pedro, hombre de edad que lo atendía y los muchos amigos que allí se reunían
todos los sábados a tomar vino y a contar correrías de la semana. Pedro ya no
volvió a estar con el tarrito sacando agua de la acequia para regar el frente.
Sentado desde mi vereda lo observé muchos
sábados hacer las mismas cosas, excepto el sábado anterior al terremoto, ese
día estuve en el Atlético de la Juventud jugando un partido de fútbol que no
pudimos terminar porque cuando estábamos por finalizar el primer tiempo comenzó
a caer una lluvia intensa que en pocos minutos se convirtió en piedra. Luego
tuve que subir al techo, una vez más; desde arriba de las casas los árboles
eran otra cosa, tenía la sensación que se podían tratar de igual a igual.
Ya no me trepo a sus ramas como cuando fui niño,
como cuando el papá nos daba permiso para ver las carreras a la sola condición
de que lo hiciéramos subidos a los árboles. Ya no. Subí por última vez ese
sábado a sacar el hielo, el último hielo antes que se derrumbara el techo y los
árboles fueran los únicos que mantuvieran su erguida postura.
Habían pasado cuatro días desde que ocurriera el
terremoto que dejó mi provincia en el suelo y aún no dejábamos de encontrar
muertos; aparecían de a ratos algunos medio vivos también. Unas de esas tardes
corríamos con una cuadrilla del Ejército por las borrosas calles buscando
heridos, entonces me acerqué a unos escombros creyendo encontrar alguien, había
un zapato de mujer que estaba calzado, grité:
—Aquí hay alguien —dije—, pero al acercarme para
intentar el rescate tomé el zapato y jalé con todas mis fuerzas, ahí me quedé
con el pie en la mano y pude comprobar que esa persona estaba deshecha. Escenas
semejantes sucedían a cada momento.
Nunca he vuelto a ver a tantos muertos, ni jamás
hubiese imaginado lo que significa un cuerpo putrefacto, como emana de él un
olor nauseabundo que se instala en todos lados. Era vano que fuésemos de un
lugar a otro, en todos lados el olor a carne humana podrida o a carne humana
quemada. El lunes siguiente al terremoto el Ejército comenzó a quemar algunos
cadáveres. Hubo algunas familias que no tuvieron ni a un sobreviviente, nadie
que reclamara por ellos, por sus cuerpos; a esos los amontonaban en una pira y
con querosén los incendiaban. Cundió muy rápidamente el temor a las epidemias.
También era verdad que el cementerio se llenó y en el hospital no cabían más
cadáveres. Fueron terribles esos primeros días.
Un anochecer me senté a una distancia prudente,
digamos diez metros y observé arder al fuego, observé cómo sus fauces devoraban
los cuerpos, los huesos, las ropas, los ojos abiertos. Constaté que la piel se
derrite con el fuego, jamás lo hubiera imaginado, se derrite como si fuera de
plástico y chorrea, los huesos son más difíciles, el olor a hueso quemado es
insoportable. En el concierto de olores nauseabundos se perdía todo intento de
diferenciación. Luego llegaron los gendarmes a juntar las cenizas y las
depositaron en un pozo profundo que hicieron en el cementerio. También estuve
allí. Ayudando a cavar el foso. Mi familia estaba viva, pero no podía quedarme
ahí, quedarme a mirar qué. Prefería hacer cosas y ayudar a rescatar a alguien,
todavía sobrevivían algunos cuerpos que esperaban desesperadamente ser salvados
de tanto desastre. Cavamos un pozo de dos metros de profundidad por treinta de
largo, allí es donde llevaron las cenizas de los que quemaron en las esquinas.
