jueves, 17 de abril de 2014

Relato

Narrativas, revista de narrativa contemporánea en castellano, Núm. 20. Enero-Marzo 2011. ISSN 1886-2519.

LA
Ï
DE
ÍCARO
                                    Este texto recorre un camino incierto que va desde la búsqueda de entradas y de salidas del sueño hasta Ícaro, que en lugar de volar cerca del sol, vuela hacia la luna; pero en el vuelo quizás decida retornar a la tierra.

I saltó esa mañana de su cama, estaba salido de sí. Un aura de maravilla aún duraba en su semblante después del sueño. Las alas de aquél que no era un ángel lo habían rozado y su corazón había sentido un estremecimiento desconocido. Así I despertó divinizado por los enigmas de la noche. Así encontró el suelo de su casita lleno de estabilidad y así atravesó el umbral hasta encontrarse con el cielo abierto. Aún no amanecía y la luna era todavía libidinosa en su apariencia. I la miró desde su estado somnoliento y tuvo una sensación de atracción inmensa. Sintió deseos de permitirse ir hacia el satélite. En ese instante Ícaro salió desde su ensueño, atravesó la dimensión mítica y se elevó junto a I en un vuelo que nunca terminaría del todo.
En la hora translucida I, en los brazos de Ícaro, emprendió el viaje. El tránsito fue largo y ocurrieron variados misterios y conflictos. El primero de ellos se suscitó cuando Ícaro fue atravesado por la duda. El límite en el cielo diáfano era imperceptible. Cómo precisar dónde comienza la noche y dónde el día. Cómo admitir que la superficie que une el camino al sol y el camino hacia la luna era del todo mínima. Ícaro sentía ansias desesperadas de viajar hacia el sol, de fundirse en el fragor de la luz, insospechando el peligro de muerte que allí había.
La luz, la belleza de lo todopoderoso aún lo hechizaba a pesar de los siglos transcurridos. La luz todavía no penetraba del todo en su corazón, pero sí lo había hecho ya y de un modo definitivo en su ojos. Ícaro estaba ciego. La noche lo atormentaba, la noche lo consumía y lo habitaba, su corazón y otras partes de sus intimidades estaban obscurecidas. Ícaro sentía la terrible necesidad de viajar hacia el sol, pero I tuvo un sentimiento atroz: sintió miedo a estar de un momento a otro muerto. Un muerto ahogado en la luz poderosa, un muerto en los brazo de un aparente ángel. Fue entonces cuando el segundo misterio y el primer conflicto se presentaron al unísono y a los gritos.
En el medio de la inmensidad, a la hora indecible, en la altura incalculable ambos debatieron, ambos gruñeron sobre sus profundos deseos. I no estaba dispuesto a acceder al estado inerte, Ícaro no podía con sus costumbres de viejo mito. La contienda fue temeraria como suele serlo en estos casos.
Ícaro conjeturaba que luchar contra la mitificación que lo tenía destinado era imposible; él pensaba que deseaba seguir encarnando por siempre el mito. Ícaro no quería caer durante su vejez en ninguna playa ni que lo descubriera lleno de barro nadie. I estaba apresurado por salvar su vida. Sabía que su piel se derretiría mucho antes que la cera de las plumas de Ícaro. Sabía que a él, mortal como era, no le esperaría ningún destino precioso. Sólo adivinaba las cenizas que caerían a la tierra como el polvo. Los combates eran desiguales para I, las posibilidades eran mínimas de convencer a Ícaro de torcer el rumbo.
I probó persuadir a Ícaro y para ello le prometió aventuras en la tierra y le habló de felicidades extremas, deliciosas, de pequeños momentos de éxtasis, de trágicas tristezas, de ríos de montañas, de derrumbados laberintos, pero Ícaro no quería oírlo. Aún así algo en el corazón de Ícaro lo tentaba a escuchar las palabras del hombre, algo contradictorio lo hacía aborrecerlo y escupirlo. No quería saber volver a vivir en la tierra. No quería ese destino humilde y transitorio de hombre finito.
El tiempo transcurría y era inevitable el avance por los cielos. El debate de estériles discusiones no mitigaba y a cada segundo el sol se acercaba a ellos de un modo más ardiente. Los pies de I se calentaban como en el borde de una hoguera en el invierno. En la fantasía atemperada, en la tibieza de la modorra, I se desvaneció en los brazos de Ícaro. Entró entonces en un limbo de visiones arquetípicas: vio fueguitos ancestrales, vio incendios inmanejables adentro de intrincadas calaveras, vio a otros hombres incendiados. Entró lentamente en el alma de una llama y sintió cómo ese color, que no era rojo, lo inundaba por dentro. Entró en las cercanías de la pasión, en la profundidad de la tierra, en la incierta lava de los volcanes, en la pequeña lumbre de un fósforo en una obscura noche, en el fuego resplandeciente de una mujer cuando no duerme. Entró, por un instante, a la parte más cierta del infierno.
