jueves, 26 de junio de 2014

LOS CAPRICHOS DE LA DONCELLA

२००९
Cuando llegue el vehículo partiré. El temor y la muerte son un matrimonio controvertido que suele alimentarse de vigorosa vida; por eso, en ocasiones suelen tomarla sin previo aviso. 
En esos casos pueden escucharse ruidos de piedras golpeándose entre sí. Con el transcurrir del tiempo, la tierra que habito ha visto muchas cosas. Los primeros pobladores fueron hombres de habilidosas manos y mentes. El modo en que ellos encauzaron las aguas fue dando paso al cultivo de una agricultura frondosa y bien llevada.
Los registros de los antiguos libros dicen que el maíz es a la raza aborigen lo que el arroz a los chinos. La ingeniería hidráulica, según cuentan esos mismos volúmenes, luego se ha hecho un lugar en las academias, pero lo que aquí tuvo naciente fue transmitido en forma oral por algunos que entendían del oficio de arrear el agua.
En los altos valles andino los hechos suelen precipitarse tan raudamente como lo hace una piedra que desde lo alto transita rumbo al precipicio. Creo que el vehículo que se llevará al muertito que yace en el suelo debe estar al llegar. Lo he adivinado en el camino hace largas horas y no entra en la línea visual como era de esperarse. El hombre que recibió la orden de venir en su busca también recibió, de palabras del hermano menor, las causas del mal que lo aquejaba antes de subir hasta aquí. La ruta de tierra guía hacia el camino de acceso y aunque muchos alcanzan el sitio no todos regresan. Este que tengo aquí es un caso.
Hace un tiempo comenzaron a llegar los hombres nuevos, queriendo encontrar el oro que la montaña tiene escondido. Pero las alturas no son fáciles y nada pueden hacer con sus vehículos. En cambio, deben buscar a don Ruarte y pedirle que les alquile las mulas; también deben pedirle que los guíe. Él hace ambas cosas para su beneficio y, sin saberlo, también para el mío.


II-
Los primeros habitantes de este lugar ¾la tierra siempre tiene sus llegados en primer orden¾, fueron los Capayanes, gente mansa y de corazones pacificados, tal vez por el agua, tal vez por la altura, ¡quién sabe!
Después..., todo fue tragedia y terribles vientos soplaron en disfavor del Jefe Atahualpa y mío; en la actualidad a veces siguen soplando furiosos. También corrieron la misma pena los otros que estaban en el pueblo y que fueron cayendo uno a uno muertos a manos de los dirigidos por el foráneo.
Atahualpa era un gran Jefe para todos, de corazón humano y de cuerpo recio. En la reunión de los consejos obraba en beneficio de todos y las ancianas y ancianos de la tribu, a pesar de su cortedad, le tributaban respeto. Ocasionalmente le consagraban la sangre de algún animalito, ponga que por caso era un cabrito y, aunque esas prácticas no eran del todo bien vista por él, de igual modo las agradecía.
Luego ellos recorrieron el continente y llegaron cabalgando desde lejos, acusando a todos de esconder el tesoro acumulado a propósito de expropiarlo. Mentían de una forma descarada, pero nada pudo detenerlos.
La furia de no hallar el tesoro los embraveció de tal modo, que a todos dieron inmerecida muerte. Nadie aquí supo dar testimonio certero, excepto yo; pero ellos no entendieron mis palabras mágicas, las alegorías de la muerta que habla. Mi lenguaje proviene de la profundidad telúrica y danza en el aire con forma de doncella.
El día en que el Jefe de nuestra comunidad fue tomado prisionero supo que el macabro lo mataría de cualquier modo; entonces fue que con un mensajero me hizo llegar un destino salido de su garganta.
Me comisionaba para que junto a dos ancianos, uno de ellos conocedor del sendero y otro conocedor de la lengua, partiera en caravana para trasladar el tesoro, para proteger gran parte del oro reunido por órdenes del verdugo. Así lo hice y ataviada con el ajuar que estaba destinado a la ceremonia de unión ante las diosas, emprendí el camino hacia Achango. Lamentablemente no pude lograrlo, los ancianos murieron en el camino y en la soledad de la responsabilidad adquirida, me detuve en una tierra cercana. Arreando la carreta llegué a un paraje en el que pude apreciar vestigios de los antepasados venidos con anterioridad a conocer la montaña.
Anclé un campamento en un margen derecho del camino y con mis propias manos cavé durante días bajo el sol quemante. Al finalizar el trabajo y, habiendo ya sepultado aquél tesoro que en todo se asemejaba a mi amado, me desvanecí allí mismo afectada gravemente por el cansancio.
Desde entonces emerjo desde las profundidades de la tierra para indicar el camino a los arrieros, pero ellos me temen y se aturden con mi presencia. Por eso ahora sólo aparezco en la lejanía. De tanto sentirme temida he aprendido los conjuros y me he amañado de lugares dilectos que no quiero compartir con ninguno que por aquí pase. Son de mi pertenencia y yo a esta tierra pertenezco.

