Novela
corta
2003
Tal es, sin duda, el
objetivo de los HYPOMNÉMATA: hacer de la recolección
del lógos fragmentario y transmitido por la enseñanza, por la escucha o por la
lectura, un medio para el establecimiento de una relación de uno consigo mismo
lo más adecuada y acabada posible. Ahí radica, para nosotros, algo paradójico:
¿Cómo situarse en presencia de sí mismo mediante el auxilio de discursos
intemporales y recibidos un poco de todas partes?
Michel Foucault
A UN CUERPO DE DIFERENCIA
La imprenta le
dio al hombre tribal un ojo a cambio de un oído. Marshall Mcluhan. 1911-1980
Agustín De la
Fuente tocó el portero de mi departamento; lo hice pasar, naturalmente. Dijo
que quiere entrevistarme, dijo que es para un trabajo que está preparando.
Alto, de cara lampiña y cuaderno en mano me expuso su asunto:
—Verá señor
Pizarro, tengo entendido que usted ha sido uno de los entrevistados en el
documental “La Grieta” —dijo el joven—.
—Sí,
efectivamente —respondí—.
—Estoy
preparando mi proyecto de tesis —agregó el chico—, he trabajado sobre algunos
problemas de documentación de la provincia. Especialmente sobre la época
posterior al terremoto. Investigando, pude comprobar que no hay mucho material
publicado sobre los años que van desde el cuarenta y cuatro al cincuenta. Están
los diarios, algunos anecdotarios, pero creo que faltan datos, sobre todo,
aquellos provenientes de testigos presenciales del terremoto. Una de las
variables que me falta corroborar es la de memoria oral. En la facultad nos han
nombrado el documental “La Grieta”, en la cátedra de Historia Local.
Agustín De la
Fuente me contó que luego de todos los estudios que ha hecho para obtener su
título, sospecha que cierta riqueza informativa y de identidad cultural se
concentra en algo que llamó “memoria oral”. Me parece bien, ese modo de
nombrarla.
Volverá en tres
días. De la Fuente… De la Fuente... No conozco a nadie con ese apellido. Tres
días es el tiempo que le he pedido para preparar algunas reseñas.
Tres días
después he seleccionado papeles, pedazos de cuadernos, historias de mi vida, de
mi imprenta, de mi provincia. Anotaciones que he realizado en diferentes
momentos de mi historia personal. ¿Qué parte sería apropiada presentarle al
muchacho? ¿Cuál de todos los cuadernos? ¿En qué orden sería preciso dejar que
salgan estos fragmentos frente a sus ojos?
Es un hombre
joven, por lo tanto arrogante.
Creo que un día
y un humano se parecen mucho: ambos nacen de igual esfuerzo, se rajan entre en
tiniebla y desperezan su auroral mirada, luego crecen rápidamente. A la hora
del sol alto el niño ya es un humano joven que nada sabe de la vida y derrocha
el vigor que corre por sus venas sin ton ni son. De ahí en más humano y día
declinan aparejados, el día traza sus últimos cuarenta y cinco grados, el
humano inscribe su paso en la tierra.
Allá, en el
fondo de la hoja, está el tiempo caminando alrededor del círculo que
inevitablemente prefigura su recorrido cercando a la palabra. Ese deambular,
ese confundir la palabra con la plaza es la alerta. Es la señal que augura que
se fraguan los rastros del pasado sobre los zapatos brillantes del presente.
Estoy escribiendo rótulos para cosas que han sido. Eventos a los que es
menester adjuntar una tarjeta aclaratoria que dé cuenta del por qué de una
reunión, o del asunto más relevante acontecido allí. Sentado en el fondo del
mundo hay alguien pegado a su guitarra, cantando, orando, silenciándose
lentamente por dentro. Escucho el tañido del instrumento como eco de fondo en
mi imprenta. Donde la curiosidad de mi ser encontró una maravillosa expansión
del mundo; donde miles de cosas ocuparon mi mente y corriendo por ella con la
misma velocidad que la tinta lo hace sobre el papel.
El fragmento
que sigue lo encontré hace mucho tiempo y me gustó, tanto, que hice un linotipo
con él. Leí que este pensamiento fue expuesto a sus aprendices por un samurai
japonés, del que sólo sé que vivió hasta el comienzo del año mil setecientos:
“Seguramente no
existe nada salvo la sucesión continua del presente. La vida entera de un hombre
es la sucesión de un momento seguido por otro momento. Si alguien entiende
plenamente el momento del presente, no habrá nada más que hacer y nada más que
perseguir”.
Acabo de
encontrar la forma del linotipo en un rincón de un armario envuelto en papel amarillento,
la tarjeta pegada al frente del paquete indica: “Leyenda japonesa sobre cómo
interpretar el presente". ¿Le podrá servir esto al joven que quiere
entrevistarme?
Describí mis
yoes como una estrategia posible que tuvo como fin construirme. Creo que eso
fue lo que hice, lo que intenté hacer durante toda mi vida. Al leer las
biografías de algunos que azarosamente llegaron hasta mis manos, algo de esos
hombres ingresó por mis ojos y me conmovió el alma. La de Churchil por ejemplo.
Entonces, ya no fui el mismo, sino otro que fue-será. No pude completar mi
educación escolar, acepté sin más que mi destino era otro, que mi sino venía
rumbeando por otra parte. Di paso a mi curiosidad y ella se esforzó por
enseñarme muchas cosas; fui dócil y colaboré; fui obediente, eso sí, e
imbatible en mi labor. Nunca, en sesenta años de empresa llamé a un técnico. Me
senté delante de la máquina y la observé, la escuché, leí el manual de
instrucciones atentamente, y con paciencia de historiador fui desarmando uno a
uno sus engranajes hasta detectar la falla en el sistema. Descubrí así los
finos mecanismos que arguye la técnica. La técnica fue, después de los manuales
de uso, mi mayor fuente de curiosidad. ¡Ah! También sedujo a mi curiosidad
conocer a las personas a través de su grafía.
Regreso al
sitio en el que archivo los cuadernos en los que escribí cosas de mi vida cada
vez que necesito mirarme, escucharme, escribirme, recordarme. Retazos de mí que
me pertenecen y a los cuales pertenezco. Cada tanto extraigo una parte y lo
releo.
Me releo: sobre
la imprenta, no en sentido de trabajo, sino en sentido de resquicio humano;
aunque también en sentido de trabajo. En la imprenta aún le queda al cliente un
ápice de exclusividad. Allí la tecnología más avanzada sólo sirve para acelerar
los procesos de producción. Sirve para que el producto guarde las máximas
normas de calidad, pero no para satisfacer otro pedido. Cualquier producto
nuevo encuentra solución, otro consumidor, otro cliente posible. En cambio, un
pedido hecho a una imprenta, tarjetas personales, facturas, libros, cajas
impresas… cosas que en su calidad de objetos guardan una similitud extrema a
otro de su especie, pero que no le viene bien más que a un sólo cliente en el
mundo. A ese que manda a hacer el pedido. Lo que constituye la diferencia es el
impreso en el papel, la letra que nombra al dueño; aquél que se pretende
propietario de ese pedazo de mundo, impreso por supuesto. La pieza gráfica en
tanto propiedad nombrada; ya una caja de comida para llevar que tiene impreso
el nombre del negocio, ya una tarjeta personal con las señas particulares, es
un objeto de uso, ocupa un espacio como otro cuerpo cualquiera. Hablo del
cuerpo, de ese que se arquea en cada paroxismo, de ese que vibra al sentir el
metal cercano a punto de grabarlo. Cuerpo en que se hunde la profundidad de un
lenguaje, de una lengua, de un código. Hablo de nuevos estilos tipográficos
naciendo en agencias creadas para eso. Hablo del cuerpo de la letra,
naturalmente. Durante toda mi juventud armé palabras en componedores, observé
la oscilación de los cuerpos entre seis y sesenta. Aprendí a distinguir al
tacto las mínimas diferencias de tamaños. Compuesta la forma estuvo lista a
pasar la prueba de tinta.
Sentado en mi
escritorio los releo. Los ordeno. Estoy revisando antiguos cuadernos. El hábito
de la escritura inculta me enseñó muchas cosas; documentarme fue una de ellas.
Por eso adjunto a cada relato una nota comprobatoria, un recorte de diario, una
foto, una aclaración, una interpretación, un vestigio que me ayude a
reconstruir ciertas relaciones entre los hechos a la luz del paso del tiempo.
Hay una línea
que divide la historia de mi vida y la de mi ciudad en dos. Una línea que en
todo se asemeja a un cuchillo filoso. Una línea que dejó como saldo dos historias
y un mismo modo de contarlas.
Dicha deliberada disparidad no excluye la unificación. Pero ésta
no se efectúa en el arte de componer un conjunto: se debe establecer en el
propio escritor como resultado de los HYPOMNÉMATA, de su constitución (y por
tanto, en el gesto mismo de escribir), de su consulta (y por tanto, en su
lectura y relectura). Cabe distinguir dos procesos. Por una parte, se trata de
unificar estos fragmentos heterogéneos mediante una subjetivación en el
ejercicio de la escritura personal...Viene a ser en el propio escritor un
principio de acción racional... Pero a la inversa, el escritor constituye su
propia identidad a través de esta recolección de cosas dichas.
Michel Foucault
DESENCUENTRO
Los tres días
acordados con el joven han pasado. Durante ese tiempo he buscado y recordado
grandes y pequeños acontecimientos. El timbre del portero sonará de un momento
a otro.
—Pase, siéntese
donde quiera, traigo una taza de café y comenzamos a charlar.
Mientas preparo
la infusión Agustín De la Fuente acomoda un pequeño grabador con el que
pretende captar la charla. Lo observo seguro de sí mismo, casi soberbio,
apoltronado sobre sus años de universidad. A punto de completar un saber casi
perfecto para él. Me pregunta desde lejos:
—Cuénteme, ¿qué
pasó después del terremoto? ¿Se quedó o se fue?
—¡Usted quiere
saber sobre el tiempo posterior al terremoto! Ese fue un buen tiempo, difícil,
pero bueno. Me recuerda a mi infancia; por lo pobre, digo. Durante ese tiempo
también hice el servicio militar.
—Estuve
revisando papeles viejos, mi costumbre de escribir sobre todo creo que le puede
servir mucho a usted que es joven. A mí también me sirvió, pero debo reconocer
que de otra manera. Usted es un estudioso y la documentación le resulta
fundamental; no crea que no lo entiendo. Yo he sido un trabajador y no lamento
mi falta de estudio porque, a mi manera, también me lié mucho con los libros.
En cambio, me pueden anotar entre los primeros setecientos sanjuaninos que
tienen más horas de trabajo en el lomo. Perdone que le hable tan crudamente,
pero es la pura verdad.
No estoy seguro
qué tipo de relato puede serle útil y por eso fui agrupando algunos escritos
por épocas, por temas. En fin, quizás usted los pueda organizar de otra manera.
Tómese toda la libertad que necesite.
—Sí, le
agradezco que se haya tomado ese trabajo, pero sólo necesito lo que tenga que
ver con los años posteriores al terremoto. Don Benito, no lo tome a mal. ¡Por
favor le pido!, pero no tengo tiempo de volver tantas veces a entrevistarlo.
Necesito que vayamos al grano, directamente. ¿Me entiende? —eso dijo el joven—.
—Claro que lo
entiendo, —respondí—, pero es usted el que no va a entender nada si pretende
conocer una ínfima parte de toda la historia. ¿Cómo va a comprender lo que
significó, para cada uno de nosotros, las pérdidas que hubo en el terremoto, si
antes no puede valorar lo que era la ciudad? La ciudad y las personas tienen
una unión muy profunda y, de eso, yo quisiera que usted se entre. En estos
papeles antiguos encontré algunas historias de mi niñez. ¡Léalas por favor!
Puede llevárselas y luego me las regresa.
—No, no podría
hacer eso, si las llegase a extraviar o si por desgracia se destruyeran se
quedaría usted sin sus memorias. —acotó De la Fuente—.
—No se haga
problema, tengo tantas... a esas historias las escribí dos y tres veces en
diferentes momentos de mi vida. Si me falta una ya aparecerán las otras.
Además, pienso que a usted le van a hacer más falta que a mí.
El joven tomó
las hojas mecanografiadas algo disconforme. Me dejé una copia en carbónico de
todo y le di a él los originales. Se bebió el café de un solo sorbo y salió de
casa notablemente furioso.
LA MIRADA INTACTA
Plutarco:
“...esto es lo que yo mismo hago también; de los muchos pasajes que he leído me
apropio alguno. El de hoy es este que he descubierto en Epicúreo (pues
acostumbro a pasar al campamento enemigo no como tránsfuga, sino como
explorador)” Libro I. Carta 2.
