Este
texto recorre un camino incierto que va desde la búsqueda de entradas y de
salidas del sueño hasta Ícaro, que en lugar de volar cerca del sol, vuela hacia
la luna; pero en el vuelo quizás decida retornar a la tierra.
Ï saltó esa mañana de su cama, estaba salido
de sí. Un aura de maravilla aún duraba en su semblante después del sueño. Las
alas de aquél que no era un ángel lo habían rozado y su corazón había sentido
un estremecimiento desconocido. Así Ï despertó divinizado por los enigmas de la
noche. Así encontró el suelo de su casita lleno de estabilidad y así atravesó
el umbral hasta encontrarse con el cielo abierto. Aún no amanecía y la luna era
todavía libidinosa en su apariencia. Ï la miró desde su estado somnoliento y
tuvo una sensación de atracción inmensa. Sintió deseos de permitirse ir hacia el
satélite. En ese instante Ícaro salió desde su ensueño, atravesó la dimensión
mítica y se elevó junto a Ï en un vuelo que nunca terminaría del todo.
En la hora translucida Ï, en los brazos de
Ícaro, emprendió el viaje.
El tránsito fue largo y ocurrieron variados
misterios y conflictos. El primero de ellos se suscitó cuando Ícaro fue atravesado
por la duda. El límite en el cielo diáfano era imperceptible. Cómo precisar
dónde comienza la noche y dónde el día. Cómo admitir que la superficie que une
el camino al sol y el camino hacia la luna era del todo mínima. Ícaro sentía
ansias desesperadas de viajar hacia el sol, de fundirse en el fragor de la luz,
insospechando el peligro de muerte que allí había.
La luz,
la belleza de lo todopoderoso aún lo hechizaba a pesar de los siglos
transcurridos. La luz todavía no penetraba del todo en su corazón, pero sí lo
había hecho ya y de un modo definitivo en su ojos. Ícaro estaba ciego. La noche
lo atormentaba, la noche lo consumía y lo habitaba, su corazón y otras partes
de sus intimidades estaban obscurecidas. Ícaro sentía la terrible necesidad de
viajar hacia el sol, pero Ï tuvo un sentimiento atroz: sintió miedo a estar de
un momento a otro muerto. Un muerto ahogado en la luz poderosa, un muerto en
los brazo de un aparente ángel. Fue entonces cuando el segundo misterio y el
primer conflicto se presentaron al unísono y a los gritos.
En el medio de la inmensidad, a la hora
indecible, en la altura incalculable ambos debatieron, ambos gruñeron sobre sus
profundos deseos. Ï no estaba dispuesto a acceder al estado inerte, Ícaro no
podía con sus costumbres de viejo mito. La contienda fue temeraria como suele
serlo en estos casos.
Ícaro conjeturaba que luchar contra la
mitificación que lo tenía destinado era imposible; él pensaba que deseaba
seguir encarnando por siempre el mito. Ícaro no quería caer durante su vejez en
ninguna playa ni que lo descubriera lleno de barro nadie. Ï estaba apresurado
por salvar su vida. Sabía que su piel se derretiría mucho antes que la cera de las
plumas de Ícaro. Sabía que a él, mortal como era, no le esperaría ningún
destino precioso. Sólo adivinaba las cenizas que caerían a la tierra como el
polvo. Los combates eran desiguales para Ï, las posibilidades eran mínimas de
convencer a Ícaro de torcer el rumbo.
Ï probó persuadir a Ícaro y para ello le
prometió aventuras en la tierra y le habló de felicidades extremas, deliciosas,
de pequeños momentos de éxtasis, de trágicas tristezas, de ríos de montañas, de
derrumbados laberintos, pero Ícaro no quería oírlo. Aún así algo en el corazón
de Ícaro lo tentaba a escuchar las palabras del hombres, algo contradictorio lo
hacia aborrecerlo y escupirlo. No quería saber volver a vivir en la tierra. No
quería ese destino humilde y transitorio de hombre finito.
El tiempo transcurría y era inevitable el
avance por los cielos. El debate de estériles discusiones no mitigaba y a cada
segundo el sol se acercaba a ellos de un modo más ardiente. Los pies de Ï se
calentaban como en el borde de una hoguera en el invierno. En la fantasía
atemperada, en la tibieza de la modorra, Ï se desvaneció en los brazos de
Ícaro. Entró entonces en un limbo de visiones arquetípicas: vio fueguitos
ancestrales, vio incendios inmanejables adentro de intrincadas calaveras, vio a
otros hombres incendiados. Entró lentamente en el alma de una llama y sintió
cómo, ese color que no era rojo, lo inundaba por dentro. Entró en las cercanías
de la pasión, en la profundidad de la tierra, en la incierta lava de los
volcanes, en la pequeña lumbre de un fósforo en una obscura noche, en el fuego
resplandeciente de una mujer cuando no duerme. Entró, por un instante, a la
parte más cierta del infierno.
