martes, 17 de junio de 2014

De las hojas del cuaderno blanco

Cosas del día a día en una ciudad donde la esperanza impera.


En el modo en que brota la huella del deseo, en el ojo en la mano en la piel de él. Deificada por un modo de hacer y de decir ella fue encontrando la sensualidad, modelada desde una perspectiva que le tenía de un modo preexistente como cuerpo anhelado. Sin notarlo ese mismo movimiento de fuerzas ocultaba la belleza del cuerpo del otro. Y no sólo eso, en el otro, ella misma quedaba invisible para sí. Por mucho tiempo no encontró el hambre más que en el ojo del otro, aunque lentamente pudo abrir los ojos suyos propios, las manos y descubrir lo que había aparecido oculto durante tanto tiempo. Despertó poco a poco al espacio infinito del placer que se produce en la otra piel, un territorio colindante, cercano y lejano oxímoron, deslizando así un lazo invisible, abriendo de ese modo un campo magnético que aparecía inaccesible, desconocido, que le permitía atravesar la barrera de su propia mismidad inmaculada. Un linde en las fronteras que se multiplicaban y franqueaban con igual destreza. Era el deseo infinito sólo atribuible a sus perfecciones, a ella, pero un día púrpura esa atribución de sentido sin permisos ni pretensiones extendió su manto blanco a un espectro más amplio. Se ampliaron, su deseo y ella descubrieron al otro en cuestión, acaeció entonces eso que algunos llaman la divinidad, la completitud, el círculo mágico y virtuoso. No hizo falta mancillar el nombre heterónimo del amor ni renunciar a la maravilla.