Conocí a un muchacho mientras cavaba, debió
tener veintiún años, era apenas un poco mayor que yo; había perdido a toda su
familia y se entretenía en hacer cosas para no volverse loco. Me acompañaba y
yo lo acompañaba a él. Salimos extenuados del cementerio, pero sin conciencia
del cansancio, pasamos muchos días sin dormir, porque las noches eran
difíciles. Mi madre lloraba, los ayes y los sollozos crecían por las noches, y
además estaba la lluvia que no cesaba de caer. En el día salía el sol radiante,
pero en la noche llovía finito y persistente. No hubo piedad en el cielo para
nosotros en esos días... no, no la hubo. La lluvia humedecía las pocas mantas
que podíamos rescatar. El Ejército trajo muchas colchas que mandaba gente de
otros lados, pero todo se mojaba y las sogas improvisadas durante el día no
alcanzaban a asolear la humedad de la noche.
Húmedos, desolados y sin casa, sin comida
prácticamente, sin agua potable, transcurrieron los días y sus noches en un
solo trozo de tiempo continuado. Pasaban los días pero casi nadie podía dormir
por miedo a que temblara de nuevo y las precarias construcciones que habíamos
logrado hacer con palos, plásticos y puertas se nos cayeran en la cabeza y nos
matasen. A nosotros, que éramos los únicos los testigos de esa tragedia,
nosotros, que parecíamos ser los afortunados. Sobrevivimos y allí nos quedamos
viendo el desastre sin dormir, por las dudas.
Volvíamos del cementerio luego de cavar la fosa
común donde muchos estarían pegoteados el resto de la eternidad, en carácter de
víctimas, en carácter de conciudadanos. Muchas, muchas personas que tal vez ni
siquiera saben aun que han muerto. Alguien les habrá avisado, supongo, cuando
llegaron al cielo. Volvíamos del cementerio y nos cruzamos con una chica
hermosa, se veía mal, desgarrada la blusa y sucia la pollera, la mirada perdida
como la mayoría que deambula; nos llamó la atención porque estaba descalza y
nos acercamos a preguntarle, a ofrecerle algo, cobijo, comida, algo. Nos dijo
que no, que buscaba a su novio.
Toda su familia había muerto bajo los escombros,
venía desde La Legua caminado, hacia un día que vagaba en busca de su novio; en
ese momento, como si las desgracias también fuesen santas pasó un camión del
Ejército en el que iba el novio con un cura y tres soldados. Él la reconoció y
prácticamente se tiro del vehículo, la abrazó interminablemente mientras la
chica lloraba, luego se hincaron en el piso y ahí estuvieron llorando y
abrazados largo tiempo. No pudimos irnos y dejarlos así. Estuvimos ahí, mirando
un milagro en medio de tanto horror. El muchacho se tranquilizó un poco y de
inmediato se acercó al cura para pedirle que los casara. El cura accedió y nos
pidió que fuésemos testigos de aquella unión. Nosotros veníamos del cementerio
y estábamos tan consternados como ellos. Accedimos. Allí en medio de la calle,
el cura le pidió a los gendarmes que oficiaran también en la ceremonia y se
pusieron firmes en el otro lado. El cura sacó la Biblia que traía en su sotana
y leyó unas palabras, luego los bendijo y los dio por bien casados. La pareja
se alejó a pie por entre los escombros.
DESTINO OBLIGATORIO
Hacia frió esa mañana y estar haciendo el
servicio militar no era lo que yo hubiera elegido, claro, si alguien me hubiera
dado a elegir. Sin embargo, el respeto a la patria y cierta obligación legal me
sostuvo allí junto a otros muchachos, igual de imberbes, igual de amedrentados,
iguales en todo. Aun en esa igualdad algo me hacía diferente. ¿En qué era
diferente? No lo supe, tampoco lo sabían mis superiores pero igual lo notaron.