PLAZA. Ese
sábado corríamos por la plaza de un lado al otro intentando no ensuciarnos las
rodillas, como siempre, sin lograrlo nunca. Ibamos de la imprenta a la plaza y
de la plaza a la imprenta. Mi padre y los hombres que allí estaban trabajaban;
no como otros que, pegados a la moda que comenzaba a instalarse, preferían
descansar los sábados por la tarde. Estos últimos dejaban sus tareas para ir a
misa o a un bar a contar historias.
Esa tarde de
sábado las mujeres organizaban una colecta en la plaza, mi madre entre ellas,
para una guerra que se llevaba a cabo en España. Algo de Guerra Civil oí sin
entender de qué se trataba. No teníamos nada que ver con esa gente, según
explicaba mi madre, pero sí con la fe. Era la Iglesia la que convocaba,
entonces ahí estaba ella, fiel devota, cumpliendo las órdenes del párroco.
Nosotros corríamos por debajo de la mesa de la colecta y mi madre nos advertía
que no debíamos hacerlo, porque de lo contrario caería no sé qué catástrofe
sobre nuestras cabezas.
Sentados en el
banco de la plaza Juan y yo conversábamos de lo ocurrido la noche pasada,
viernes por la noche. Juan era flaquito y pobre, tenía unos zapatos negros
desteñidos por el uso. No le pertenecieron desde el principio de la vida de los
zapatos, no; habían sido de un primo y él los había heredado. Jugaba con mis
hermanos después de cenar cuando Juan y sus ojillos negros golpearon la puerta
de mi casa en la noche del viernes. Juan iba a la escuela al turno de la noche;
era de noche cuando entraba y lo mismo cuando salía porque él trabajaba.
Nosotros en cambio íbamos a la escuela a la hora que lo hacía la mayoría de los
niños, temprano en la mañana. Mis hermanos mayores nos llevaban y nosotros
llevábamos a mis hermanos más chicos. Juntos salíamos de la casa y volvíamos.
Mis hermanos llegaron hasta la universidad, yo no, pero eso es otro asunto.
Juan golpeó la
puerta de casa y pedí permiso para salir.
—Sí, pero no se
aleje —dijo mi padre—.
Susurré un sí
señor, que apenas se oyó. Cuando cerré la puerta ya corríamos hacía un rato.
Juan, sus ojos y yo corríamos por la calle de tierra mientras le preguntaba qué
pasaba. Él no contestaba; iba a la escuela con unos niños mayores. Esa noche a
la salida algo pasó.
El sol había
brillado hasta el hartazgo ese día agrietando la faz de la tierra. A la hora de
la luna la tierra irradiaba silenciosa todo lo recibido. Juan caminaba con un
compañero más alto que él y otro mayor. Bastante mayor, tanto, que ya andaba en
cosas de hombres. Es decir, en cosas de mujeres. El resto aún no, pero
acompañaban. Fue él quien les habló del Pasaje Calera. Pasaban por la esquina
del Pasaje todas las noches cuando volvían de la nocturna. A veces veían riñas,
pero esa noche las cosas se agravaron de una forma atroz. En el Pasaje Calera
vivían chicas; de esas que se visten con ropa extravagante. El Rengo las
cuidaba y las regenteaba. Las había traído a esas casitas desde diferentes
lugares. Primero alquiló unas veinte casas y después trajo a las chicas.
El Rengo tenía
fama de loco, pero era un loco respetable; pagaba sus deudas y se la pasaba en
la plaza con los otros compadritos. El Pasaje estaba en la calle Rawson. Con
los sucesivos avatares de la provincia las calles fueron cambiando de nombre
como de ropa. Esa misma calle del Pasaje luego se llamó Entre Ríos y ese
terruño sostuvo la construcción de la iglesia de Santo Domingo y los muros del
colegio homónimo. Era una calle muy oscura en la que no se veía nada. Eso
favorecía el continuo deambular de coches de plaza que llevando y trayendo clientes;
ya porque no tuviesen auto propio, o porque no querían ser vistos manejando sus
vehículos hasta el Pasaje.
Corríamos
mientras me levantaba del brazo hasta su altura y me llevaba casi en andas, a
la vez gritaba algo. Con la velocidad, la voz se entrecortaba, apenas si
escuchaba retazos de palabras que algo decían sobre las chicas, sobre el Pasaje
Calera, sobre la salida de la escuela, sobre el jefe de policía. Sobre Muerte.
Me frené de golpe.
—¿Qué te pasa,
acaso tenés miedo? —me preguntó—.
Me volvió a
levantar y seguimos corriendo. Mi amigo Juan me estaba llevando al Pasaje
Calera a ver a un muerto y la fascinación no me dejaba seguir. El aire de la
noche me pegaba en la cara y me adormecía; me crujían los nervios de la
garganta y no me dejaban tragar saliva. Corríamos en la oscuridad. La oscuridad
se criaba a cada cuadra, las luces de las esquinas no iluminaban porque en
varias calles los focos estaban rotos. Tropezamos de pronto, caímos y nos
levantamos como un resorte. Ahí estaba el muerto. Nosotros sobre él, nosotros
al lado de él, las manos llenas de sangre y el corazón desbocado. Se oyó la
sirena de la policía a lo lejos, seguro que vendría hasta nosotros; seguro que
si corríamos lo suficientemente rápido no alcanzaría a vernos.
Sentados en el
zaguán de una casa que no era la nuestra vimos pasar la patrulla. El muerto era
el Jefe de policía de la ciudad y se había tiroteado con el Rengo. Luego, el
Rengo estuvo prófugo en La Rioja y las chicas desbandadas y regenteadas por
otros advenedizos. Todo eso lo supimos después por los comentarios de los
grandes, sobre las noticias de los diarios que informaron, con mucho disimulo,
los sucesos delictivos. Nada se supo sobre el origen de la pelea, aunque muchos
dijeron que la causa había sido una de las mujeres del Pasaje Calera: la
mexicana.
Ella era
querida del Jefe de Policía. En algunos días de furia el Jefe llegaba al Pasaje
caído al litro, era cuando le pegaba en la cara. Su rostro era muy hermoso, en
verdad era una mujer linda. A su vez, era preferida y custodiada muy de cerca
por el Rengo Juan. El Rengo la había conocido en Uruguay; allí viajaba en busca
de mujeres para hacerlas trabajar, parece que se había enamorado de la mexicana
al principio, pero con el tiempo se desencantó. Aún así, el Rengo la miraba de
cerca, más de cerca que a las otras.
Sentados en la
plaza... luego de pasar por última vez por debajo de la mesa de la colecta,
cumplía la penitencia que mi madre me había impuesto.
—¡Cómo
señorito! —dijo que me sentara—.
—¡Qué aburrida
es la vida de los señoritos!
Sentado en el
mismo banco mi amigo me ayudaba a cumplir la penitencia. En esa postura nos
acordábamos de cada detalle de la noche en la que vimos el muerto. Nos parecía
una película que no habíamos contado a nadie. Por eso repasábamos cada detalle,
cada momento, una y otra vez, para no perder el hilo de los sucesos, para
ordenarlos conforme a la necesidad de la memoria. Mientras tanto él me hablaba
de las chicas que había visto despidiendo a un cliente en la puerta de alguna
de las casas.
En especial me
contaba de una, la mexicana. La mexicana era “la piedra de la discordia” según
escribían los diarios aparecidos en días posteriores. Me hablaba como tratando
de convencerme y me había convencido desde el principio, pero no le decía nada
porque me gustaba escucharlo hablar. También me gustaba la historia que
contaban sus ojos. Sus ojos eran tan negros como los míos, pero algo especial
tenían que los hacía diferentes; bailaban, saltaban, chispeaban... sus ojos.
—¡Ahí está!
—señaló con el dedo apuntando como para disparar—. Mirá, es la mexicana —gritó
de golpe—.
Ella se
disponía a atravesar la plaza desde la calle y nosotros la vimos avanzar sobre
sus zapatos con pasos suaves y elegantes. Su ropa no se parecía a ninguna que
hubiera visto antes. No se vestía como mi madre ni como mi hermana ni como
ninguna de las vecinas que estaban en la cuadra, pero su ropa era muy
atractiva, tal como Juan me contaba hasta hacía unos momentos. Ahora ella
cruzaba la plaza, no lo podíamos creer, y abandonando la penitencia la
seguimos. Donde ella fuera iríamos nosotros. Ella. De ella emanaba cierta
dureza, su pelo era muy negro y sus rulos se movían largos como resortes. Era
muy bonita y la estábamos siguiendo de cerca hasta que la vimos entrar a una
mueblería. En realidad era una fábrica de muebles, habíamos visto al dueño en
la imprenta de mi padre un par de veces. El dueño era un hombre muy corpulento
y pelado que usaba una camisa blanca arremangada y una boina negra cuando salía
a la calle. Ella estuvo allí dentro mucho tiempo. Nuestra imaginación galopaba
por castillos y acantilados cuando la vimos salir. No venía sola, no. Vimos a
dos peones que la levantaban uno de cada brazo.
—¡Puta, puta de
mierda! —gritos desde adentro la insultaban—.
Enloquecida de
furia ella gritaba que le pagara lo que le debía, que la justicia iba a decidir
lo que era justo. Gritaba y lloraba mientras caía en la vereda. Sus ojos
lloraban, pero no como cuando mi madre lo hacía, no se veían igual de tristes y
apacibles. La mexicana lloraba con una mirada furiosa, casi que sus lágrimas no
tenían sentido. En cambio su mirada extraviada era terrorífica. Vi sus ojos
cuando le alcancé el zapato, se le había salido al caer. Seguro que en otro
momento me hubiera dicho gracias, pero en ese estado no pudo decirme nada. Se
levantó del suelo, se estiró la falda y caminó de vuelta sobre la superficie
pétrea de la laja que cubría la plaza insultando y maldiciendo. Mientras las
madres de la colecta se persignaban, miraban para otro lado y tapaban los ojos
de los hijos que estaban cerca. Nosotros corríamos tras ella, a prudente
distancia para que no nos viera. La acompañamos hasta la punta del Pasaje,
desde allí siguió sola. Ella tenía muchos clientes. Entre otros al Dr. Zapan,
un abogado viejo que de tanto en tanto la visitaba. Lo fue a ver, con él
presentó un expediente a la justicia por estafa en la buena fe y daño moral.
Cuando el
fabricante de muebles leyó la demanda, notificada en su propio domicilio, se
volvió loco y ya no en coche de plaza sino con su auto particular se presentó
personalmente en el Pasaje a insultarla. Eso contaba la crónica del diario
“Adelante”, también que el cafisho de turno lo ahuyentó a balazos.
El caso lo
seguíamos desde la inferioridad de la mesa de encuadernar en la imprenta de mi
padre; porque allí era donde leían los diarios que día a día iban informando
del pleito. Nuestro pleito. Al fin y al cabo nosotros habíamos estado allí
desde el principio: le había alcanzado el zapato y la habíamos acompañado hasta
su casa después de recibir los insultos.
En la imprenta
mi padre y sus amigos murmuraban. En esas instancias no había jerarquías, eran
amigos. Amigos desde antes cuando estuvieron cumpliendo con el país, amigos
ahora que cumplían con sus familias y con su hacer de todos los días. Como
amigos se apoyaban en la mesa y leían los diarios, los tenían a todos. Algunos
de los diarios censuraban por inmoral el asunto, pero otros jugaban posiciones
apoyando a la mexicana o al fabricante de muebles.
La mujer estaba
en la estación del tren esa noche, bonita como era, vestida con pollera azul y
blusa blanca. No parecía una chica del Pasaje Calera, más bien se veía como una
actriz de cine; con el pelo recogido y su valija esperaba el “Buenos Aires al
Pacífico” se iba para siempre de la provincia. No estaba el Rengo con ella,
tampoco ninguna otra chica del Pasaje. Nosotros la acompañamos... para
despedirla. Al salir de la escuela mi amigo la vio caminar rumbo a la estación.
Juan pasó a buscarme con el mismo apuro que la noche del muerto en el Pasaje;
porque después de lo que le había pasado a la mexicana comprendió que ella no
emprendería un viaje corto.
Me fue a buscar
y corrimos hacia la estación para despedirla, para verla juntos por última vez.
Al subir al tren miró hacia donde estábamos nosotros, debe haberse sentido un
poco perturbada, seguro, porque si hubiera estado bien nos hubiera dicho algo.
Quién sabe, un adiós o un saludo con la mano; pero no, sólo subió, se sentó y
acomodó su valija. Se alejó para siempre de nosotros.