Las manos de Ï ardían de un modo extremo
cuando recobró la conciencia; ambos estaban a punto de morir en la cercanía del
astro. Fue entonces cuando divisó a Ícaro en el fragor del embelesamiento, de
cara al sol, huyendo sin pausa en el sentido inverso a la tierra. Entonces Ï,
con el corazón enrojecido lloró de emoción piadosa al contemplar, en la
profunda cercanía, el rostro de Ícaro. Ï admiró la forma encendida en la que
Ícaro deseaba al sol; sus ojos humanos apenas pudieron soportar el resplandor
de la luz que emanaba de la mirada apupilada de oro.
Alguna de las partes del misterio se
desprendió en ese momento, entonces Ï encontró una forma de desencajar al silencio
y lo proyectó sobre el mitificado. Ícaro detuvo su viaje de pronto e interrogó
a Ï, por su mirada, por su semblante, por su falta de palabras.
Ï le dijo a Ícaro una seguidilla de cosas en
un dialecto indescifrable. No hubieron puntos ni comas ni buenos modales en ese
momento. Ícaro se sobresaltó de pronto y dejó caer al hombre desde sus brazos al
vacío del cielo abierto. Ï pensó que aquello era el fin y aceptó con calma su
destino. Oró una plegaria mínima porque sabía hacerlo y sin rencor se despidió
de Ícaro. Después de todo él lo había acercado al fuego más intenso y le había
mostrado los secretos que nunca habría conocido de otro modo. Después de todo
había entrado en lo que otros llaman divinidad en un solo vuelo. También había
comprendido en la mirada de Ícaro, penetrada de sol, la clase de belleza que
motivaba su obstinación. Ï juzgó que para ser él sólo un hombre ya era
suficiente haber vivido todo aquello.
Desde la altura vio Ícaro caer al hombre, y
midió la consternación durante el descenso. Acaso comprendió que Ï, hecho de
carne y hueso, no resistiría el golpe con el peso de su cuerpo y moriría
irremediablemente. Se sintió inmensamente responsable, porque entre otras cosas
tuvo que admitir que había sido él quien se había entrometido arquetípicamente en
los sueños de Ï. Que también había sido él quien lo había levantado en andas y
lo había alejado de todo lo que le era propio para llevarlo hacia el sol en
plena aurora. Ícaro lo había conducido hacia el cielo no como a un prisionero,
sino como a un privilegiado, y ahora él dudaba del atino o desatino de su labor.
Fue entonces cuando Ícaro voló con apuro indescriptible en picada libre y libró
al hombre de su destino de muerte.
Cuando ambos recuperaron el estado inicial del
viaje, ya nuevamente en ascenso, negociaron un pacto que no guardaron en las entrañas
del secreto. Ï, ahora salvado, ahora iluminado, ahora con la sangre ardiendo,
le propuso a Ícaro aprovechar las orillas de las noches que todavía les quedaban.
Viajaron en dirección a la luna, donde el descanso en la penumbra daría una
dimensión precisa al tamaño de la luminiscencia adquirida.
En el borde de la noche, cuando el nuevo rumbo
ya había sido aceptado y fijado, Ícaro sintió la tentación de retomar el
antiguo camino. Quiso insistentemente entrar en la huella que lleva al sol por
el camino directo. Quiso una vez más cumplir con su sueño de morir disuelto. Pero Ï, humanizado, que ahora estaba templado como los primeros hombres lo
estuvieron, le acarició las alas, le abrazó los ojos en silencio y le recordó
la luna y su camino incierto.
Había que admitir que Ícaro era un
desconocedor extremo del sendero que conduce al costado opuesto. El hombre
también lo desconocía, pero lo había imaginado un rosario entero de madrugadas.
Ícaro tuvo que aceptar que aquello lo dejaba perplejo. Entonces se produjo otro
de los momentos del misterio, Ícaro confió en el hombre, que ahora lo invitó a
desandar el espacio sideral a tientas y a contentarse extraviándose rumbo a lo desconocido.
Luego de alunecer a horas inciertas, de
envolver a cuatro brazos los tramos de un mito, ambos retornaron a la madrugada
inaugural de la que Ï había sido jalado.
Encontraron todo como había quedado: la mañana
despuntando el alba, el deseo intacto de ir hacia la luna, la somnolencia de Ï virginal
y rastrera. Ambos acertaron con una historia para narrar a los hombres que estaban
en la tierra. Aunque tuvieron que aclarar varias veces, a los que escuchaban
atentamente, que lo que ellos contaban no era ninguna de las partes de un mito.
Noviembre-
2009
La Ï de Ícaro, En: Revista Narrativas, N. 20, Enero-Marzo, ISSN 1886-2519. 2011. pp.42-44.
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