Ella y su corcel
cabalgan en el desierto, luego de algunos días el sol perturba tanto el
entendimiento que, poco a poco, hasta los pequeños trozos de piedra desaparecen
y sólo existe un único punto en el cielo. Las noches se vuelven enemigas porque
él no está y ni la chica ni el corcel lo ven por ninguna parte. Una siesta obligada
por el calor en las cabezas encuentran un oasis, ambos se detienen y aquietan
la marcha. El oasis se convierte en un refugio en la intemperie, en una
compañía, en un espejo donde reconocerse mutuamente, en un regocijo donde
hundir los pies y las manos hasta que al final ella y el caballo están
sumergidos en la profundidad del ojo de agua. El ocaso es la hora ansiada y
ambos descansan de las rutinas del camino, del asedio de las horas excesivas en
el vacío, hasta que la noche los adormece poco a poco. Ambos cuerpos duermen
profundamente, con una extremidad tocan el borde del agua y eso los consuela
largamente.
Al despertar el sol invisible de la aurora vuelve a marearlos, el ojo de agua ya no está, ella y el caballo retoman la
andadura del camino. No imaginan que el oasis es una maravilla del desierto que
emerge y se sumerge por un cortísimo tiempo, no imaginan que el agua brota y se
esconde, que así es el ritmo, que esa es la forma en la que respira el desierto. Ahora
desconfían uno del otro profundamente, cada uno a su manera sospecha que el otro
se ha bebido todo el líquido durante las horas muertas. De andar enemistados se
vuelve más complejo el camino, ni el
corcel quiere cargarla ni ella guiarlo en el camino, ahora son enemigos íntimos, ni tan siquiera se miran aunque siguen caminando juntos añorando el próximo espejismo.
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