Las cosas habían
terminado bien para ella, para el fabricante no tanto. Porque el día de la
audiencia los testigos no fueron; uno presentó un certificado médico, el otro
había viajado a La
Rioja varios
días antes con la promesa de volver para la audiencia, pero finalmente no lo
hizo. El juez falló a favor de la mexicana obligando al dueño de la mueblería a
pagar las deudas, más un montón de intereses. Además ordenó pagar una gran suma
de dinero por la afrenta moral, cosa que otros anotaron bien clarito.
La valija de la
mexicana, al subir al tren en San Juan, no llevaba ropa bonita como muchos
deben haber imaginado al verla bajarse en Buenos Aires.
LABRADORES
Fui testigo
presencial de varios sucesos de la historia de mi provincia. Me mantuve en la
misma condición en muchos momentos de mi propia vida. Mirar y testimoniar me
han signado. No quiero decir que no hice y participé en mi propio destino,
claro que no. Estuve ahí actuando mi propia vida, aún en momentos en que
hubiera preferido encontrar un extra que lo hiciera mí. Estuve ahí cuando
cayeron las balas al techo de mi casa. También estuve cada vez que se derrocó
un gobierno y subió otro, y eso pasó muchas veces. Estuve cuando heredé la
imprenta y cuando la cerré. Estuve cuando se derrumbó la ciudad y cuando la
levantamos un puñado de sobrevivientes. Estuve ahí para dar testimonio que a
cada paso fui feliz. Durante toda mi vida me he preguntado quién soy yo, por
qué me toco a mí vivir una vida como la mía. No era yo más que un niño de
pantalones cortos que se subía al techo, que se escabullía entre la gente a la
hora de la siesta para buscar una nueva aventura y sin embargo...
En el desierto
las noches son largas. Un silencio profundo y diáfano suele instalarse entre
las sillas ubicadas en el patio. El mismo patio en el que mi madre tenía
plantas de malvón, ruda y cactus. Ella decía que los cactus eran un ejemplo de
vida porque las espinas defienden la carne y la carne guarda el agua para los
tiempos de sequía. La sequía era larga en tiempos de mi madre, no como ahora
que las cosas han cambiado tanto y llueve más seguido.
A veces creo
poder recordar el momento exacto de mi nacimiento. Sé que es imposible, pero
quisiera poder hacerlo. He vivido con tantas ganas, he sido tan privilegiado en
vivir en este siglo, en esta tierra, en este momento histórico que quisiera
poder rememorar hasta las cosas que no pasaron y aquellas que no pude ver.
Cuando chico fui pobre, de esa pobreza de pueblo que no se nota, porque los
vecinos siempre están allí ofreciendo, preguntando…
Don Benito
Pizarro recibió una mañana, de manos del cartero del pueblo, una notificación
que le indicaba alistarse en el Ejército. Lo habían destinado a la Marina. Leyó
la carta con membrete y la dejó en la mesa de la cocina. Fue al fondo de la
casa y se sentó cerca del horno de barro a mirar para dentro. Trató de entender
por qué le pasaba eso, justo a él que llevaba toda la vida viviendo a los pies
del cerro. A él, que sólo una vez había escuchado hablar del mar a un hombre de
a caballo que transportaba animales de carga por todo el país. Ese hombre le
contó que otro hombrecito había viajado una vez en barco a Europa. Pero él,
Benito Pizarro, no podía ni imaginarse qué significaba la palabra mar. Tanta
agua junta no entraba en su mente.
Le dio tantas
vueltas al asunto que al final casi no tuvo tiempo de avisar que se iba.
Terminó diciéndolo dos días antes de partir en el tren El Buenos Aires al
Pacífico que lo llevaría a Buenos Aires, quién sabe a dónde, a qué o por cuánto
tiempo.
En la Marina
Argentina las cosas no le fueron mal. Mejoró lo que ya sabía de su oficio.
Sabía leer y escribir antes de irse, porque tenía un hermano médico que había
estudiado en Córdoba y que le había enseñado. Entró en la imprenta del Marina
casi sin quererlo. Una mañana el superior lo llamó y le preguntó si sabía leer.
Dijo que sí, inmediatamente lo mandaron a acomodar tipografías. En la provincia
las reyertas políticas hervían como un puchero lleno de olor a carne. Cada
sector social poseía un diario en el que escribían sus posturas. La gente se
mataba y estaba dispuesta a morir por sus ideas a cada rato.
El Arzobispado
de San Juan tenía su propio diario, “El Porvenir”, y necesitaba gente
capacitada que entendiera del oficio. En el pueblo casi no había gente así y
los pocos que sabían sobre asuntos de imprenta ya trabajaban para algún otro
diario. Entonces la Iglesia, mandó a pedir gente avezada en el oficio. Cuando
preguntaron si alguno quería volverse al pago, Benito Pizarro levantó la vista
de la mesa de tipografías y dijo:
—Yo —no fue el
único— otros también dijeron yo.
A los dos días
de volver a la provincia se presentó en las oficinas del clero. Sombrero, saco
y alpargatas, lo hicieron esperar un rato. Traía una recomendación firmada por
su superior que no hacía falta porque estaba todo arreglado de antemano. Ese
día, 20 de marzo de 1920 comenzó la historia, una de las historias de mi vida.
Benito Pizarro fue mi padre. Y en 1920 aún no fundaba lo que tres años después
sería la imprenta "La Victoria”, la primera imprenta comercial de la
ciudad.
Los hermanos de
mi padre y mis hermanos se acercaron a la política en distintos momentos y
tuvieron distintos cargos. A ellos les interesó ese costado de la vida. A la
línea nuestra: a mi padre, a mí y luego a mi hijo ese bicho nunca nos picó; en
cambio sí el del trabajo, trabajamos de sol a sol como los burros. ¡Pobre mi
padre! Tuvo un percance de esos que a veces se tienen en la vida y tuvo que
dejar de trabajar antes de tiempo.
Simultáneamente
a la aparición del diario “El Porvenir” salía el diario “Adelante”, que
pertenecía al partido comunista. Tenía la sede partidaria en la calle Entre
Ríos y ahí funcionaba la imprenta en la que se hacía el diario. El Dr. Storni,
el Dr. Indalecio Carmona Ríos eran algunos de los que estaban a cualquier hora
que se los buscara en la “Casa del pueblo”.
Tenían todo
pintado de rojo: el frente del local, los escritorios, el corazón, la corbata,
hasta los zapatos los usaban rojos. Era fácil distinguir a un comunista
caminando por la calle. El diario “El Porvenir” había nacido en 1899 y era el
órgano de prensa del Arzobispado, a mi padre, creo, las tendencias no le deben
haber hecho mucha mella, porque a él solamente le interesaba trabajar, le daba
igual quien mandaba a hacer el trabajo. Él decía:
—El trabajo
para un imprentero es el mismo, si manda Dios o manda el diablo.
Quizás por eso,
en una de las tantas reyertas políticas en las que los diarios se tiraban a
matar, “El Porvenir” dejó de salir una temporada y Benito Pizarro se quedó sin
trabajo. La empresa en la cual trabajaba le cedió algunas máquinas como parte
de pago de varios sueldos adeudados. Así empezó la imprenta “La Victoria” a
trabajar con un perfil comercial.
En ese tiempo
había muchas imprentas, pero todas veían su final en mano de las pasiones
políticas, porque cada vez que un bando se crispaba con las declaraciones de
este o aquel diario, las que pagaban el pato eran las máquinas que morían
incendiadas o destruidas debajo de martillazos y mazazos. Fue el caso de La
Montaña un periódico que hizo Buenaventura Luna, que tuvo la suerte de salir
una sola vez. Luego, diario, contenido y técnica murieron por igual dominación.
Por esa razón
“La Victoria” nació con un destino comercial; para salvar los hierros. El
primer cliente que tuvo mi padre fue Máximo Yanper, muerto el hombre, eso sí,
pero cliente al fin. La familia, no tenía a quien acudir porque justo en esos
días había ocurrido una reyerta y no había quedado imprenta en pie. Entonces,
fue a golpear la puerta de la imprenta que Benito Pizarro acababa de inaugurar.
Al morir don Yanper, hombre de mucha fortuna, se encontraron sus deudos sin
poder hacer las tarjetas de participación al sepelio. Y un sepelio sin
invitados dejaba mucho que decir sobre el finado. En ese momento mi padre
apenas acababa de acomodar las máquinas en la habitación más cercana a la calle
Cereceto y aún lamentaba su mala decisión de haber abandonado la Marina para
volver a su provincia natal, cuando el automóvil cero kilómetro de los Yanper
estacionó en la modesta casa de Concepción. El hombre que en él venía encargó a
mi padre trescientas cincuenta tarjetas.
En poco tiempo
hicieron falta empleados, entonces llamó a algunos de los que vinieron con él
desde la Marina para trabajar en el diario. Como él, se hallaban despedidos y
desorientados, Rito Ruarte, Anselmo Castrol, Monicaco Calderón. Esas personas
fueron hombres de bien y se ganaron mi respeto con el paso de los años. Las
cosas no fueron fáciles, pero esos hombres estuvieron cerca, aconsejando,
acompañando. Ellos fueron empleados de mi padre durante mucho tiempo, pero
antes de ser empleados fueron amigos. Esos hombres tuvieron gestos que me valieron
la educación adulta que mi padre apenas pudo darme.
El cuaderno de notas se rige por dos principios, que se podrían
denominar
—la verdad local de la sentencia— y —su valor circunstancial de uso—.
Michel Foucault
DISCUSIÓN FUNDAMENTAL
La tercera vez
que el estudiante de historia llegó a mi casa lo noté un poco disgustado desde
el primer momento, y creo que fue impacientándose conforme transcurrió la
charla. Era un día de invierno y hacía mucho frío, habíamos quedado en
reunirnos a las cuatro de la tarde. No acostumbro a dormir largas siestas,
apenas una hora de descanso después del almuerzo y ya me siento con todas las
energías dispuestas nuevamente para hacer lo que sea. Lo esperé ansioso con un
alto de papeles recopilados y rescatados de entre los cuadernos de nota.
Durante esa semana estuve pasando en limpio en mi Olivetti muchas de las
escrituras dispersas en cuadernos intemporales. Agustín De la Fuente me
felicitó por mi tesón y constancia, también por mi memoria e inmediatamente me interpeló:
—Don Benito,
leí atentamente los papeles que me dio, son muy interesantes, en verdad le
digo, pero no hay ni una línea que hable sobre lo que pasó después del
terremoto. —explicó De la Fuente notablemente molesto—.
—Es verdad,
—dije— usted tiene razón, pero los acontecimientos se dan de forma cronológica.
¿Entiende?
—Sí...
entiendo, pero justamente cuando se habla de acontecimiento, en sentido
histórico, no se hace referencia a cualquier hecho de la vida cotidiana, sino a
algún episodio, en lo posible político, que haya marcado la vida de un pueblo
en algún sentido, —expuso con severidad el joven—.
—Mi vida, —le
respondí— mi trabajo, aunque usted no lo crea, han marcado y bastante para su
información, la vida de esta ciudad.
—No, por favor,
no lo tome a mal, no quiero ofenderlo con mis comentarios, es sólo que...
—intentó disculparse y aproveché el descuido—.
—No se preocupe
que no soy de fácil ofensa. Fíjese en esto —le extendí un alto de hojas— son
varios temas para su información general, le ayudarán a comprender los años
cincuenta.
OJOS PARA VER
21 de febrero
de 1934. Otra mañana más de calor, como es, ha sido y será
durante miles de años en esta tierra desértica. Una hora antes del mediodía ya
era imposible estar en cualquier lado. Me recuerdo niño en busca de un lugar
fresco inútilmente. Esa humilde pretensión de comodidad me llevó hacia la
imprenta. Allí me escurrí disimuladamente entre las minervas de mi padre. Joe
estaba allí, de pie, acomodando tipografías con las mangas de camisa arremangadas.
Me guiñó un ojo mientras me deslizaba por debajo de la mesa una hoja de papel,
de un papel especial que se impermeabilizaba en contacto con el agua. Sabía que
más que patear la pelota, más que correr con el malón de la cuadra, más que
subir a los árboles o a los techos, lo que me gustaba era hacer barquitos de
papel y correr junto a ellos a lo largo de la acequia; verlos doblar en las
esquinas y naufragar en los remolinos.
Después de un
tiempo de práctica me convertí en un constructor de barcos especializado.
