La escucha... desatenta... es en esa fuga, en ese meticuloso cuidado
descuido, donde se dilata el pensamiento, no en modo universal sino en el
extremo particular de un modo en el que algo de un momento a otro ha detonado y
aún no es posible percibir sus efectos. Es la palabra un mecanismo de esos que
tiene reacción lenta en mi oído y en mi cerebro, donde la palabra de los otros
queda como tiritando de frío, de miedo, de angustia, de éxtasis, de pudor y se
esconde de todos, hasta de sí misma para ser luego lenguaje. Acaso es en ese
estertor donde puede verse su valía, su momento estridente, su tierra prometida,
su pulsión ocultando y desocultando el hueco donde se cuece el eco. Esa cosa
rara que se ha despegado de toda conversación banal y adquiere por si misma
forma propia y se sienta a la mesa y me interpela con su más agudo verbo.
Claro, no es absurdo pensar que la re-tro-progresión cumple su efecto tardío y
se revela de una importancia estructural. De entre todos los ruidos mundanos,
de todas las conversaciones, algo adquiere
un sentido específico y no es que se profundice, claro está que todo es
playa, que lo profundo no existe, algo cobra vida propia y se vuelve una forma
determinada de ser. Algo que era presuntamente nuestro ya no nos pertenece a ninguno
de los conversadores, ese pedazo de lenguaje tiene un sentido propio, le ha
ganado a todos, también nos ha ganado a nosotros y se determina a seguir su
vida de frase célebre. La idea, la frase, ese pensamiento abre un tajo antes visto /no visto/ por nadie, se vuelve un momento
inaugural. Nace de lo cotidiano, de lo pasadizo, de lo que nadie hubiera
reparado excepto porque vuelve, como la neurosis salvo que no es enfermedad, a
ser presente una y otra vez, a
presentizar-se en la ausencia y es por eso acaso que las conversaciones inocentes
y sencillas, si es que algo así existe, adquieren ese velo de misterio y se
ganan un momento extremo de compresión que continúa y continúa en la pendiente, que pide a gritos ser incluida.
Esas conversas estallan en los oídos, en las mentes, en las manos y convierten
un encuentro casual en un suceso anecdótico imperecedero, es por eso que cada diálogo
es un hurto al tiempo, un momento en que lo humano se extrema, una ganancia sin
dolo, una posibilidad de desafiar las fauces del silencio y también un desencuentro
altisonante entre ese efímero presente y el pertinaz acontecer que retorna perturbado,
conturbado, turbado y en
cada retorno más sutil.
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