sábado, 20 de septiembre de 2014

Oasis

Ella y su corcel cabalgan en el desierto, luego de algunos días el sol perturba tanto el entendimiento que, poco a poco, hasta los pequeños trozos de piedra desaparecen y sólo existe un único punto en el cielo. Las noches se vuelven enemigas porque él no está y ni la chica ni el corcel lo ven por ninguna parte. Una siesta obligada por el calor en las cabezas encuentran un oasis, ambos se detienen y aquietan la marcha. El oasis se convierte en un refugio en la intemperie, en una compañía, en un espejo donde reconocerse mutuamente, en un regocijo donde hundir los pies y las manos hasta que al final ella y el caballo están sumergidos en la profundidad del ojo de agua. El ocaso es la hora ansiada y ambos descansan de las rutinas del camino, del asedio de las horas excesivas en el vacío, hasta que la noche los adormece poco a poco. Ambos cuerpos duermen profundamente, con una extremidad tocan el borde del agua y eso los consuela largamente.

Al despertar el sol invisible de la aurora vuelve a marearlos, el ojo de agua ya no está, ella y el caballo retoman la andadura del camino. No imaginan que el oasis es una maravilla del desierto que emerge y se sumerge por un cortísimo tiempo, no imaginan que el agua brota y se esconde, que así es el ritmo, que esa es la forma en la que respira el desierto. Ahora desconfían uno del otro profundamente, cada uno a su manera sospecha que el otro se ha bebido todo el líquido durante las horas muertas. De andar enemistados se vuelve más complejo el camino, ni  el corcel quiere cargarla ni ella guiarlo en el camino, ahora son enemigos íntimos, ni tan siquiera se miran aunque siguen caminando juntos añorando el próximo espejismo.