jueves, 15 de mayo de 2014

Discóbolo en movimiento





La mayor parte del tiempo creo que el destino no existe, que es una idea procreada por primeros narradores para darnos a entender que los trabajos y los días tienen algún sentido que ignoramos o acaso apenas percibimos. Aunque algunas veces, admito, los hilos se entretejen de tal manera que no puedo dejar de azorarme ante las coincidencias inexactas. Cuando estudiaba a los griegos en la carrera de filosofía me llamaban la atención las esculturas con las que se ilustran la mayor parte de los libros.  En ese momento no se me ocurría ni por asomo la posibilidad de ver una desde cerca. Pero la vida da vueltas y vueltas hasta marearnos y un día mientras vivía en España y estudiaba para escribir una tesis leí el cuento “El disco” de J.L. Borges. El cuento me impactó de tal manera que tuve muchos días la reverberación de esa sensación, soñé con el cuento varias veces, soñé con el disco de un solo lado y me obsesioné con la idea de  ver el otro lado del disco de Odín, eso no ocurrió. Pasó otra cosa. Llegó a la ciudad una muestra de esculturas griegas que en préstamo había salido del British museum, la  fui a ver sin saber muy bien de qué se trataba. Era una colección preciosa, 100 veces preciosa, llena de figuras pequeñas, Sócrates, los faunos, joyas, máscaras, bustos sin brazos, rostros de mujeres griegas y el Discóbolo.
El Discóbolo era para mí un símbolo primigenio, por una razón más que fortuita di con esa imagen y eso me acompañó durante todo el estudio de la filosofía. Esa imagen se repetía con una notable insistencia. Estaba allí, siempre, latiendo con la sensación ideal del hombre ideal de la filosofía ideal. Cada hombre hermoso que conocía se asemejaba o distanciaba al Discóbolo y eso era una ola que subía y bajaba suavemente, pero definitivamente siempre estaba allí en mi mente. Quizás por eso me resultó casi natural encontrar la escultura cerca de mi casa, en mi estancia en la Península Ibérica. Yo vivía allí por un tiempo, y el Discóbolo había bajado del Olimpo inglés para una cita demorada por casi ocho años.
El día que visité la muestra para ver al Discóbolo fue memorable y lo sigue siendo, sentí una emoción magnánima como cuando se va conscientemente al encuentro de lo inefable, de un amor imposible, el aroma de una rosa, o la luna encandilada por el último rayo de sol que convierte en sublime un atardecer cualquiera. La muestra entera era una emanación de belleza que quedó eclipsada por la preeminencia del Discóbolo,  su poderosa presencia podía percibirse fuertemente como un centro que irradiaba círculos concéntricos.  La sala dónde se erguía la escultura tenía gradas dispuesta de modo semicircular que favorecían el entorno óptimo para la contemplación.  Es cierto, el reposo del cuerpo de quién experimenta una experiencia estética no es un detalle, porque la experiencia resulta en sí misma extenuante y exige descansar para lograr avanzar en la profundidad. El Discóbolo que se expone en cualquier parte del mundo es una copia defectuosa del original, el original se ha perdido. El leve defecto de la copia radica en la posición de la cabeza, la mirada es frontal cuando debería estar inclinada y mirando hacia el costado. Por lo demás, es perfecta la evocación. El movimiento de la escultura creada por el griego, reproducida por el romano, describe el instante previo en el que el atleta alado se dispone a lanzar el disco. El movimiento es perfecto, la armonía de la forma trasluce la redondez imaginaria donde parece habitar. En cierto punto, el universo entero cabe en la inmediatez de la escena. En cierto modo, todo hombre hermoso encuentra su pleno sentido en la escultura del Discóbolo, en la perfección del cuerpo, en el movimiento, en la evocación de un origen auténtico que aún en la copia conserva la belleza intacta.  El hecho de saber que estaba apreciando una copia, en cierto modo, me perturbaba y motivaba una sensación un poquito incómoda en la libertad de pleno goce. Me sobrepuse con la ayuda del pensamiento, siempre amable y tendiendo su mano amiga para atravesar el río de la incertidumbre. No había nada más original que mi sensación de estar percibiendo la escultura, no sólo a sabiendas de que era una copia imperfecta del original, sino contando con ese leve corrimiento de la realidad artística. El cuerpo del Discóbolo lucificaba la profunda actualidad de la belleza del cuerpo, de todo cuerpo que se descubre en el mármol blanco de la desnudez silenciosa. Los hilos del destino tensaron la trama cuando vi en la mano del Discóbolo el disco con único lado.

Creo haber sentido que el Discóbolo completó su movimiento y lanzó el disco desde la profunda Grecia hacia el inmediato presente, vi el disco atravesar los siglos y llegar convertido en un soplo de luz al fugaz presente. El hombre hermoso vivifica a la escultura original, a sus copias, incluye los defectos, las perfecciones, las convierte en bellas, gira sobre su pie, tuerce el torso, completa el movimiento, lanza el disco hacia futuro y el rostro del Discóbolo mira de frente,  el defecto se desvanece, la realidad se perfecciona, la luz dura unos segundos y el disco desaparece.