III-
Los muleros son gente callada, no entran en intercambios de palabras con los extranjeros fácilmente, pero a fuerza de necesidad trabajan para ellos. Por esa razón, cuando alguno llega en su busca para subir a la montaña a realizar experimentos con la tierra, don Ruarte y los otros no se hacen de rogar para tomar el trabajo.
Al amanecer emprenden el rodeo por el camino de Angualasto; van lento bordeando la hondonada, siempre del lado derecho. La travesía es cansina y trabajosa porque se empina la altura de tal forma que hasta los animales al cabo de un rato se apunan.
Cuando llegó vivo él que aquí se tumba en el suelo, hizo todo como corresponde: Buscó a los muleros, hizo el trato, les entregó el dinero; al otro día muy temprano todos partieron montaña adentro.
Don Ruarte sabe del manejo y cuando el caballo por primera vez se espantó y no quiso pasar por el estrecho que lleva a la cuesta del viento respetó al animal, porque supo comprender que era el miedo el que lo había afectado. Hizo bien el bicho, hizo bien don Ruarte, pero el extranjero se burló de los procedimientos cuidadosos y emprendió en su mula contra toda advertencia que versaba claramente sobre la imposibilidad de hacerlo. Los muleros ni siquiera miraron para donde el hombre se empecinó en acomodar la mula. La primera corcoveada del animal lo botó al suelo y de allí se levantó blasfemando y maldiciendo la tierra que nada había hecho. Los muleros apenas si lo atendieron y siguieron el curso de la contratación hecha de antemano como quien sigue a una mula.



IV-
Cuando la noche comenzó a avecinarse detuvieron la marcha. Algo hablaron por primera vez en el día y decidieron prender el fuego. El extranjero hablaba el idioma de los arrieros y formuló una pregunta a la que sólo uno de ellos respondió con un encogimiento de hombros. Prepararon el fuego, desvistieron las mulas y arrojaron todas las pertenencias al suelo.
Las llamas ardían intensas cuando debatieron el asunto de la espantada y la caída del extranjero al suelo. Cada cual dio su parecer, pero todos coincidieron en que era más que provechoso atender las indicaciones de las bestias.
  Los animales son perceptivos y siempre andan en profundo silencio, eso los convierte en sabios indefensos. Además, ya se sabe que este sitio es mío; y yo no permito que nadie pase por algunos lugares aunque pida permiso.
La casa de los muleros es hogar sencillo, de barro blanqueado y techo de barro, allí sus mujeres esperan el regreso pacientemente y manejan el dinero que ellos traen desde lejos. Ellas les proporcionaron un charqui y una bolsa de higos para cada uno. De esa porción le compartieron al extranjero para que no se quede mirando, porque, a poco saber de campo, no ha traído más que sus aparatos para escudriñar la tierra. Uno de ellos apagó el fuego con un puñado de tierra y dieron por cerrado el conversatorio.
Los pellones les sirvieron de almohadas y las mantas de sustento contra la helada que a la madrugada caería indefectible. El sol los despertó a todos de un solo rayo. Prepararon el desayuno y con parsimoniosos movimientos fueron acomodando una a una las pertenencias. Uno de ellos se agregó tarea e hizo la parte del extranjero por no juzgarlo diestro para la tarea del aparejo.
La partida casi no se notó de silenciosa que se hizo. El destino es tozudo, esta vez el extranjero volvió a trasponer el paso apuradamente. Los muleros le advirtieron en la conversación de la noche que eso no podía hacerlo bajo apercibimiento. Nuevamente se burló del saber de los animales y no atendió la esquivada de la bestia que venía al galope. Don Ruarte lo miró firmemente y le cedió la delantera del grupo.
La tarde de ese día me encontró cansada como el día del desvanecimiento sobre el tesoro. En una aparición dancé un baile ritual de antigua costumbre y en un descuido le jalé la vida al extranjero y la metí adentro. Los muleros siguieron camino porque tenían el viaje pago. Me  dejaron el encargo porque las mulas no saben desistir de su yugo.
Por fin se divisa el vehículo que viene a buscar al fenecido. Debo retirarme a custodiar el oro de nuestros antepasados.