Quizás por eso, porque él había notado el entusiasmo con el cual me aplicaba a
la tarea, un día me dio de regalo un libro que trajo desde su tierra. Su tierra
era lejana y mediterránea, a veces me contaba historias de barcos que atracaban
en la bahía de su pueblo natal. Historias de piratas que eran devueltos por el
mar. Historias contadas en libros con hojas amarillas que leyó cuando niño.
Muchas veces recordaba olores de su tierra. Decía que aquí, en América, el
papel tiene un olor distinto, descubrí esa verdad gracias a él. El libro que me
regaló cayó en mis manos como un tesoro, tenía algunas hojas dobladas en las
puntas y estaba escrito en italiano, con grandes letras doradas el título
anunciaba: “INSTRUCCIONES PARA CONSTRUIR BARCOS DE PAPEL”. Supongo que por
cariño a mi padre me lo trajo un día.
—¡E per te! —me
dijo—.
—¿Para mí?
—pregunté asombrado—.
Aprendí a
doblar el papel, hice verdaderas embarcaciones que luego, en la acequia de
barro lucían maravillosas; navegaban cuadras enteras cargadas de fusiles de
guerra, de mercancías valiosas. Eran barcos que rescataban princesas
provenientes del fondo de la acequia; princesas que en otros tiempos fueron
sirenas o pequeñas bailarinas escondidas en las viñas. Princesas que el agua de
regadío solía traer por casualidad alguna que otra vez. Cuando niño jugué con
cierto fervor que aún de grande me acompaña, me traspiran las manos al
recordarlo.
Cada mañana el
sol recalentaba mi cabeza durante horas, el olor a barro y el brillo de las
piedras me transportaban hacia un mundo de fantasía. Pero esa fantasía se hacía
realidad con la misma facilidad con la que me quedaba absorto en las noches de
verano, en las larguísimas noches de verano en las que observé la intermitente
luz de las luciérnagas. Un ruido me alarmó mientras jugaba en la acequia y
sentí miedo. El agua se convirtió en espejo y me reflejé asustado. Algo era
diferente, nunca había escuchado ese ruido. Desconocer amedrenta. La inmensidad
del desierto, tantas veces vista, se desplomó encima de mí aplastándome. Me
levanté del piso de un salto, mis sentidos vibraron estridentes. Sentí
desesperación, sentí una gran curiosidad. Supe que debía dirigirme a casa
inmediatamente, pero en vez de eso corrí hacia el ruido.
Recuerdo que
corrí hacia el ruido, muerto de miedo, pero corrí hasta allí. Fui a favor del
estruendo, atraído como un imán por el peligro. A medida que avanzaba
encontraba unos envases plásticos, después supe que eran los deshechos de las
balas. Aquel ruido estrepitoso provenía de una balacera infernal producto de la
cual no dejaban de caer ramas en medio de la calle. Aún así seguí corriendo.
Corrí hacia el centro del conflicto, quería ver, quise saber qué estaba pasando;
quería estar allí con una impaciencia extravagante. Y estuve, lo recuerdo como
si aún estuviese allí, como si estuviese ocurriendo.
Una cuadra
antes de la plaza un policía me detiene, me jala de los tiradores, me mira a
los ojos y me dice:
—¡Mocoso de mierda,
dispará para tu casa que te van a matar! —pero la curiosidad pudo más, mucho
más que cualquier otro sentimiento—.
—Sí señor —le
dije—.
El reto no hizo
más que confirmar lo que mi corazón sabía: que estaba pasando algo realmente
grave, que eso que pasaba estaba a unas pocas cuadras y que no me lo perdería
por nada del mundo. Corriendo di la vuelta a la manzana, en la segunda esquina
me caí y me pelé las rodillas; me levanté; me sacudí las piedras que tenía
incrustadas, mientras corría me limpié la sangre. Llegué a una esquina que me
permitía observar lo que pasa, espigado en el filo de la pared observé: desde
allí puede ver por lo menos diez hombres muertos en la plaza.
Luego, todo
pasó muy rápidamente, un auto de plaza dobló a mi derecha y quedé al descubierto.
Me podrían haber matado, pero no, yo no era un blanco buscado por ellos. El
auto pasó a toda velocidad, mi corazón llegó al cielo y volvió de nuevo. No es
a mí a quien buscaban, sino a ese hombre alto que baja las escaleras de mármol
de carrara de la Casa de Gobierno. Ese hombre tenía un revólver en la mano,
negro y finito como el que yo usaba para jugar y con ese revólver disparó a lo
loco hacia dentro y fuera del lugar. Sobre todo a unos hombres que lo
perseguían y que desde el umbral de la Casa de Gobierno esquivaban el fuego
cruzado. No pude distinguir si eran amigos o enemigos.
En ese momento,
uno de los tres hombres que permanecían dentro cayó herido junto al gobernador,
que corrió la misma suerte. Un disparo le dio en la pierna y el otro en la
cabeza, todo sucedió tan rápido que no supe cuál de las dos balas impactó
primero. Vi caer a Cantoni desvencijado al suelo. El arma golpeó en el suelo y
se escapó un tiro. El auto de plaza frenó de golpe y una polvareda se interpuso
entre mi posibilidad de ver y los heridos. Un segundo después el auto arrancó y
el gobernador ya no estaba en el piso, alguien debió subido al vehículo para
arrebatarlo de la muerte. Luego supe que otro hombre estaba dentro del auto del
Gobernador, José Tourres, Jefe de Policía, muerto en la revuelta. Un montón de
hombres bajó corriendo las escalinatas y disparó encarnizadamente contra el
auto que ya daba vuelta a la plaza, alejándose. Al otro día mientras escuché a
los mayores fui atando cabos, entre lo que había presenciado y lo que se decía.
Los detalles le ponían nombre a los muertos, significado a los movimientos
intempestivos. Caí en la cuenta que todo aquello de lo que se hablaba, aquello
de lo que se escribía en el diario "Tribuna", lo que había observado
llevado por mi curiosidad, había sido uno de los tantos intentos de asesinato
perpetrados contra el gobernador Federico Cantoni. Él no murió porque, previsor
y luego de varios intentos fallidos de ataques mortales, ya usaba chaleco
antibalas, dormía enfundado según decían. Además, porque lo habían llevado a
toda prisa, yo pude verlo, a la casa del Dr. Alfredo Rodríguez, médico de la
fuerza opositora, que se vio obligado a atenderlo por el juramento hipocrático.
No murió, pero
en ese momento se anotó en la historia la revolución de Febrero de 1934. Yo
estuve ahí y con seis años fui testigo presencial de un acontecimiento
histórico de mi provincia. También pude ver desde muy cerca a un hombre de
traje negro que sacó de su chaleco un pañuelo blanco y se limpió los zapatos, esa
era la contraseña que indicaba que el gobernador acababa de partir en auto. Esa
fue la contraseña para que una lluvia de balas se intercambiaran entre los
hombres armados que se apostaron en la Casa de Gobierno y los francotiradores
que estaban estaqueados en los techos del Club Social, en la casa particular de
P. Young, en los altillos del Colegio Nacional y del Cine Cervantes. Las
personas caían en la Plaza 25 de Mayo como pajaritos. En un corto lapso de
tiempo la plaza estuvo rodeada de gente muerta, gente que tenía y no que ver
con el asunto. Volví a mi casa corriendo, mientras me agachaba cada tanto a
levantar los cartuchos de balas desperdigados por todos lados. Con ellos
reforcé mis embarcaciones que poco a poco fueron convirtiéndose en sofisticados
barcos de guerra.
OTRO AMOR
El primer libro
que llegó a mis manos fue el de primer grado “Pasito a paso”. Allí aprendí a
leer. Recuerdo claramente el perfume al que olía mi maestra de primer grado, su
piel de porcelana, sus manos cálidas apoyadas en las mías al mismo tiempo en
que me enseñaba a escribir en la pizarra. Una pizarra negra y una tiza
dibujaban letras caligráficas de perfecto tamaño, de perfecto roce. Sus manos,
su cara, su perfume, su suavidad, permanecen vívidos en mi memoria y de una
forma tan nítida como cierta fábula que ella explicaba con sincero afán de
educarnos. La fábula se llamaba “Los viandantes y el oso”, de Esopo creo que
era. Sus labios pintados de rojo, su ir-venir de manos entraban en mi mente, en
todo mi ser para depositar allí mismo una imagen arcaica.
“Dentro de su
voz mezclada con su perfume puedo ver a los viandantes corriendo por el bosque:
uno lleva un jardinero azul con zapatillas, el otro un pantalón suelto con una
camisa, en los pies sandalias. Los dos corren, juegan, se divierten; sus risas
de niño estallan en mi mente, se confunden con la mía, se mezclan con el
balanceo de los árboles. Saltan troncos cubiertos por musgos verdes, corren
carreras sin querer ganar ningún premio. Imaginan estrellas diurnas cayendo
tras de sí que persiguen a sus inocencias. De repente un rugido sobresalta el
corazón de ambos -el mío brinca junto al de ellos- y un temor gigantesco, tan
grande como el oso que los persigue, se adueña de sus estómagos. El que lleva
jardinero se tropieza con una raíz y cae dolorido al suelo. El otro se asusta y
corre apoderado de una desesperación atónita. El aturdimiento reina en uno y en
otro de forma distinta, pero con igual necesidad. El oso se acerca al niño y el
niño desmaya su ser de miedo. El oso acerca su hocico húmedo, lo voltea a un
lado, lo voltea al otro, lo cree muerto, lo lame para revivirlo. Así el niño
descubre una benevolencia en la bestia intensamente piadosa. La piedad en el
gesto de la bestia le ayuda a incorporarse cuidadosamente. Caminan, animal y
humano sobre el sendero acompañándose, silenciosos. El oso vuelve al bosque, el
niño vuelve a su casa. De regreso en el hogar, el amigo que huyó atemorizado
interroga al caído sobre el suceso. Lo examina, no puede creer que esté vivo.
¡Aún vivo! Festeja, salta, se alegra. Quiere jugar nuevamente, correr, saltar,
lo invita, lo arenga. El niño del jardinero se niega. No quiere jugar más. Dice
algo sobre las acciones de ambos; el animal ha sido más solidario que el humano
y eso aún lo perturba, tanto como haber salvado el pellejo, tanto o más como no
poder evitar el sacrilegio de juzgar con severidad al amigo, ¿de dónde esa
certeza que lo obliga a pensar que debería haber sido diferente?”.
Escucho a la
maestra como entre bruma. Las palabras de la maestra clinnnnn clinnnn clinnnn.
Siento que cada una de sus palabras se anidan en mi corazón. Ellas me cuentan
una historia que es mucho más que una historia, mucho más que una fábula.
Esopo, los griegos, la maestra, el oso, el perfume de la maestra, sus manos, su
voz... se filtran suavemente como un silbido de ángeles por mis oídos. Sobre
todo eso: una fábula. ¿Qué quiere decir fábula maestra? Ella lo explicaba con
ternura en la voz, yo no la escuchaba, sólo un tintinear de cristales sonaba en
mí y me tañía como a una campana. No sabré qué significa fábula ni antes ni
después de su explicación, sólo el deseo de escuchar su voz me llevaba a
preguntar una y otra vez sobre asuntos que no me interesan. Sólo me interesa su
voz. Sentía mi ser hueco, ahuecándose continuamente. Repito la escena una y
otra vez, tratando de anclar el momento en mi mente, en mi historia personal.
Creo, que fui un niño conciente de serlo. Al volver a casa, luego de esa
jornada escolar escribí en mi cuaderno, de noche y en letras aprendices, el
título de la fábula. Años después reconstruí con lujo de detalles todas las
partes de la historia, cuando escribir ya se había vuelto una costumbre diaria.
PUEBLO VIEJO
El mago hizo un
gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia,
hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció
el mago. Woody Allen. 1935
Fiestas
patronales.
Perfume. El
perfume tenue se mezclaba con el rostro de mi maestra; mi primera maestra de
escuela la Sra. Josefina Ponce. Me parece que, al cabo de la vida, todos los
perfumes tienden a parecerse un poco. Cierto hilo conductor convoca a todos los
perfumes que fueron importantes en mi vida. La imprenta tiene su olor
particular, años y años en el sótano del edificio guardan el olor a papel, el
olor a la tinta. Mi madre era muy católica, no creo que lo fuese tanto mi
padre, pero la secundaba en cuanta cosa se le ocurría.
Aquella tarde
todos estábamos sentados en la vereda de la casa... esperando; ese día había
fiesta en Concepción. Éramos vecinos, vivíamos a una cuadra de distancia. A eso
de las seis de la tarde mi madre nos llamó a todos, nos bañó y vistió con las
mejores galas.
