de febrero a noviembre
con las disculpas del caso
con las disculpas del caso
En sus brazos ella era una
cautiva. Lo era de él, de su caballo, de todo el malón que venía de vuelta, del
marco que en el museo encierra la tela pintada por Della Valle. Ella sigue
siendo la cautiva, incluso ahora de nuestra mirada y lo seguirá siendo durante
toda la eternidad que dure el deseo de regresar a contemplarla. Diríase que en
el horizonte siempre hay una cautiva milagrosa a la espera de ser atrapada. Sus
pies cruzados, su cuerpo echado hacia atrás, su forma de posar las manos en su
regazo, su desmayo, no traslucen malestar en ella, excepto el vestido de
tirantes rasgados que dejan la mitad de su cuerpo descubierto abren la sospecha
de que fue raptada de otro mundo. Incómodo para nosotros que la miramos
largamente y apreciamos en ella una desnudez que refleja en su piel tantas
palabras silenciadas. En cambio, los cuerpos desnudos de ellos en el fragor de
la vuelta compactados dentro del malón, no silencian nada, todo lo dicen con
sus brazos, sus rostros y sus cabellos al viento. Cada detalle de la imagen
suena en el grito que empuñan con las
lanzas en alto y penetran la piel nublada del cielo. Así las cosas,
ciento veintitrés años después la mujer sigue siendo esclava de su silencio y
ellos de sus griteríos. Los cuerpos desnudos escandalizaron en su momento a los
paseantes que miraban la vidriera de la ferretería donde podía verse la obra en
la callecita Florida tan bonita.
Hay muchas maneras de leer la
imagen, quizá una de ellas sea el hueco, leer por los huecos es una forma de
horadar algo, cuando menos el ojo que lee, entonces se perforan las nubes del
cuadro y así ellas dejan pasar una luz que llega desde otro lado. Son las nubes
las que oscurecen el cielo y dan un techo cierto, aunque oscuro, donde el agua
del suelo se refleja. Los caballos galopan, es el agua lo que espeja el suelo
donde la cautiva es llevada. Es difícil
de eludir el reflejo en el espejo negro y no es fácil mirar
la oscuridad de la imagen de Della Valle, que desde sus ojitos
citadinos, pintó la escena.
El eterno retorno retuerce las
fibras del tiempo y trastoca, con pincel invisible, levemente las cosas, como
cuando en el cuadro de la Vuelta del malóN, las nubes rasgadas por las puntas
de lanzas fueron abriéndose rápidamente y dejaron paso a los rayos del sol
quemante. Por momentos la escena parece ser otra, la cautiva ahora es Milagro,
el malón somos todos nosotros y el agua, el agua siempre está. La mujer domina
la escena, la del cuadro y la otra que apenas vemos delinearse porque de tan próximos
a ella que estamos no podemos despojarnos de los vicios que compungiesen a los
ojos. No podremos, no podemos ubicarnos a una distancia que nos permita mirar,
como lo hacemos sentados en el banco del Museo Nacional de Bellas Artes donde,
a pesar que la iluminación no es buena, el ambiente lo tiene todo para pasar la
tarde tratando de comprender.
La cautiva paga el precio de su rebeldía,
ha construido una fortaleza, visto y expandido en el territorio lo que otros no
vieron, vestido su cuerpo, calzados sus pies, hecha acción colectiva las
lanzas. Milagro no se deja atrapar por el malón y acude a las ceremonias de
cautiverio liberada, como las otras les entrega su cuerpo y se lleva lo demás
consigo. Quien le dijo que una comisaría de mujeres es su casa por un tiempo le
hizo un favor desmesurado, un favor histórico que no tiene precio. En adelante
no es una heroína, ni una mártir, es una cautiva y esto no
hace más que trenzar la larga lista de
mujeres que consuman con su paso la categoría histórica. Si acaso muriera en
este mismo momento en su lápida se leería: Aquí yace sin vida el cuerpo de una
cautiva. Una orden de Estado, un
allanamiento judicial a su privacidad, han dado la campanada y puesto en
cautiverio todo menos su mirada, aunque sus pies quizás sigan pisando ese
suelo, pero no su cabello, ni sus ojos, ni sus dichos imprudentes que no dejan
de inflamarse en el viento. De Milagro todo ha sido dicho, de su pasado indecente,
de su adinerado labrado social, de la caja donde yacía cuando fue descubierta
mesiánica, de su potencia para convencer gente, de apropiarse de las
oportunidades cada vez que las tiene, del tiempo que puede permanecer sentada
en una calle cementada. La mala fama crece a diario, pero a ella no le interesa
demasiado porque ya es mítica y ha comprendido que tiene todos los años que le
quedan prendados. No hay nada peor que alguien que lo tiene todo dado por
perdido o por ganado. Quizás hace bien en ignorar las malas lenguas, porque la
otra cautiva, que en el rapto del malón deja ver su piel con el vestido rasgado,
no ha recibido mejor trato, ni las opiniones sobre ella han sido menos dañosas.