Sin haber hecho ningún mérito y quizás porque en mi legajo decía que era gráfico,
en un tiempo en el que ni los jefes sabían que corno significaba ser gráfico,
me nombraron encargado de un depósito. Al otro día del nombramiento y con dos
soldados como ayudantes a cargo, uno riojano y otro sanjuanino, recibí la
visita de mi superior inmediato, que a su vez tenía otro jefe; quien me había
nombrado soldado custodio del galpón. El jefe tenía cara de perro, tres metros
de altura y bigote grueso. Hombre de pocas palabras y garganta seca, habló
fuerte la primera vez:
—Soldado Pizarro, tiene a cargo este galpón,
nadie entra más que usted y sus dos ayudantes. Una cosa más: aquí no se fuma
—dijo el superior—.
Escondido en mi uniforme, contesté que no fumaba
y escuche como el jefe, que, más que satisfecho parecía enojado con la
respuesta, gritó:
—¡PERFECTO!
El jefe se alejó mientras descorrí el portón de
hierro, casi tan pesado como todo lo que había dentro de él. En el interior del
depósito habitaba un increíble desorden, mal podía cuidarse a la patria en esas
condiciones. Las balas servidas y las nuevas se confundían, las herraduras de
los mulares no tenían ningún orden que permitiera herrar a un animal en tiempo
prudente. Así estaba, todo revuelto y patas para arriba. En ese tiempo yo ya
sabía que el orden no era una manía, sino el único modo posible para que una
página pudiera ser leída. Allá en mi taller gráfico imprimir no era sencillo,
cada letra era una pieza de hierro que cabía, ajustadamente al lado de otra. Y
en esas certezas el orden era una necesidad y no una porfía. Sabía de eso más
que de nada, llevaba años en el oficio aunque aun era demasiado joven para
hablar de experiencia.
Quizás por todo eso apenas entré al depósito
supe cuál era el deber que nadie me exigía. Con un par de telas improvisé un
escritorio y parado como estaca esperé al jefe otra mañana fría cuando vino a
avisarle que se prepara porque una inspección vendría desde Buenos Aires. Al
entrar al galpón el jefe “cara de perro” casi moja los pantalones al ver la
transformación del lugar.
—¿Y ese escritorio soldado, de dónde lo sacó?
—gritó el superior—.
—Son cajones nomás, con unas telas, —dije—.
Pero además había llevado de mi taller unos
libros en los que había inventariado hasta la última arma que había allí; hice
imprimir unos talonarios para registrar las entradas y las salidas de elementos
del lugar. El jefe no paraba de abrir los ojos y de felicitarme por la
colaboración. La inspección llegó finalmente y nos encontró al jefe y a mí
junto a los dos ayudantes apostados junto al depósito.
—Muy bien, muy bien decía el inspector y por
supuesto el jefe no pudo con su perrera y se adjudicó los méritos.
—Nos hemos preocupado por hacer de este deposito
un ejemplo... y pa pa rapa pa., pero en esta transformación mucho ha tenido que
ver el soldado Pizarro —mencionó el jefe—.
La inspección había venido muchas veces antes y
entendió rápidamente como eran las cosas. Quizás por eso lo felicitó al jefe
como el rango obliga, pero después me felicitó dos veces a mí. Nadie me dijo
qué tenia que hacer, ni cómo, pero lo hice igual. Tal vez eso era lo diferente
que yo tenía: me mandaba solo y me mandaba a hacer las cosas bien en cualquiera
lugar que estuviese. No lo hacía por merito, tampoco por ascender en el rango
porque desde que ingresé supe que no me quedaría allí ni un minuto más de lo
necesario. Creo que lo hacía por mí mismo, por sentirme útil aunque estuviera
haciendo algo que me parecía del todo innecesario para mi vida.
Al despedirme del servicio militar tuve una gran
sorpresa: el jefe máximo rompió la regla que demandaba el ritual militar y,
luego de nombrar uno a uno a todos los soldados hizo algo inesperado. El hombre
que hasta era mi superior en rango, bajó de su palco e hizo un reconocimiento
de honor. Él caminó unos pasos hasta la fila y me abrazó. En aquel abrazo me
susurró una orden que intenté cumplir, inclaudicable, hasta el final de mi
vida.