El perfume. El
aroma del jabón se unió al olor de la tierra mojada, al perfume frutal de los
atardeceres de verano y juntas esas sensaciones olfativas conformaron parte de
los sentimientos felices de mi infancia. Esperamos a mi padre y al Sr. Francés.
El señor
francés era un empleado de mi padre que llegó a la provincia arrimado por el
último flujo migratorio del 1800. Vivía con nosotros aunque no siempre estaba
en casa. Ya porque estaba trabajando o porque salía a dar un paseo, o a comprar
revistas de espectáculos que luego nos prestaba o tomábamos a escondidas. Por
las noches en una mesa de madera mi padre y él jugaban a las cartas.
Esperábamos sentados en la vereda a que ellos llegaran, se alistaran y
pudiéramos salir rumbo a la fiesta. Mi madre nos había prometido una paliza si
nos levantábamos del sitio y nos ensuciábamos. Mis hermanos se sostenían en el
lugar, pero yo era tan curioso que no podía; me levanté y me apoyé en la pared,
la pared era de adobe y eso hizo que tuviese el saco con tierra antes de salir
y que el reto fuera inevitable.
Mi amigo, un
chico que vivía en la otra cuadra, a quien junto a sus hermanos apodaban “los
nerviosos”, pasó a buscarme. Simplemente nos fuimos sin esperar a nadie.
Corrimos por las calles sin más alegría que la de correr. Anocheció y en la
plaza me encontré con mi familia, ¡por fin llegaron a la fiesta! Mi madre me
tironeó la oreja y me soltó. Le pedí perdón y le dije que le rezara a la Virgen
para que me volviera menos pícaro. Aproveché el momento de misericordia tañido
en su corazón para alejarme rápidamente. ¡El perfume que emanaba del suelo era
tan calmante! Junto a mi amigo, somos los primeros vecinos en arribar a la
plaza; sin embargo, ya habían llegado los de la organización. Estábamos allí,
observando, esperando, olfateando. Como habíamos llegado bastante temprano aún
estaban las carretas llenas, aún tapizaban las calles. En cada esquina una
carreta colmada de albahaca, burro y jarilla esperaba ser descargada. Tapizaban
las calles por donde pasaba la procesión con ramas aromáticas. Los
organizadores de la fiesta, monaguillos, gente de la acción católica y afines
alistaban los faroles de las esquinas para que no se apagaran justo cuando
llegase la gente y cuando arribara el cura acompañado por la estatua de la
Virgen. Sentados en la plaza veíamos como, dentro de la iglesia, la Virgen
estaba lista; vestida de gala, presta a salir de paseo. Finalmente la procesión
se alistó y todos caminamos tras Ella inmersos en el perfume, que con las
pisadas, que con los pasos arrastrados comenzaron a molerse y se conformó un
raro misterio entre noche, amontonamiento, fe y aromas de yuyos. Es noche de la
Virgen de Concepción, 8 de diciembre. Casi todos los habitantes de la ciudad
estaban allí. La mayoría de los jóvenes aprovechaban para noviar, para entablar
alguna amistad, con vista a más. Por eso cumplían con un ritual que acompañaba
el cortejo. En las esquinas, las mismas carretelas que trajeron las aromáticas
que ahora yacían tapizando la tierra húmeda, volvieron, pero cargadas con
flores. Flores que significaban cosas; significados que tanto varones como
señoritas leían en las revistas, significados que auguraban miradas, que herían
sentimientos. “El corzo de las flores”, así se llamaba a esa parte de la
fiesta. Todos participaban porque los más pobres que no podían comprar las
flores en las esquinas, las traían de sus casas. Los varones le regalaban una
determinada flor con un significado, algo así como “quiero ser su amigo"
“quiero ser su novio”, o “no se me acerque por favor”, cuando el rechazo era
grande se regalaba un abrojo y el abrojado en cuestión se entristecía hasta el
tuétano. La chica devolvía el gesto aceptando o rechazando al varón y así se
conocían. Muchos noviazgos de esa época comenzaron con una flor. Nosotros,
chicos todavía, seguíamos atentamente las idas y vueltas de las flores,
mientras nos reíamos con disimulo de los sentimientos aflorados. El corzo de
las flores y la Virgen de Concepción tuvieron una íntima relación con el asunto
de la palmera de dos brazos. Yo tenía unos siete años cuando se creó la palmera
de dos brazos. Aunque la palmera es un elemento natural, esta palmera de la que
hablo tuvo fecha de creación. No todos los elementos naturales se convierten en
monumentos con el correr de los años como ocurrió con esta palmera, pero en
este caso fui testigo presencial de lo que le ocurrió al monumento muchos años
antes de ser declarado como tal.
Ese año, como
habitualmente ocurría, el Municipio de la Capital envió gente para emparejar
las calles, para hermosear las plantas. Había voluntad, eso no se podía negar,
lo que no siempre había era idoneidad, y creo que sigue pasando en algunas
ocasiones lo mismo. Una cuadrilla de hombrones podadores pasó trabajando unos
días antes de la fiesta de la Virgen. Los vi cuando fui a buscar el pan, mi
madre me enviaba por él todos los días. La panadería de los Vargas estaba a la
vuelta de la manzana, en la vereda de enfrente de las palmeras. Había como
doscientas palmeras y, por eso, la poda no era algo que se nos escapara de la
atención así como así a ninguno de nosotros. Ese año los podadores no sabían
mucho de ese arte y aunque quedó bastante prolijo era muy evidente que se les
había ido la mano. Hasta hubo comentarios en los diarios aludiendo a la
exagerada forma en la que había sido hecha la poda. El atardecer del 7 de
diciembre estaba muy caluroso tanto, que eran las ocho de la tarde y todavía la
gente no sacaba las mesas a las veredas.
Los vecinos
contiguos a la panadería eran muy sociables, habitualmente se sentaban en la
vereda a tomar un vermú o unos mates. Ir a comprar pan era para mí una travesía
casi religiosa con dos ediciones, al mediodía y a la tarde. Dos momentos del
día divididos por sensaciones diversas. A la mañana era habitual encontrarme
con algún niño y corretear un rato antes de volver a la casa con el mandado. A
la tarde, en cambio, me paraba a saludar a todos los que ya habían sacado la
mesa a la vereda y entre tanto estuvieran echando un poco de agua para calmar
el furor del día. Esa tarde del 7 de diciembre me paré en la casa de los
Brondolinos donde siempre terminaban atascándose varios hombres de la cuadra a
tomar vermú y comentar los detalles del día. El Sr. Brondolinos trabajaba en el
correo, terminaba mucho más temprano la tarea que los otros, quizás por eso se
endilgaba la casi obligación de esperar a la gente con algo para tomar, algo
que amenizara el regreso a casa, algo que diera pie a comentarios diversos.
El atardecer
era arduo y caluroso, hacía mucho calor y yo, sentado al borde de la acequia
con los pies hundidos en el agua cristalina, escuchaba lo que los mayores
charlaban. Decían cosas acerca de cómo habían trabajado los podadores, de lo
bien que había quedado todo para la fiesta, de lo lindo... en fin, de lo mucho
y mal que habían podado las palmeras. Los vecinos no eran podadores, pero eran
testigos oculares; ellos presenciaban años tras año el mismo trabajo y podían
precisar con lujo de detalles las particularidades de cada año, con las
descripciones exactas de cada poda; los hombres que habían sido afectados a la
tarea y características de cada uno de ellos. Eran informaciones en todo
precisas, producto de largas conversaciones sostenidas entre vecinos y
podadores. Todos esos detalles los hacían expertos en poda. Al fin y al cabo
para eso estaban los vecinos, para mirar, para saber de qué se trataba, para
criticar. Para informar a la población que esa poda en cuestión estaba mal
hecha.
—¡Peladas las
han dejado! —decía, cada uno a su manera, a medida que fueron llegando a la
charla—. Y esa conversación, que habitualmente duraba hasta la hora de la cena,
ese día se vio interrumpida. Yo todavía no había comprado el pan cuando de
repente hubo una ráfaga de viento que levantó mucha tierra.
—Se viene un
ventarrón con hojas y con tierra... vaticinó don Brondolinos, quién rápidamente
comenzó a guardar la mesa, las sillas, los vasos, etc. Corrí a comprar el pan y
llegué a mi casa unos momentos antes que lo más fuerte del viento llegara.
El 8 de
diciembre en la mañana, todos vimos el daño que había causado el viento, que
arduo corrió durante toda la noche. Sobre todo en una de las palmeras que se
había desgarrado de cuajo. Débil, luego de la poda, le había sido sencillo al
viento lastimarla. Los obreros municipales trabajaron mucho durante el día para
dejar los alrededores de la plaza en condiciones para la procesión. Día de la
Virgen, 8 de diciembre.
Algunos días
después rumbo a la panadería vi brotar un débil retoño en la palmera, la que
tenía una rama desgarrada que por días y días había colgado seca. Con los meses
el retoño creció hasta convertirse en otro brazo de palmera: en una palmera de
dos brazos. Con los años muchas de esas plantas fueron secándose y el terremoto
terminó de voltear los palos inertes. La palmera de dos brazos, en cambio,
siguió su camino de fortaleza. De pie ante el siglo continuó atestiguando en su
rol citadino de monumento histórico. Fui testigo presencial, por eso lo
escribí.
AULLIDOS
El que llega
último, gana.
En esos años la
ciudad era de la gente y el peligro acechaba la vida de los imprudentes. Las
carreras de auto eran habituales, un espectáculo que se podía ver en el centro
de la ciudad. Muchas veces, comenzaban en Córdoba, pasaban por San Luis, venían
a San Juan y terminaban en Mendoza, claro que antes recorrían las catorce
provincias que hasta entonces había. Al papá no le gustaban las carreras, decía
que no tenía tiempo para esas pavadas, en cambio, con mi hermano soñábamos con
ver pasar esos autos. Era un evento muy popular y todos se alineaban a la
orilla de la calle. El papá nos dejaba ir con la condición que mirásemos la
carrera trepados en los árboles. En esos días nadie hablaba de otra cosa que no
fuera, de los Galoviches, los hermanos Gálvez y por supuesto de Fangio, que por
esos tiempos aún no era todo lo famoso que llegó a ser. Venían de Valle Fértil
donde Fangio estaba ganando, detrás de ellos venían los Gálvez y los
Galoviches. Los Galoviches se habían quedado retrasados porque uno de los hermanos
tuvo un problema en el tanque de nafta y sufrió un incendio. El otro, por
solidaridad se había quedado a acompañarlo. Subidos a las ramas de los árboles
veíamos todo. Todo de todo: la gente sentada en sillas a lo largo de la calle
de un lado y del otro; el tumulto se alargaba como viboritas humanas; era
peligroso y muchas veces había accidentes, pero eso parecía no preocupar
demasiado a nadie. Desde lo alto también era fácil observar los techos de las
casas, los fondos y los chañares que, por cuadras y cuadras se extendían,
alternados con casas de estilo elegante y casas más modestas. Algunas personas
con botellones de agua y otros con botellas de vino festejaban de antemano el
triunfo de su preferido.
—Arriba de los
árboles o no van nunca más —dijo el papá—.
Allí mirábamos
la carrera, felices y acalorados, felices y aturdidos por el ruido de los
motores que anunciaba la llegada de los autos. La línea de llegada estaba a
nuestros pies y el juez tenía una bandera a cuadros que custodiaba como si
alguien pudiera robársela. El sonido de los motores y las frenadas avisaban que
ya se acercaban, que ya llegaban hasta nosotros. ¡Allí los veo! Fangio viene
primero, se escuchaban los gritos, ¡Faaangio, Faaangio!
—Va a ganar,
ese sí que es un corredor —la gente lo vivaba a toda voz—.
La emoción me
remonta directo, como a un barrilete a la escena fatal: los vecinos gritan como
locos; el calor sube constantemente, treinta grados... a cuarenta, sube la
temperatura y la alegría de la gente que olvida las orillas de la calle,
aquellos límites imaginarios encargados de salvaguardar las almas. La gente
cruza y las orillas se confunden. No es Fangio, desde la copa de un árbol más
alto anuncian que no es Fangio, sino uno de los hermanos Gálvez el que viene en
la delantera. Los camarógrafos se amontonan, se pelean por tener la primicia.
¡Fangio, es Fangio! Él es quien viene primero. Gana Fangio y la gente se agolpa
sobre el auto en la calle a festejar el triunfo, los fotógrafos sacan fotos y
los gritos suben a cada momento un tono.
Nosotros seguimos
desde la altura todos los detalles, lo vimos a Fangio salir del auto y como era
cargado en andas. Gritos GRitos GRITOS. Viene otro auto, pero la gente en la
calle no lo advertía.