Las manos de I ardían de un modo extremo cuando recobró la conciencia; ambos estaban a punto de morir en la cercanía del astro. Fue entonces cuando divisó a Ícaro en el fragor del embelesamiento, de cara al sol, huyendo sin pausa en el sentido inverso a la tierra. Entonces I, con el corazón enroje-cido, lloró de emoción piadosa al contemplar, en la profunda cercanía, el rostro de Ícaro. I admiró la forma encendida en la que Ícaro deseaba al sol; sus ojos humanos apenas pudieron soportar el resplandor de la luz que emanaba de la mirada apupilada de oro.
Alguna de las partes del misterio se desprendió en ese momento, entonces I encontró una forma de desencajar al silencio y lo proyectó sobre el mitificado. Ícaro detuvo su viaje de pronto e interrogó a I, por su mirada, por su semblante, por su falta de palabras.
I le dijo a Ícaro una seguidilla de cosas en un dialecto indescifrable. No hubo puntos ni comas ni buenos modales en ese momento. Ícaro se sobresaltó de pronto y dejó caer al hombre desde sus brazos al vacío del cielo abierto. I pensó que aquello era el fin y aceptó con calma su destino. Oró una plegaria mínima porque sabía hacerlo y sin rencor se despidió de Ícaro. Después de todo él lo había acercado al fuego más intenso y le había mostrado los secretos que nunca habría conocido de otro modo. Después de todo había entrado en lo que otros llaman divinidad en un solo vuelo. También había comprendido en la mirada de Ícaro, penetrada de sol, la clase de belleza que motivaba su obstinación. I juzgó que para ser él sólo un hombre ya era suficiente haber vivido todo aquello.
Desde la altura vio Ícaro caer al hombre, y midió la consternación durante el descenso. Acaso comprendió que I, hecho de carne y hueso, no resistiría el golpe con el peso de su cuerpo y moriría irremediablemente. Se sintió inmensamente responsable, porque entre otras cosas tuvo que admitir que había sido él quien se había entrometido arquetípicamente en los sueños de I. Que también había sido él quien lo había levantado en andas y lo había alejado de todo lo que le era propio para llevarlo hacia el sol en plena aurora. Ícaro lo había conducido hacia el cielo no como a un prisionero, sino como a un privilegiado, y ahora él dudaba del atino o desatino de su labor. Fue entonces cuando Ícaro voló con apuro indescriptible en picada libre y libró al hombre de su destino de muerte.
Cuando ambos recuperaron el estado inicial del viaje, ya nuevamente en ascenso, negociaron un pacto que no guarda-ron en las entrañas del secreto. I, ahora salvado, ahora iluminado, ahora con la sangre ardiendo, le propuso a Ícaro aprovechar las orillas de las noches que todavía les quedaban. Viajaron en dirección a la luna, donde el descanso en la penumbra daría una dimensión precisa al tamaño de la luminiscencia adquirida.
En el borde de la noche, cuando el nuevo rumbo ya había sido aceptado y fijado, Ícaro sintió la tentación de retomar el antiguo camino. Quiso insistentemente entrar en la huella que lleva al sol por el camino directo. Quiso una vez más cumplir con su sueño de morir disuelto. Pero I, humanizado, que ahora estaba templado como los primeros hombres lo estuvieron, le acarició las alas, le abrazó los ojos en silencio y le recordó la luna y su camino incierto.
Había que admitir que Ícaro era un desconocedor extremo del sendero que conduce al costado opuesto. El hombre también lo desconocía, pero lo había imaginado un rosario entero de madrugadas. Ícaro tuvo que aceptar que aquello lo dejaba perplejo. Entonces se produjo otro de los momentos del misterio, Ícaro confió en el hombre, que ahora lo invitó a desandar el espacio sideral a tientas y a contentarse extraviándose rumbo a lo desconocido.
Luego de alunizar a horas inciertas, de envolver a cuatro brazos los tramos de un mito, ambos retornaron a la madrugada inaugural de la que I había sido jalado.

Encontraron todo como había quedado: la mañana despuntando el alba, el deseo intacto de ir hacia la luna, la somnolencia de I virginal y rastrera. Ambos acertaron con una historia para narrar a los hombres que estaban en la tierra. Aunque tuvieron que aclarar varias veces, a los que escuchaban atenta-mente, que lo que ellos contaban no era ninguna de las partes de un mito.



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