—¡Sea feliz, soldado Pizarro!
LA ESTRELLA DE LA SUERTE
Hoy el presente está contra el presente. Todo lo
que nos rodea tiende a hacer que podamos vivir menos el presente en cada uno de
nuestros días presentes. Héctor Álvarez Murena. 1923-1975
Derecho de Prepotencia.
Hacía pocos días que habíamos llegado a Mendoza.
Nos instalamos en una casa precaria mi madre, mi padre, mis hermanos y yo. El
Gobierno había hecho gestiones y de acuerdo con nuestros saberes nos
distribuyeron, algunos por aquí otros por allá. Como yo tenía bastante idea de
imprenta me ubicaron en una empresa grande “Litografía Cuyo”. De su dueño aún
tengo buenos recuerdos, sobre todo porque fue benevolente conmigo y porque se
enojó mucho cuando le dije que ya no trabajaría más allí. Me preguntó con su
voz de trueno:
—¿Has tenido algún problema muchacho?
Yo tenía algo más de veinte años y unas ganas de
trabajar que daban miedo.
—No señor, es que con mi hermano hemos rearmado
la imprenta en mi provincia. Me vuelvo a San Juan, para trabajar en lo mío —le
dije, tranquilo—.
Él no lo entendió del todo, enojado y
refunfuñando me extendió un certificado que acreditaba mi buen desempeño en su
firma. No es por vanagloriarme, pero creo que había un poco de tristeza en su
mirada ese día. Paternalmente insistió, por él en primer término, pero creo que
también fue por mí:
—Si no te va bien en tus rumbos podés volver
muchacho, aquí siempre tendrás un lugar donde trabajar y un amigo esperando que
reconsideres la oferta —esas fueron sus palabras de despedidas—.
Creo que fui hasta ingrato con él, porque nunca
volví ni a saludarlo siquiera. Era tanto el entusiasmo por volver y hacer de mi
incipiente imprenta un lugar pujante; era tanta la desesperación que sentía a
causa de vivir lejos del terruño y además, extrañaba los colores de mi paisaje
cotidiano. Era buena la propuesta de trabajo que el hombre me hacía, de igual
modo no me detuve a pensarla ni un minuto. Ni por un segundo estuvo en mi mente
la idea de quedarme a trabajar lejos de mi provincia, aunque no fuese más que a
doscientos cincuenta kilómetros la extensión que me distanciara de mi tierra
natal.
Marzo de 1944. Mendoza. Argentina. Desolación.
Desolación. Desolación. ¡Desolación! Lejanía: allí estaba yo, caminando por
calles desconocidas, llevaba un saco puesto y eso era decir bastante, porque
apenas si pudimos rescatar alguna ropa y mi madre con mucho esmero había
logrado ponerla en uso. Era sábado por la mañana, casi las ocho de la mañana,
me dijeron que el dueño de la firma me esperaría a esa hora. Entré a la empresa
y efectivamente me esperaba. El salón de trabajo era un galpón enorme, en el
centro había un cuadrilátero de vidrio desde el cual se podía ver todos los
rincones del galpón; esa misma pecera gigantesca era el foco de atención hacia
donde todos miran cuando estaba el Jefe.
El único jefe que tuve en mi vida se llamó Luca
Sacinesta. Hombre serio y de mal carácter. Él era dueño, él era a quién yo
buscaba, me recibió y me dijo que me sentara. Me llamó “muchacho” siempre,
aunque le repetí que me llamaba Benito Pizarro tres veces, contando con la vez
que se lo dije a la secretaria, una chica linda que me invitó con un café. Ya
le había dicho que mi nombre era Benito Pizarro igual que mi padre, pero
insistió en decirme “muchacho”. ¡No lo iba a contradecir la primera vez que lo
veía!