—Vieeeene otro
aaauuuto, —gritos de alerta intentaban anunciar las desgracias—, pero nadie los
escuchaba porque se confundían con los otros gritos, los de alegría por la
victoria del ganador. El auto tenía un problema y no puedo frenar. No frenó. El
auto con problemas llegó en segundo lugar, uno de los Gálvez acaba de llegar, pero
ha perdido el control del vehículo y atropellando a un montón de personas choca
contra el auto de Fangio que aún está en el medio de la calle. El griterío
cambió, se transformó de alegría a tristeza y desesperación. Hubo corridas de
socorro. Mucha gente herida, muchas personas lastimadas cayeron al suelo.
Muchas mujeres con sus niños corrieron y gritaron espantadas. Muchas personas
heridas fueron auxiliadas por otras personas consternadas. El fotógrafo del
diario, fue uno de los muertos, el Sr. Mazuelos, lo habíamos visto algunas
veces en la imprenta. Estábamos tan asustados que no podíamos bajar del árbol.
Nos quedamos como atornillados en la altura, observando un cine naturalista.
Al espectáculo
inicial se le sumó otro espectáculo mucho más terrible pero igual de intenso
que el anterior. El olor a nafta nos hizo suponer que los autos podían estallar
y bajamos movidos por el miedo a morir incendiados arriba del árbol. Poco a
poco nos alejamos de la carrera, no dejamos de correr hasta que llegamos a nuestra
casa.
UNA VEZ EN LA VIDA
¿Qué es más
musical: un camión pasando por una fábrica o un camión pasando por una escuela
de música? John Cage. Músico.
El tren llegaba
a la estación aproximadamente a las diez de la noche trayendo de todo,
inclusive gente. El papá se sentaba en el fondo a jugar a las cartas con el
Francés, así pasaban largas horas mientras nosotros merodeábamos por allí,
hasta que la mamá nos llamaba y, obligándonos a entrar en la cama, daba por
finalizado el día. Hasta que eso pasaba teníamos un buen rato en el cual junto
a mis hermanos nos perdíamos por ahí; otras veces me escabullía solo. A lo
largo de nuestra infancia fueron muchas las noches en las que el papá nos mandó
a buscar el diario que llegaba en el ferrocarril. La gente iba hasta la
estación a esperar el tren, otras personas que vivían en las cercanías de las
vías se acercaban un poco, sólo esperaban verlo pasar. El tren significaba
muchas otras cosas para una ciudad como la nuestra, a la que la mayoría de las
personas viajaban solo si tenían un buen motivo para hacerlo.
Porque San Juan
no era zona de paso sino de llegada. Quizás por eso muchas de las personas que
han llegado hasta aquí se han quedado para siempre, como le ocurrió al Francés,
que vino un día y se quedó a vivir. También lo vi, muchos años después en el
hospital cuando estaba en la otra orilla de la vía a punto de subirse al tren
eterno. Mientras fui niño, él vivió en la piecita del fondo de casa durante
muchos años. Escuché que ese jueves anunciaban la llegada en el tren de un
pasajero especial, "el Zorzal” le decían, venía hasta aquí para cantar en
el teatro. Mi hermano tenía un carácter blando y era fácil dominarlo. No
siempre, es verdad, pero si se trataba de jugar a la pelota allí estaba él,
pasara lo que pasara.
—Sabés
hermanito, —le dije— te han invitado los chicos de la vuelta a jugar un partido
a la pelota.
Me las ingenié
para ir solo a buscar el diario esa noche, porque sabía que estaría Gardel en
la confitería La Chiquita. La confitería era la más paqueta de la época, todo
el frente era de vidrio, para que la gente pudiese ver desde fuera a los
señoritos y las señoritas que estaban dentro. Efectivamente, ¡se veían! Yo los
vi perfectamente desde la plaza subido a un árbol, que generosamente me ofrecía
un mirador espectacular. La oscuridad de la noche se extendía por todos lados
con una negra espesura, dejando iluminados solo los alrededores de las pocas
luminarias existentes. La confitería estaba a pleno, llenas las mesas, la gente
esperaba ver a Carlitos de cerca. La gente esperaba para escucharlo cantar en
el teatro. Llegaron en caravana los coches de plaza, primero bajó Gardel y
entró a la confitería, luego, bajaron los músicos que también ingresaron a la
confitería para acompañarlo a tomar un aperitivo Gancia. Mientras tanto, fueron
llegando de a uno o en grupo “los muchachos”. Ellos sólo esperaban verlo pasar
de la confitería hacia el teatro. Los que lo verían cantar en el teatro
formaban fila sobre la vereda. Los que sólo lo verían pasar de un lado a otro,
en cambio, ocuparon la calle adoquinada de pequeños rectángulos de madera. Era
otoño, pero aún perduraba ese fuego del sol que durante todo el día había
recalentado la atmósfera, era otoño y una brisa suave zarandeaba a los árboles
desprendiendo una a una las sequedades de la naturaleza.
Hubo
espectáculos sucesivos, en una esquina y en la otra: varios músicos que, con
guitarras, con bandoneones, con asombro en sus ojos, asistieron al milagro de
ver a un artista de la talla de Gardel, desde muy cercana distancia. Lo vimos
beber de un vaso alguna bebida; y lo vimos saludar a las señoritas con una
sonrisa implacable. Las largas horas de viaje no habían endurecido su rostro
para nada, que, con claridad de porcelana resplandecía en la vidriera de la
confitería. En la calle había un silencio de sala. Los murmullos eran mal visto
y callados con miradas inquisidoras, porque la mayoría observábamos atentamente
aquel espectáculo viviente. A las diez y media en punto, el Zorzal se puso el
saco, saludó a los presentes y se dirigió al teatro que lo esperaba con sala
totalmente llena.
—¡Muchachos,
gracias por venir! —gritó Gardel cuando atravesó la calle—.
La gente lo
aplaudía sólo por haber venido a la provincia; a él, que triunfaba en Nueva
York, y ahora estaba en una modesta provincia del interior del país. Desde la
altura de las ramas también aplaudí emocionado. Subió las escalinatas de
mármol. El edificio era magnánimo, pero la estampa del cantante lo hacía ver
más lujoso aún. El mármol se veía más blanco y las pequeñas iluminaciones
destellaban brillitos sobre nuestros ojos. Estaba a punto de entrar, de
desaparecer delante de nuestros ojos, y quizás, consciente de eso la gente
aplaudía con más y más fervor a cada momento, él saludaba con la mano
extendida; en ese momento algo pasó y Gardel devolviéndose sobre las
escalinatas que ya había trepado y dirigiéndose a uno de sus músicos, le dijo:
—¡Una para los
muchachos!
—El músico
desenfundó la guitarra con la rapidez de un soldado y tocó un punteo que aún
resuena en mi memoria. En el casco de la ciudad, en las inmediaciones de la
plaza, Gardel cantó “El díííííía que me quieeeeeeeras”. Cuando terminó la
canción el público de la calle aplaudía como loco la generosidad del artista.
Gardel emocionado se despidió con la mano y entró rápidamente al teatro. Estaba
llegando tarde al otro espectáculo, al de los que ya habían pagado su entrada y
sentados cómodamente en el Cervantes lo esperaban.
Los que
estábamos en la calle no podíamos creer que aquel hombre que salía en los
diarios, que viajaba a todos lados, que se fotografiaba con mujeres bellísimas,
acababa de cantar un tango en la calle para nosotros, para “los muchachos”.
Al bajar del
árbol me encontré con el dueño del kiosco y lo acompañé a buscar el fardo de
diario a la estación. Él ya me conocía porque junto a mi hermano íbamos casi
todas las noches al mismo trámite. Me preguntó por él:
—No quiso venir
hoy, se fue a jugar un partidito a la pelota —le guiñé un ojo para que supiera
de mi travesura, para que fuera discreto—. Me devolvió el guiño cómplice, y me
dijo en lenguaje no audible:
—Andáte niño
tranquilo, que lo que acabamos de ver no se puede contar con palabras.
SIETE
La máquina es
una frontera. Es el extremo inteligente de la naturaleza y el extremo material
de nuestro espíritu. Rafael Barrett. 1876-1910
—Me gusta que
el joven haya pensado en mí para sus entrevistas de "memoria oral”, porque
le puedo transmitir muchas cosas al joven. Aunque sospecho que no está
demasiado interesado en lo que pueda contarle. De igual modo le detallaré
algunos hechos, tal vez luego, pueda comprender las secuencias, como yo lo hice
en su momento. Es cierto que también necesité tiempo, como él.
Fortuitos e
inesperados ocurrieron ciertos acontecimientos en mi vida. Como cuando un día
de diciembre del 1980, en que mi mujer me mandó a comprar fruta a la esquina,
en que me detuve un momento a saludar a Joaquín. Él era agenciero desde hacía
muchos años, y a él le compré varias veces números de lotería para Navidad y
para Año Nuevo. Entré a saludarlo, a estrecharle la mano, a desearle
felicidades. En el costado del salón esperé unos momentos que terminara de
atender a un cliente casual; hombre de saco y pantalón notablemente
envejecidos, me llamó la atención la elegancia a pesar de su pobreza. Luego de
revisar todos sus bolsillos aquel cliente constató que no era suficiente el
dinero que llevaba para comprar la fracción. Es de hacer notar, que los números
de lotería para esas épocas subían, se cotizaban bastante y solían tener
precios exorbitantes. Me permití ofrecerle el dinero faltante, previo a
disculparme por la intromisión en un asunto que a la distancia se notaba no era
el mío. El hombre accedió, me sumé a la charla que se tornó amena.
Repentinamente debió irse, un recuerdo lo alarmó y salió del local
despidiéndose con un gesto que lo llevó a tomar su gorra por la punta de la
visera. Reanudamos la charla con el agenciero sobre los mismos asuntos, cuando
descubrimos que el hombre había olvidado su billete de lotería, salí a buscarlo
pero ya había desaparecido entre el tumulto de gente que durante esos días toma
la vía pública. El agenciero insistió tanto que debí llevármelo en virtud que
había aportado una parte del pago. Apenado por la tristeza que sentiría aquel
hombre cuando descubriera su olvido me dirigí a realizar el mandado. Volví
durante varios días a preguntar si él no había vuelto en busca de lo que era
suyo. No obstante y teniendo en cuenta la cercanía de casa, le había encargado
al agenciero que le comunicara mi entera voluntad de devolverle el billete en
cuanto apareciera. Nunca volvió, en cambio y para mi mayor sorpresa, luego del
sorteo de Navidad pude constatar que el billete tenía premio; cobré diez mil
australes, fue el dinero que llegó a mis manos de la forma más azarosa, mi
sencilla mente no gastó esfuerzos en intentar comprender las leyes que habían
regido aquel suceso.
LAS GRANDES TRAICIONES
S.I.G.A.
Sociedad de Industriales Gráficos Argentinos. Año 1940.
S.I.G.S.J.
Sociedad de Industriales Gráficos de San Juan. Año 1940.
Parado frente
al espejo de mi madre me arreglaba la corbata. Ellos estarían allí sentados,
charlando y yo apenas un niño; ya no era un niño, eso era cierto, pero ante
esos hombres sí lo era. Ellos, todos mayores, todos veteranos en el rubro,
sabrían de qué se trataba el juego, ése del que apenas si estaba aprendiendo
las reglas. La cita era a las nueve, luego del cierre de comercio. En el
subsuelo de la confitería del Cervantes, el mármol de carrara era el preámbulo
de una nueva experiencia en mi vida. Allí se reunían los miembros de la
Sociedad Gráfica. Mi hermano no quiso ir, porque a él le faltaban las palabras,
le daba vergüenza. Papá tampoco iría.
Ahora éramos
nosotros los que estábamos a cargo de todo. Nosotros con el apoyo de los
empleados, sin ellos no hubiéramos sabido qué hacer, sin ellos no hubiéramos
sido nada. Yo tampoco tenía las palabras, más bien era más mudo aún que mi
hermano, pero fui y me senté a escuchar lo que ellos dijeron. Lo que decían que
nos estaba pasando. Mi padre junto a otros hombres antes de ir a la Marina, en
mil novecientos doce, habían sido socios fundadores de la Sociedad Mutua de
Artes Gráficas de San Juan. Gracias a ello recibí trato preferencial muchas
veces en el rubro. En esas reuniones se hablaba sobre todo lo concerniente a la
vida gráfica. Sentado allí, escuché a mis mayores discutir acerca del problema
que había traído la importación, decían que desde que Perón estaba en el
gobierno se había suspendido todo tipo de importación para beneficio de la
industria nacional. La idea no era mala, pero el problema que teníamos todos
era la falta de papel; muchas cosas no se podían imprimir porque éste
escaseaba, el buen papel que en Argentina no se conseguía.