miércoles, 25 de junio de 2014

De las hojas del cuaderno blanco: texto y huevo


Esto podría ser una carta, pero es sólo un texto, porque las cartas siempre esperan esas segundas partes que son las respuestas. Las cartas son como las parejas, si no son de a dos no vale. En cambio, a los textos, con leerlos y olvidarlos alcanza. Escribo con una voz prestada, la he alcanzado en un paseo atardecido de barro. 
Mi voz, la que a lo mejor debería estar en este sitio, aún está agazapada ante el miedo a lo desconocido. Hay incomprensión en una cantidad que alcanzaría para llenar toda una montaña de piedras, pero eso casi no importa porque a la hora de la madrugada aún no hemos llegado y entonces el retorno al centro no cuesta tanto. Creo que cautivamos un pedazo del cielo que nos ha tocado en suerte. Algo que pudiera convertirse en un recuerdo merecedor de ser capturado. Algo que cupiera en la valija, que pudiéramos llevarnos si de a rato nos fuéramos a otras partes.
Este texto es como un huevo, ¿chascarlo?, ¿será posible encontrar lo que tiene Dentro? Dentro: el embrión que configura la experiencia, el que tiene la dignidad de alcanzar la remembranza. Más adentro: acá no hay demiurgos ni cosas mágicas que acontecen de un momento a otro. Acá sólo hay caminantes que construyen el paisaje a la medida de las estrellas que no van a mirar, porque ellos saben que un cielo todo todo todo estrellado no es posible encontrar en ningún lado.



martes, 17 de junio de 2014

De las hojas del cuaderno blanco

Cosas del día a día en una ciudad donde la esperanza impera.


En el modo en que brota la huella del deseo, en el ojo en la mano en la piel de él. Deificada por un modo de hacer y de decir ella fue encontrando la sensualidad, modelada desde una perspectiva que le tenía de un modo preexistente como cuerpo anhelado. Sin notarlo ese mismo movimiento de fuerzas ocultaba la belleza del cuerpo del otro. Y no sólo eso, en el otro, ella misma quedaba invisible para sí. Por mucho tiempo no encontró el hambre más que en el ojo del otro, aunque lentamente pudo abrir los ojos suyos propios, las manos y descubrir lo que había aparecido oculto durante tanto tiempo. Despertó poco a poco al espacio infinito del placer que se produce en la otra piel, un territorio colindante, cercano y lejano oxímoron, deslizando así un lazo invisible, abriendo de ese modo un campo magnético que aparecía inaccesible, desconocido, que le permitía atravesar la barrera de su propia mismidad inmaculada. Un linde en las fronteras que se multiplicaban y franqueaban con igual destreza. Era el deseo infinito sólo atribuible a sus perfecciones, a ella, pero un día púrpura esa atribución de sentido sin permisos ni pretensiones extendió su manto blanco a un espectro más amplio. Se ampliaron, su deseo y ella descubrieron al otro en cuestión, acaeció entonces eso que algunos llaman la divinidad, la completitud, el círculo mágico y virtuoso. No hizo falta mancillar el nombre heterónimo del amor ni renunciar a la maravilla. 

domingo, 8 de junio de 2014

El hombre que está solo y espera


El hombre que está solo y espera Raúl Scalabrini Ortiz

"En un ejercicio de imaginación comenzó a pubescer. Dejó de ser inocente antes de no serlo. Lujurió sus pensamientos sin macular su castidad, sin curtirla en los preparativos con que toda acción acaece. Los pensamientos lúbricos ahuyentaron aún más a las muchachas que pudieron ser sus amigas e impidieron los descargos de camaradería sexual, a los que hasta esa época pacata hubiera accedido. Se educó entre varones. Las mujeres eran forasteras en sus discordias, en sus holocaustos, en sus refocilos, y casi rivales en su espontaneidad. Las mujeres querían una cosa, el hombre otra. El que menudeaba su relación con ellas era descalificado en los círculos de varones, era casi un infiel: era un “maricón” o un “caliente”. Una voluptuosidad vergonzante le señalará con un deseo insaciable y agotador".


"Si el intelectual no es escritor, su infidelidad no es de menor calibre. Un título universitario cualquiera basta para que un hombre inteligente caiga en la pedantería de evaluar en más su título que sus aptitudes exclusivamente humanas. Deja de ver al hombre en los otros y en sí mismo. En no más de cien libros técnicos pagan su menosprecio al iletrado, que quizá es sabio en lecturas y en 
doctorados de vida". 

"Dos fuerzas convergentes en su punto de aplicación, pero divergentes en la dirección de sus provechos, apuntalan la prosperidad del país. Una es la tierra y lo que a ella está anexado y es su índice; otra, el capital extranjero que implantó mejoras y la fertilizó".

"Presionados, sus sentimientos se filtran en hilos semejantes a ideas finísimas que van, de uno a otro descontentamiento, diseñando imágenes móviles, indiscernibles todavía. Es una rebeldía incongrua; es el desacuerdo de un hombre impotente para especificar la molestia que le irrita. Es una disconformidad consigo mismo que se traduce en amores y en odios revueltos, que se inervan mutuamente, es una vorágine donde todo se confunde y precipita enloquecido. El hombre mira, palpa, observa. Ve lo dicho y lo hecho, ve la flagrante contradicción y se detiene bloqueado por 
tenuidades inconcretables. Todos mienten y él no sabe porqué".