Acababa de discutir fuertemente con uno de los
empleados, creo que por algo de dinero; lo vi desde afuera donde esperaba
sentado; a través de la burbuja de vidrio transparente todo podía verse y todos
vimos lo que ocurrió allí dentro. Los empleados y yo vimos una trifulca laboral
terrible. El empleado lo insultó, lo agravió y le dijo palabras desagradables sobre
su madre, sobre su hermana, sobre sus hijos y la posteridad; por fin el
empleado salió a toda furia y golpeó la puerta que por milagro no se rompió.
Fue entonces cuando el jefe se levantó de su sillón de directorio y me hizo
pasar con un gesto de mano:
—¿Vos sos el sanjuanino terremoteado que me
mandó la Sociedad Gráfica?
—Sí señor, soy yo, pero si quiere vengo en otro
momento —mi tono debe haber delatado el susto que sentía—.
—No te preocupes, esto es así permanentemente,
el único problema es que ahora me quedo cortado para entregar esas etiquetas
—me señaló con el dedo una mesa grande tapada con papeles—.
A lo largo del galpón había por lo menos treinta
mesones, con rueditas que se movían de aquí para allá y gente sobre ellos
trabajando. En nuestra imprenta también solía haber mucha gente en ocasiones,
pero nunca tanta.
—Fijáte, ese trabajo lo tengo que mandar el
lunes sin falta, es para una bodega que está embotellando, de la firma
Escoriguela Hnos. Me corta las piernas este infeliz y se va. Después va a
volver a pedirme trabajo de nuevo, y como yo soy tan estúpido lo voy a volver a
tomar. Es un infeliz, me pide aumento todos los meses ¿Podés creer vos? —dijo
el jefe—.
Yo callado, qué le iba a decir: que venía de un
horror como nunca en mi vida hubiera imaginado vivir, que vivía bien, muy bien,
que era mi propio jefe, (claro cuando lo del papá las cosas se pusieron feas,
mi juventud no fue como la de otros, dejé la escuela, en fin... pero con los
empleados ayudando nos pudimos recuperar), además la pasábamos bien todos,
nunca teníamos escenas como la que acaba de ver. Era cierto que trabajábamos
mucho, a veces hasta trabajábamos los domingos, pero después salíamos al cine o
un baile. Yo tenía el auto de mi papá, que me ayudaba bastante con las chicas,
con la vida social... pero ahora nada, todo era nada. Mi madre con sus ojos
tristes me hacía un té en la mañana... Apenas hacía cuatro días que habíamos
encontrado una casa donde vivir y eso porque teníamos guardada una platita,
pero la casa paterna ya no estaba y eso nos dolía, y la imprenta... estaba toda
desarmada en la finca de Pocito; por suerte ese hombre había sido tan generoso
ayudándonos tanto... En esas cavilaciones estaba cuando me interrumpió el
hombre.
—¡Muchacho! ¿Qué té pasa? ¡Estás en la luna de
Valencia! ¡Ya veo la que se me viene con vos también!
—No señor, disculpe es que... me perdí un
momento, pero no pasará de nuevo, -le aseguré.
—Sí, sí, sí, ya me han advertido de sus
pérdidas, de sus arrebatos de llanto; igual, te digo que los entiendo, es un
espanto perder hasta el apellido y encima tener que irse a otro lado a vivir
¿Es verdad que hay tantos muertos, tanto olor a muerto? —me pregunto
crudamente—.
—Sí Señor, es verdad, pero el ejército los quemó
o enterró rápidamente —respondí—.
—Bueno no importa. ¿Querés quedarte a trabajar?
—preguntó—.
—Por supuesto, a eso he venido —le dije—.
—Lo que hay en ese mesón, —me lo señaló con la
mano—, ¿té animás a cortarlo? No hace falta que cortés todo, con unas pocas
etiquetas estoy hecho; total, le digo al bodeguero que se me complicó un poco,
pero no lo dejo en la lona al tipo, que además, me paga muy buena biyuya.