Cada tanto
llegaba en tren un cargamento de papel que repartíamos entre todos, pero
pasaron algunas cosas muy poco agradebles. En esas reuniones conocí al famoso
"Zorro Molinas". El Zorro Molinas era un hombre simpatiquísimo, agradable
y amable. Si alguien quería fumar parecía que él le adivinaba el pensamiento,
antes que sacara el cigarro ya estaba ofreciéndole fuego. Bien vestido,
elegante, reunía todas las condiciones para enviarlo a Buenos Aires; por eso,
cuando recibimos la invitación para participar en la asamblea general de los
gráficos nadie dudó ni por un momento que el Zorro era, sin discusión, el
apropiado para representarnos. Astuto como su apodo lo indicaba se hizo pagar
todos los gastos de transporte.
Al volver de Buenos
Aires, nos notificó apenas algunas novedades sin importancia. No supimos de él
ni una palabra más, hasta que en la Sociedad de Gráficos Sanjuaninos recibimos
una carta en la cual la comisión de la Asamblea General se daba por ofendida.
Aludía al trato descortés que habíamos tenido con ella, luego de habernos
beneficiado con la máquina impresora de la Industria Alemana Curtvegel y Cía.
Nuestra sorpresa fue gigantesca, pues porque no comprendíamos el reclamo que
hablaba de falta de cortesía. Por tanto nos vimos obligados a viajar
nuevamente, enviamos a otra persona porque el Zorrito había desaparecido de los
lugares habituales. Sobre todo después de comprar una máquina nueva, de la que
todos hablaban maravillas, por su rapidez y por su innovación tecnológica.
Al volver el
Sr. Ragneri nos notificó de lo ocurrido: el Zorrito había expuesto nuestro
ánimo fraternal, la buena fe que en nuestra Sociedad había y el don de gente
que todos sus integrantes teníamos. Todo ello a los efectos de hacerse acreedor
de una máquina nueva; máquina de la que se apropió él, y no la Sociedad Gráfica
de la provincia como hubiera correspondido. Porque en un artilugio, muy a lo
“zorrito”, hizo poner la máquina a su nombre argumentando que sería él quien
tendría que pagar el transporte en tren y de no ser así la máquina correría
grandes riesgos de extraviarse.
La Industria
Alemana Curtvegel y Cía. tenía un local de ventas en Buenos Aires, había
logrado ingresar al país, pese a la política peronista, tres máquinas
impresoras de gran calidad. Pero sus clientes, que en ese entonces eran muchos
en la capital, al enterarse y en vistas de la escasez de productos importados,
habían confeccionado una lista de espera que con los días hubo de extenderse
notablemente. Intentando no generar mayores conflictos, luego de la exposición
de las máquinas, el gerente general había dispuesto enviarlas al interior donde
él creía que podrían venderse a un precio más que conveniente para cualquier
pequeño comerciante sin causar problemas entre sus numerosos clientes de la
Capital.
La Asamblea
General vio con buenos ojos aprovechar la oportunidad en la que estarían los
delegados del interior para ofrecer las máquinas y, en vista de las buenas
intenciones que el Zorrito había expresado; intenciones que versaban sobre el
aprovechamiento en conjunto que en la Sociedad Gráfica Sanjuanina se haría de
la impresora en cuestión, la Asamblea decidió enviar a San Juan una de aquellas
bellezas. Claro, la Sociedad de Industriales Gráficos Argentinos esperaba, por
lo menos, una carta de agradecimiento por la benevolencia. Al no llegar ésta y
sospechando alguna obra de mala fe, decidieron ser ellos mismos los que
enviaran una notificación extrañado el gesto que, nobleza obliga, hubiera
debido tener la Sociedad de Gráficos Sanjuaninos.
En esa
instancia estábamos, cuando logramos acercamos al Zorrito para preguntarle por
la situación tan particularmente irregular. Él nos respondió, que no en parte
sino en todo, incurríamos en error de interpretación. Puesto que él había
pagado la máquina, cosa que era cierta; había sacado un préstamo entre gallos y
media noche para aprovechar la oferta. Le reprochamos era el discurso de
fraternidad del que se había valido para conseguir un precio inmejorable por
una máquina nueva e importada; también le reprochamos la falta pública que
constituía el apropiarse individualmente de algo, que en principio, era para
todos. Cosas que él, por supuesto, desconoció para su bien y para nuestro mal.
Fue expulsado de la Sociedad Gráfica inmediatamente, pero el daño ya había sido
hecho, hacia adentro y hacia fuera de la provincia.
El año en el
que pasó lo del Zorrito fueron escasas las ocasiones en las que hablé en las
reuniones de la Asociación, sobre todo por vergüenza. No era lo mismo a la hora
de votar, ahí sí tenía la oportunidad y mi voto valía como el de cualquiera,
como el de un gráfico de experiencia. Mi lugar en la mesa representaba a una
imprenta, la imprenta de Benito Pizarro y mi persona también cupo dentro de ése
nombre. Al año siguiente seguí acudiendo a las reuniones, estábamos un poco más
organizados y entendíamos mejor el funcionamiento de la imprenta. Los empleados
seguían guiándonos, pero nosotros estábamos totalmente empapados de las
situaciones generales.
A raíz de la
similitud entre el nombre de mi padre y el mío reflexioné muchas veces en lo
mismo, en que en la historia de la urbanidad muchas personas llevan sobre su
ser la misma denominación que sus consanguíneos. No estrictamente hablando,
nunca un hombre es igual a otro, pero sí, en mi larga vida pude observar ese
sutil hilo que va uniendo, de generación en generación, intereses semejantes,
líneas de conductas, formas de hacer las cosas, dones que parecen transferirse
como tesoros al solo efecto de la continuidad humana.
SUEÑO URBANO
No me gusta el
trabajo, a nadie le gusta; pero me gusta que, en el trabajo, tenga la ocasión
de descubrirme a mí mismo. Joseph Conrad. 1857-1924
—¿Cómo está
señor Pizarro, cómo le ha ido con esos recuerdos? ¿Pudo hallar en su baúl
algunos relatos sobre lo que pasó después de terremoto? —preguntó De la
Fuente—.
—Sí, encontré
algunos.
—¡Qué bueno!
Entonces podré avanzar con mi trabajo final. Sólo me resta agregar las
transcripciones de las entrevistas que tengo con usted.
—Se nota que le
gusta su trabajo.
—Sí... es
decir, no, creo que estoy un poco atolondrado con tantos pasos de investigación
y, en verdad, hasta creo que he perdido un poco el foco del problema central,
y... —aclaraba el tono de desgano que traslucía su actitud—.
—El trabajo ha
sido el aspecto más importante en mi vida, —le expliqué—: a mi vida privada la
cuidé con mucha reserva, en cambio mi vida pública ha sido una gran fuente de
información. El contacto con la gente me ha nutrido. Salía de mi casa y ya
estaba trabajando, pero a su vez el trabajo me permitió cosas, situaciones que
no sabría dónde encuadrarlas, no podría precisar si pertenecen exclusivamente a
mi intimidad o antes bien son propias de la vida pública. Como un día, —fíjese
lo que ocurrió—. A la imprenta siempre venía un muchacho que era pintor, con el
tiempo se hizo famoso y vendió bastantes cuadros, pero tuvo lugar ésta charla
que le voy a relatar, entre él y yo.
Me habían
mandado de una de las distribuidoras de papel un almanaque muy bonito, grande,
que yo había colgado en el salón de atención al público; el pintor venía en
busca de recortes de papel para hacer sus dibujitos, bocetos les llamaba él,
que luego pasaba a un tamaño más grande. Como sin querer le pregunté, si él por
su profesión era muy entendido en materia de arte, respondió que no
"muuuuy", pero que algo entendía. Bueno entonces explíqueme que son
estas formas que están en el calendario, porque yo no interpreto nada de estos
manchones de pintura, le dije:
—El pintor me
solicitó que lo acercara un poco, y ahí estuvo largo rato mirando, pensando,
hasta que al final dijo:
—La verdad, yo
tampoco sé que significan estas pinturas, algunas me gustan más otras menos,
pero en rigor todas parecen pruebas de colores —él usaba mucha acuarela y por
eso mismo se lo pregunté—.
Lo que le
quiero decir con esto, señor De la Fuente es que en el trabajo se confunden los
espacios, ésos espacios de los que usted me hablaba la otra vez con tanto
entusiasmo. ¿Usted dijo: espacio público y espacio privado en esa charla?
—Sí, —eso
dije—, público y privado.
—He pensado en
que tal vez, a los fines teóricos sea funcional, pero a los fines prácticos esa
diferenciación no existe en el trabajo. El trabajo es una actividad en la que
una persona se implica totalmente, está ahí de cuerpo entero, sus emociones,
sus sentimientos lo acompañan donde quiera que vaya. El cuerpo de alguien, para
usted, ¿sería público o privado? Además, durante las horas de trabajo, si tiene
la suerte de tener compañeros, se charlan cosas, se comparten infinidad de
momentos y situaciones que son también parte esencial de las personas. Tanto
como con la familia, y a veces hasta más que con la familia. Recuerdo una noche
en que mi mujer bajó hasta el sótano donde estaba ubicada la imprenta con una
taza de café, era tarde y hacía frío. Ella era muy atenta y paciente, esa noche
noté que le pasaba algo y le pregunté. No quiso decirme nada al principio y se
sentó en un sillón que tenía a la orilla del escritorio; seguí trabajando un
rato más sin prestarle demasiada atención, enseguida observé unas lágrimas en
su cara. Me detuve en mi labor y me acerqué a preguntarle por los motivos de su
angustia. ¿Sabe lo que me respondió?
—No, no lo sé
—dijo De la fuente—.
—Ella dijo que
yo trabajaba demasiado, que los niños casi no me veían durante todo el día, que
en muchas ocasiones tampoco me veían en la cena. Tenía razón, yo estaba tan
entusiasmado y a la vez tan preocupado por pagar los créditos y obligaciones
que tenía que no me había dado cuenta de todo el tiempo que perdía de jugar con
mis hijos, de verlos crecer. Le prometí cambiar y con el tiempo fui trabajando
menos horas, pero no crea que muchas menos, no. Yo entendía cabalmente porque
se preocupaba así, pero la pasión que sentía por el trabajo era más potente que
cualquier otra cosa. Modifiqué mi conducta, intenté compartir más momentos
familiares, pero lo que no pude hacer fue trabajar menos horas al día, eso no
lo pude hacer.
—Me tengo que
ir, se me está haciendo tarde para otro compromiso. ¿Me podría dar los escritos
que tiene del terremoto? —dijo el joven un poco ansioso—.
—No, mejor se
los doy la próxima vez que venga porque me falta agregarle algunos detalles. Le
aseguro que el martes se los tendré listos, a los del terremoto. Tenga estos
que tratan sobre algunos otros hechos que ocurrieron y que encontré mientras
buscaba lo que me pidió.
Le extendí las
hojas y me las recibió con educación, pero muy molesto, quedamos en
reencontrarnos la semana siguiente.
PEQUEÑA ALA DE MARIPOSA
Para el hombre
tribal, el espacio era un misterio incontrolable. Para el hombre tecnológico,
ese lugar lo ocupa el tiempo. Marshall Mcluhan. 1911-1980
13 de diciembre
1942.
Muchas cosas
cambiaron en el mundo luego de la Segunda Guerra Mundial; muchas cosas
cambiaron en mi propio mundo. Los hechos históricos y los hechos vitales
guardan grandes semejanzas, en ocasiones, muchas más de lo que quisiéramos.
Algunos barcos navegaban a la deriva en las costas argentinas, entre ellos uno
que, creo, se llamaba el acorazado de bolsillo alemán Graf Spee. Había viajado
hasta el Río de la Plata en busca de barcos mercantes, pero el acorazado
también era buscado porque ya había hundido a más de diez navíos.