La piel de ambas ha erizado las
lenguas de fuego que las han nombrado de tantas maneras
hasta igualarlas.
A cierta hora somos todas
cautivas aunque el dolor por eso mismo sea desmesurado. Poseídas, prostituidas,
apropiadas por el malón, ambas han conseguido conquistar las escenas de los
cuadros y nos dan a nosotros, al malón, una razón para que el temor a lo
desconocido crezca. En la vuelta del malón de Della Valle es una sola mujer que
condensa en su cuerpo la razón del griterío y la hombría desaforada de los
indios desatados en su poderío. En el arresto a Milagro la escena con sutiles
diferencias se replica, salvo por la salvajada de estar todos los chivos vestidos,
pasar a buscarla por su domicilio en coche y anunciar la violencia con un papel
escrito. Cada cautiva es un peligro creciente, porque no hay nada peor que una
mujer enjaulada, ni pandora más impredecible que una libertad diezmada que
condensa a fuego lento su furia. Nomás queda sentarse a orillas del centro a
esperar el desenlace que por fuerza será capítulo de libro.
Algo huele a exterminio, a
conquista del desierto, a polvo de roca. ¡¡Oh Roca, cuánto y cuánto permaneces,
tu potencia masculina no deja de brillar en el fulgor de su estela, ojalá se te
hubiera quemado la cunita cuando pequeñito!! No es lo mismo decir conquista del
desierto que decir conquista del desierto, el eco de la diferencia aturde al
malón que silencioso devora, cual bestia colectiva, su almuerzo dominguero e
ignora, en su sórdida indiferencia, los rastros del acabamiento. Tampoco es lo
mismo ver el desierto al sur que al norte ni al este que al oeste, este país es
demasiado grande y le cabe la desmesura
en todas las partes. Ver a un hombre otear en la Puna, en San Juan, en Neuquén
o Buenos Aires y al poco hablar con ellos las cosas humanas aparecen, como las
distancias inconcebibles de la especie, sólo para integrarse al malón encuentran
redes. El silencio no iguala ninguna
mirada, las diferencias se crían a cada paso y claudican en la desesperación
por encontrar cositas que nos unifiquen. Es que ya no somos los mismos ni las
mismas que fuimos, acaso hemos perdido el parecido de la piel, el rumbo, los ojos,
las líneas de las manos que se unían en las plazas y la certeza de lo que
queríamos hacer cuando tuviéramos la oportunidad de hacerlo. En cierto punto,
aunque no se note, junto a Milagro hemos quedado todo el malón cautivo en el
puño cerrado de su mano y lo seguiremos estando hasta que la próxima cautiva nos despabile por un momento del ensueño.
Menos podemos ver desde el calor amordazado
del malón el hilito histórico que se tensa, porque aquéllos habían saqueado una
iglesia, revoleaban cruces, boleadoras y otras cosas de manera adversa, en
cambio ahora todo sigue en su sitio, ni las páginas de los diarios se han
movido. En el malón estamos todos deseosos de ver la mujer de pelito lacio escarmentada,
porque así queda latente la amenaza del castigo, muerta no le sirve a nadie,
tampoco a nosotros, no, no hay que matarla sólo mantenerla en cautiverio, eso
hemos deliberado la noche pasada.
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