A los cinco minutos estaba arremangado
trabajando. Tenía a mi disposición una Polaris totalmente automática, en
nuestra imprenta teníamos guillotina, naturalmente, pero era totalmente manual.
Lejos de sentir que trabajaba esos primeros momentos fueron como jugar, como
ser niño nuevamente y poder volver a jugar en la acequia con barquitos hechos
de papel.
Pasó el tiempo como si estuviera dentro de un
túnel; a eso de la una vino a verme el jefe para avisarme que ya era la hora de
irse. Le dije que no, que prefería quedarme, bajó entonces cargando una bandeja
con un sándwich y una gaseosa Crush. Algo comí, pero en verdad quería trabajar,
hacía días que no hacía nada de lo mío; en la imprenta nunca cortaba etiquetas,
pero eso no importaba ahora de cualquier modo lo sabía hacer sin problemas por
el oficio además, sentía desesperación por trabajar.
—Me tengo que ir, a la tarde vuelvo, muchacho, no
te vuelvas loco, es un poco nomás —dijo el jefe—.
El jefe volvió a eso de las ocho de la tarde,
vino con la mujer. Los dos venían en pinta. Linda la esposa, con una pollera
hasta la pantorrilla y un sombrerito muy elegante, iban de fiesta.
Acordamos que cerraría con llave hasta volver,
porque recién llegado, no acepté la responsabilidad de quedarme con la llave en
mi mano. Me la ofreció, pero no me pareció apropiado y me rehusé. A última hora
volvieron y el jefe me despertó. Me había quedado dormido, estaba acostado
sobre la mesa vacía, exhausto. Él no podía creer todo lo que había hecho, me
felicitó y hasta me dio un abrazo.
—¿Las cortaste todas? ¡Sos un bárbaro; no puedo
creerlo! —decía admirado el hombre—.
Esa noche el tipo me echó un rollo de billetes
en el bolsillo de la camisa. Comenzó a forjarse un código que se acrecentaría
durante todo el año que estuve trabajando en su litográfica. Allí, cada vez que
tenía un apuro o una urgencia, me llamaba a la pecera y me pedía, en
confidencia, que me quedara a trabajar después de hora. Yo me quedaba porque me
convenía, además ¿qué más podía hacer? Cada momento que pasaba sin trabajar
inmediatamente me asaltaba el recuerdo de mi provincia, de los muertos, de la
imprenta deshecha, de mi mundo caído al piso y no me gustaban nada esos
recuerdos. Mi madre me contaba de los heridos, de la gente que estaba en el
hospital, muchos habían sido trasladados y algunos estaban mal, como en shock.
Las noticias llegaban permanentemente desde
nuestra provincia, pero no eran buenas, nada buenas. Los domingos eran tristes
y en verdad prefería pasarlos trabajando de sol a sol, de domingo a domingo;
hubiera trabajado mientras dormía si eso no me hubiera matado. La relación con
el jefe fue buena, igual que la que tenía con mis compañeros de trabajo, claro
que ellos me miraban con cierta lástima; creo que era lástima, y me preguntaban
detalles del terremoto. La verdad, en esos días trataba de no ser muy sociable
porque no me hacía bien recordar, prefería olvidar un poco, un rato. Por suerte
para mí esa necesidad de olvido se fue disipando y rápidamente empecé a
extrañar, a querer volverme a mi ciudad. Un sábado de esos en los que me
quedaba a trabajar horas extras el Sr. Sacinesta volvió a las nueve, un poco
más tarde que otras veces, traía un saco en una percha de la Casa Gimbernat
Prim que tenía una sucursal en Mendoza.
—Ponéte el saco y me acompañas a una
inauguración —dijo imperativo—.