Mi memoria no
es prodigiosa aunque sí capaz de almacenar datos con alguna rigurosidad, leí en
los diarios que ese barco había recibido un comunicado indicándole que debía
zarpar de nuestras costas. El país ya no podía seguir apelando a las leyes de
amnistía internacional para refugiarlo. Entonces, el capitán del navío, Hans
Langsdorff, a cargo de la vida de soldados alemanes, todos jóvenes y casi
imberbes aceptó la orden. De camino a la costa argentina pensó cada paso y
planeó cada estrategia al milímetro. Era temprano, el alba aún no se anunciaba,
la tripulación del barco se dio cita en cubierta para escucharlo. El faro
seguía encendido a lo lejos. Los soldados alemanes eran muy jóvenes, unos
niños... es raro pensar en eso, en la mayoría de los ejércitos de combate los
soldados apenas alcanzan la mayoría de edad. Es como si cada pueblo siguiera
repitiendo un arcaico y grandioso sacrificio a los dioses de la guerra. Estos
soldados alemanes también eran jóvenes, tenían frío y miedo, dos sensaciones
que erizan la piel y se confunden en nuestros corazones. El sol estaba ahogado
en el agua cuando el Capitán se dirigió a toda la tripulación.
El acorazado no
era inocente, se había cargado muchos barcos en su lista de muerte, de todos
había escapado airoso, pero lo seguían de cerca los buques ingleses Ayax,
Exeter y Achilles, que no estaban dispuestos a perdonarle la vida una vez más.
En un alemán rígido y sentencioso el Capitán ordenó a todos descender en los
navíos de emergencia; necesitaban hundir el barco. Los enemigos no descansarían
hasta verlos a todos muertos, al Graf Spee ardido y hundido. El Capitán había
pasado toda la noche meditando esa decisión y se la estaba comunicando a ellos.
Debían rendirse. Ya nadie quería recibir al barco en sus costas. En cambio,
hombres sí, eso sí estaba dispuesto a recibir el Estado Argentino. El Capitán
había llegado a un acuerdo diplomático con el presidente argentino. El General
Perón estaba dispuesto a distribuir a esos hombres a lo largo del territorio
nacional. El embajador alemán había oficiado de intermediario y las cosas
quedaron claras: los barcos bajarían a la tripulación y el Gobierno la
distribuiría por todo el territorio. Esa mañana el Capitán explicó lo que haría
cada uno, dio órdenes de cómo comportarse y de cuál sería el destino de cada
hombre en la tierra. Dio detalles de todos, menos sobre la suerte que él
correría. Las rondanas chirriaban mientras bajaban a los barquillos de
emergencia que, atiborrados de muchachotes rubios se dirigieron a suelo
argentino.
En tierra
firme, envueltos en un revoltijo hecho de silencio espeluznante y gritos de
gaviotas, los soldados comprobaron que el Capitán no estaba entre ellos, él no
subió a ningún barco. La certeza sobrevino cuando escucharon el estallido,
cuando vieron cómo, lentamente, se sumergía el gran barco, aquel que por días y
días había sido su hogar, aquel que los había salvado de morir en manos
enemigas, aquel barco fue hundiéndose a la vista de todo. Ese lento proceso en
que el barco fue convirtiéndose en ataúd, sumergiéndose en las aguas, no se
borró jamás de la memoria de cada uno de los que estuvieron allí. Con absoluto
lujo de detalles y en un esfuerzo descomunal por comunicarse Fälther me contó
todo eso.
El único
sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial que yo conocí de cerca se llamaba
Guillermo Fälther. Claro que eso de conocernos no pasó de un día para otro. La
primera vez que lo vi fue por la mañana. Salí de la imprenta y me dirigí hasta
El Molino Argentino, tenía que entregar unas etiquetas que el dueño me había
encargado. Era buen cliente de mi padre y desde que él ya no pudo trabajar más
lo comencé a visitar periódicamente para ofrecerle papelería, etiquetas, en fin
lo que necesitara. De a poco se fue haciendo muy fuerte la relación con el
señor Morente, creo que él me veía como a un hijo, también creo que lo conmovía
verme entusiasmado con el trabajo. Siempre tenía etiquetas de más ese hombre,
para todo el año, pero igual me encargaba, “para ayudarle al muchacho”, decía
cada vez que me veía.
Yo lo hacía sin
protestar porque, además, me pagaba muy bien. Esa mañana caminaba por la vereda
de la calle Cereceto cuando los vi. Eran como veinte tipos grandotes con unos
pantalones cortitos y remeras musculosas, corrían concentrados mientras
cantaban una melodía en su idioma. Me quedé estaqueado en una esquina
observando el espectáculo. Se veían serios, de gestos duros, hacía frío y ellos
estaban corriendo en mangas cortas; eran muchos y se veían como un pelotón de
ejército. Corrían por las cuatro avenidas todas las mañanas, alguien me había
comentado pero yo con tanto trabajo en la imprenta no los había visto nunca.
Esa imagen me rondó en la cabeza durante todo el día. Durante varias mañanas
siguientes busqué alguna excusa para salir a la misma hora, quería verlos
pasar. Me hubiera gustado sumarme a ellos, ser igual a ellos, ser uno de ellos,
pero me conformaba con verlos pasar y nutrirme de su tesón por persistir en una
tierra lejana, viviendo en un mundo que a sus ojos debe haberse visto muy
diferente al conocido por ellos. El gobierno les había alquilado una casa en
Villa América para que vivieran y comenzaran a buscar trabajo.
Alguien le
comentó a Fälther que en la imprenta buscábamos un encuadernador en esos días.
El hombre que hacía ese trabajo desde que mi padre estaba en su apogeo acababa
de irse, le habían ofrecido un puesto en la Universidad de San Juan, él aceptó
gustoso y le hicimos una despedida con asado y guitarreada. Todo muy afectuoso,
pero llevábamos un mes sin encuadernador. Había puesto un aviso en
"Tribuna" solicitando a alguien que realizara ese trabajo, pero nadie
aparecía ni a preguntar siquiera.
Llegó grandote
y rubio, la mañana del viernes 13 de junio de 1942 a ofrecer sus servicios. Lo
tomé condicional, como a todos los demás cuando entraban; a los seis meses el
tipo ya era uno más de nosotros. Le costaba hacerse entender, pero lo intentaba
con mucho entusiasmo. La gente de la imprenta era muy buena y le ofrecieron
amistad casi de inmediato. De él aprendí muchas cosas, a encuadernar como Dios
manda primero y principal; y a nadar perfectamente segundo y principalísimo.
Mientras trabajábamos charlábamos bastante, él me contaba de su pueblo, de sus
costumbres, de sus guerras y yo le contaba de mi niñez, de mi ciudad, de mi
imprenta. Después de todo no éramos tan diferentes, además ambos éramos jóvenes
e igualmente trabajadores. Lo recuerdo enérgico y con los ojos sumamente
abiertos mientras hablaba, decía, en su lengua forzosamente española /alemana:
—Aprender a
flotar es primordial —dijo el alemán—, cuando se hunde el cuerpo, tres minutos
dura la persona. En cambio si usted sabe flotar puede soportar mucho más tiempo
y cómo no lo va a salvar alguien en ese tiempo. Los maestros de aquí se
equivocan porque creen que un niño, una persona que está aprendiendo a nadar lo
primero que debe hacer es bracear y perfeccionar el estilo. Y no. No es así, lo
primordial es saber flotar.
Creo que tenía
razón el alemán y por eso le pedí que apenas comenzara el calor fuésemos al río
para aprender a nadar. Dijo que por supuesto:
—Yo le enseño a
flotar y usted se salva para toda la vida.
Encuadernaba
tan bien el hombre que se me ocurrió ofrecerle el servicio al Registro Civil de
la Municipalidad de la Capital. Lo conocía al intendente y no fue difícil
conseguirlos como clientes. Era un trabajo muy interesante porque había que
hacer libros de casamiento, libros de nacimiento y libros de defunción. Los
solicitaron con tapas negras grabados con letras doradas. Podíamos hacer hasta
las tapas negras, lo de grabar las letras doradas fue un problema que
resolvimos llevándoles las tapas, antes de la encuadernación, a un señor que
hacía ese trabajo artesanalmente. En el Registro Civil quedaron satisfechos con
el trabajo a más no poder, y nos siguieron encargando libros durante mucho
tiempo. El grabador de letras doradas me lo recomendó un pintor que a veces iba
a pedir recortes de papel para sus bocetos, él lo conocía desde antes por su
oficio. Fälther era muy cumplidor y respetuoso. Un día, pese a su buena salud y
porte me pidió permiso para ir al médico. Se paró delante de mí y en su duro
idioma dijo:
—Benito, dame
permiso para ir al doctor, me duele el pecho, voy a ir hacer una consulta —dijo
Fälther.
—Sí, como no,
por supuesto, respondí, a qué médico piensa a ir, —le pregunté—.
—Voy a
hospital, ellos tener o-bli-ga-ción de atender a uno si está enfermo —dijo
ofuscado—.
—Bueno, está
bien, le va mal me avisa y buscamos a alguien. —le dije—.
Pasaron los
días, estaba preocupadísimo porque había asumido la responsabilidad con el
Registro Civil y el alemán no daba señales de vida. No quería quedar mal de
entrada, era una buena oportunidad de proveer al Gobierno, y quizás seguirían
encargándonos trabajo. Teníamos trabajo asegurado y un muy buen cliente, porque
el Gobierno no pagaba muy seguido pero pagaba bien. Una de esas noches cuando
llegué de trabajar me lamenté por la ausencia del alemán y la señora que
ayudaba a mi madre con las tareas del hogar me contó todo lo que le había
pasado al alemán en el hospital:
—Esta mañana vi
en el hospital a su empleado, ése rubio grandote que habla mal. ¿Habla mal o es
tarado? —me preguntó—. Le aclaré a la mujer que no habla mal, sino que hablaba
otro idioma y que le resultaba muy dificultoso aprender la pronunciación del
nuestro, al fin y al cabo recién llevaba un par de años viviendo.
—¡No sabe el
lío que armó el alemán en el hospital, a los gritos estaba! —me contó la mujer
azorada—:
—Yo llevé al
niño más chicos porque tiene una tos terrible y no lo deja dormir a mi marido
por las noches... ¿Imagínese quién se levanta a cada rato a taparlo? Yo, quién
más va ser sino, porque él trabaja en la finca de don Manolo; ese... de Alto de
Sierra ¿Lo conoce don Benito? — me preguntó la mujer—.
—No señora, no
lo conozco, pero no importa cuénteme sobre el señor Fälther.
—¿Ahhh, se
llama Fälther? Qué nombres tan raros les ponen en ese lugar de donde viene
—acotó la mujer.
—No; se llama
Guillermo, Fälter es el apellido —le aclaré—.
—Bueno, a él,
primero lo atendió el médico y parece que bien porque ahí nomás salió con una
receta que le indicaba una radiografía, se acercó al mostrador y le preguntó a
la enfermera dónde le hacían la radiografía que le había indicado el médico. La
chica le dijo que saliera por el pasillo y doblara dos veces a la derecha, que
en esa puerta negra alta que había, ahí, atendía el radiólogo. ¡Pero no sabe el
lío que se armó! Porque no pasaron ni cinco minutos cuando volvió el alemán
hecho una furia viva, estaba tan enojado que no se le entendía nada, hablaba
todo en alemán y la enfermera le decía que se tranquilizara y le explicara lo
que le pasaba. Gritaba a garganta pelada:
—Yo no explico
a usted nada, quiero hablar con médico de recién, él sí me atiende bien. La
enfermera le explicaba que no, que ya había pasado su turno, pero él estaba
furioso y gritaba como un descosido. Así que la enfermera se metió para el
consultorio del doctor y de allí volvió con la respuesta.
—Dice el médico
que se calme, que se siente y que cuando se desocupe lo volverá a ver. —volvió
explicando la enfermera—.
—Eso lo contuvo
un poco, don Benito, dejó de gritar como loco, pero no se calmó nada, caminaba
por la sala con pasos tan fuertes, que hasta los niños enfermos que estaban
insoportables de tanto esperar se quedaron quietitos en el lugar, asustados.
¡Pero, don Benito, no se imagina cuando vio al médico, furioso le dijo!
—¡Usted,
excelente médico, me atendió muy bien, excelentemente, pero ahí donde me mandó
dan turno para treinta días más! Imagínese cuánto tiempo va a pasar y con el
dolor que tengo en el pecho, no poder esperar tanto. ¿Y si yo, paro patitas
antes de que atiendan a mí y llego al cielo en un solo momento? El médico no
pudo contenerse y se largó una carcajada y todos los que estábamos en la sala
lo escuchamos porque de la rabia no había cerrado la puerta. La cosa don Benito
es que terminamos riéndonos todos del alemán. El médico se apiadó del grandote
y lo acompañó. Supongo que le debe haber ayudado para que le den turno antes.
¿A usted le contó algo de lo mal que está?
—No señora
porque a la imprenta no volvió. Después de lo que ha contado creo que voy a ir
a su casa para saber cómo sigue. —le contesté—.
Fälther no
anduvo bien desde entonces, añoraba su tierra y eso no tenía cura para él.
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