Quise decirle que no, pero en verdad no me
animé. Terminé poniéndomelo y sentándome en el asiento del acompañante; salimos
en su lujoso auto a la inauguración de un barrio.
Allí me enteré que el jefe, además de la
litografía, tenía otros negocios, en particular el de la construcción. Esa idea
me gustó bastante, la de diversificar las labores y me la apropié para mi vida
futura.
Después del quinto mes de trabajar en Mendoza,
mi hermano y yo comenzamos a hablar de “volver”, pero ¿cómo hacerlo? Resolvimos
que yo seguiría trabajando en la litografía para ahorrar dinero y él volvería y
levantaría un saloncito, algo donde ubicarnos, aunque más no fueran cuatro
paredes con un techo donde empezar, otra vez; aunque estaba claro que ya nada
sería igual.
Muchas veces empecé mi vida de nuevo, en muchas
ocasiones y por muchas rutas diferentes. Pero cada vez entendí un poco más
aquello de... “muchas veces hay que recomenzar el camino, pero jamás se está en
iguales condiciones”. Empezar se empieza, pero yo ya no era el mismo, ni la
provincia, ni la gente, ni siquiera las entrañas de la tierra eran las mismas.
Todo había cambiado, desde las cosas más profundas hasta las más superfluas.
Luego del terremoto el Gobierno había sido intervenido ¡una vez más! Cómo si
las desgracias naturales no fueran suficientes, también se abatía sobre la
provincia una tormentosa vida política.
Las pasiones políticas parecían no tener paz y
los hombres se trenzaban en peleas a tiros por las calles como si la vida, sus
propias vidas, no valiesen más que un voto con muchas probabilidades de ser
fraguado. No entendí nunca esta parte de los seres humanos, o más bien sí que
la entendí, pero no la elegí. Entre 1930 y 1944 se sucedieron algo así como
dieciocho personas en el cargo de mandatario provincial y sólo cuatro fueron
elegidos, el resto estuvo enviado por el Gobierno Nacional a intervenir en los
asuntos provinciales. Muchas veces me pregunté si el terremoto no tuvo algo que
ver con tanta ira política, con tantas pretensiones de poder. Con tantas ansias
de querer mandar en un pueblo en que la gente no necesita ser mandada, quizás
administrada, pero gobernada a punta de pistola, seguro que no.
Mi padre me habló muchas veces del riesgo que
corría la imprenta si trabajaba para los hombres de la política, porque ellos
eran bárbaros a la hora de actuar y quemaban las máquinas que no tenían nada
que ver con los votos. Eso ya les había pasado a unos cuantos que tuvieron
imprenta y además de votos hacían diarios. Ocurrió varias veces, que los
contrarios enardecidos por algo que había salido publicado, sin preguntar cómo
ni cuándo quemaron máquinas, que nada tenían que ver con asuntos humanos. Hasta
ese entonces dudé aunque obedecí.
Se hablaba mucho de los Cantoni, yo había visto
a uno de ellos cuando niño, el día del tiroteo en la Casa de Gobierno; quince
años después seguía escuchando hablar de ellos, parecían una plaga. Lío que
hubiera, lío en el que andaban enredados ellos. Algunas cosas buenas hicieron
también, seguramente, pero les tomaba demasiado tiempo pelearse con media humanidad
para mi gusto.
Desde que mi padre inició la imprenta existía la
“Liga para la defensa de la producción, la industria y el comercio”, donde supo
estar adherido como comerciante; luego lo seguimos estando nosotros. Con la
“Liga…” giraron petitorios al gobierno irigoyenista, luego al de Justo, no
recuerdo a qué otros más le enviamos pedidos para que bajaran los impuestos e
hicieran obras públicas. Porque los enfrentamientos políticos y las continuas
intervenciones causadas, directa o indirectamente por los Cantoni, no nos
dejaban ver los abusos que se cometían y el caos administrativo que existía en
todos los órdenes. Los tipos se la pasaban peleando de sol a sol, y entre tiros
y tiros tomaban vacaciones en la penitenciaría bastante seguido. En esos climas
belicosos e inseguros vivimos durante tantos años hasta que la tierra misma
dijo BASTA. Basta de balas, basta de sangre derramada. Varios de los
interventores dejaron la polvareda de lo rápido que pasaron por Pocito para
salvar sus vidas, otros no pudieron lograr ni siquiera eso.
Cuando abrimos la imprenta de nuevo, después del
terremoto, ya no me cupieron dudas y retomé, ahora con voluntad y decisión
personal, la determinación de no trabajarles nunca a los políticos ni a los
partidos ni a los diarios, porque la vida productiva, la gente trabajadora se
presenta a su labor haya o no haya elecciones. En cambio, ellos no, son tibios
y acomedidos; el que tiene su comercio, lo cuida, lo mantiene, cuando le va
bien festeja y cuando le va mal trabaja el doble para que no se note tanto.
Mis hermanos volvieron y comenzaron a construir.
Una pared de adobe en el lado Este fue la primera que vi cuando llegué a San
Juan; ya era noviembre y hacía bastante calor. Nada era igual, me costó
encontrar la localización de la tierra en donde supo estar la casa paterna, la
imprenta, la niñez... no había señas de la ciudad de “antes del terremoto” que
guiara mi búsqueda, vagué errante hasta que finalmente alguien me señaló la
orientación, encontré a mis hermanos y me puse a ayudarles.
Cada sábado, después de salir de la Litografía,
me subía al micro de línea que venía desde Mendoza hasta mi provincia y me
ponía a trabajar con ellos. Rápidamente estuvo lista la primera habitación y
fue entonces cuando fuimos hasta la finca de Pocito donde estaban guardadas las
máquinas, desarmadas, arrumbadas. ¡Qué tristeza nos dio cuando entramos! Yo
quería esos hierros como si fueran amigos, después de todo eran mi compañía de
tantas horas; esos hierros forjaron mi sueño de volver para trabajar en lo mío.
Muchos meses se sucedieron con igual ritmo,
pasaba el fin de semana construyendo, rearmando las máquinas; luego, a las
cinco de la mañana del lunes salía en el tren Cuyano que me devolvía a Mendoza
justo a las siete y media de la mañana. Me bajaba, algo dormía en el camino y
me sentaba en la confitería La Cueva que quedaba cerca de la estación. La
señorita que allí atendía ya me conocía, sabía que estaba apurado porque a las
ocho entraba a trabajar, me traía un café con leche en una gran taza de loza
blanca con medias lunas y semitas. Esa era mi recompensa por haber trabajado
todo el fin de semana en rearmar las máquinas de nuestra imprenta. Recién a la
noche volvía a ver a mi padre a mi madre, que me esperaban ansiosos para que
les contara de los tíos, de los vecinos, las novedades, los avances y algunas
pérdidas de amigos que aun se desconocieran por la distancia.
Un sábado a la noche festejamos con mis hermanos
y unos cuantos amigos que vinieron al convite. Habíamos terminado de armar todo
y estábamos en condiciones de reabrir la imprenta. Le cambiamos el nombre,
desechamos el antiguo nombre impuesto por mi padre “La Victoria” y le pusimos
“Imprenta Pizarro”. Así se llamó hasta que la cerré cincuenta y cinco años
después.
Mis padres y hermanos ya habían vuelto a la
provincia; instalados, esperaban que volviese para quedarme definitivamente. El
día en que dejé Mendoza para volver a San Juan, el jefe me tenía preparado un
regalo, un impermeable gris muy elegante, y un sobre con un montón de dinero. No
sé si me lo merecía o no, lo necesitaba absolutamente y lo tomé sin rezongos,
se lo agradecí por supuesto.
Le estreché la mano y nunca, nunca más volví a
verlo.
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