miércoles, 7 de mayo de 2014

TESTIGO DE UN TERREMOTO

Novela corta 
2003


              Tal es, sin duda, el objetivo de los HYPOMNÉMATA: hacer de la recolección del lógos fragmentario y transmitido por la enseñanza, por la escucha o por la lectura, un medio para el establecimiento de una relación de uno consigo mismo lo más adecuada y acabada posible. Ahí radica, para nosotros, algo paradójico: ¿Cómo situarse en presencia de sí mismo mediante el auxilio de discursos intemporales y recibidos un poco de todas partes?
Michel Foucault





 A UN CUERPO DE DIFERENCIA

La imprenta le dio al hombre tribal un ojo a cambio de un oído. Marshall Mcluhan. 1911-1980

Agustín De la Fuente tocó el portero de mi departamento; lo hice pasar, naturalmente. Dijo que quiere entrevistarme, dijo que es para un trabajo que está preparando. Alto, de cara lampiña y cuaderno en mano me expuso su asunto:
—Verá señor Pizarro, tengo entendido que usted ha sido uno de los entrevistados en el documental “La Grieta” —dijo el joven—.
—Sí, efectivamente —respondí—.
—Estoy preparando mi proyecto de tesis —agregó el chico—, he trabajado sobre algunos problemas de documentación de la provincia. Especialmente sobre la época posterior al terremoto. Investigando, pude comprobar que no hay mucho material publicado sobre los años que van desde el cuarenta y cuatro al cincuenta. Están los diarios, algunos anecdotarios, pero creo que faltan datos, sobre todo, aquellos provenientes de testigos presenciales del terremoto. Una de las variables que me falta corroborar es la de memoria oral. En la facultad nos han nombrado el documental “La Grieta”, en la cátedra de Historia Local.
Agustín De la Fuente me contó que luego de todos los estudios que ha hecho para obtener su título, sospecha que cierta riqueza informativa y de identidad cultural se concentra en algo que llamó “memoria oral”. Me parece bien, ese modo de nombrarla.
Volverá en tres días. De la Fuente… De la Fuente... No conozco a nadie con ese apellido. Tres días es el tiempo que le he pedido para preparar algunas reseñas.
Tres días después he seleccionado papeles, pedazos de cuadernos, historias de mi vida, de mi imprenta, de mi provincia. Anotaciones que he realizado en diferentes momentos de mi historia personal. ¿Qué parte sería apropiada presentarle al muchacho? ¿Cuál de todos los cuadernos? ¿En qué orden sería preciso dejar que salgan estos fragmentos frente a sus ojos?
Es un hombre joven, por lo tanto arrogante.
Creo que un día y un humano se parecen mucho: ambos nacen de igual esfuerzo, se rajan entre en tiniebla y desperezan su auroral mirada, luego crecen rápidamente. A la hora del sol alto el niño ya es un humano joven que nada sabe de la vida y derrocha el vigor que corre por sus venas sin ton ni son. De ahí en más humano y día declinan aparejados, el día traza sus últimos cuarenta y cinco grados, el humano inscribe su paso en la tierra.
Allá, en el fondo de la hoja, está el tiempo caminando alrededor del círculo que inevitablemente prefigura su recorrido cercando a la palabra. Ese deambular, ese confundir la palabra con la plaza es la alerta. Es la señal que augura que se fraguan los rastros del pasado sobre los zapatos brillantes del presente. Estoy escribiendo rótulos para cosas que han sido. Eventos a los que es menester adjuntar una tarjeta aclaratoria que dé cuenta del por qué de una reunión, o del asunto más relevante acontecido allí. Sentado en el fondo del mundo hay alguien pegado a su guitarra, cantando, orando, silenciándose lentamente por dentro. Escucho el tañido del instrumento como eco de fondo en mi imprenta. Donde la curiosidad de mi ser encontró una maravillosa expansión del mundo; donde miles de cosas ocuparon mi mente y corriendo por ella con la misma velocidad que la tinta lo hace sobre el papel.
El fragmento que sigue lo encontré hace mucho tiempo y me gustó, tanto, que hice un linotipo con él. Leí que este pensamiento fue expuesto a sus aprendices por un samurai japonés, del que sólo sé que vivió hasta el comienzo del año mil setecientos:
“Seguramente no existe nada salvo la sucesión continua del presente. La vida entera de un hombre es la sucesión de un momento seguido por otro momento. Si alguien entiende plenamente el momento del presente, no habrá nada más que hacer y nada más que perseguir”.
Acabo de encontrar la forma del linotipo en un rincón de un armario envuelto en papel amarillento, la tarjeta pegada al frente del paquete indica: “Leyenda japonesa sobre cómo interpretar el presente". ¿Le podrá servir esto al joven que quiere entrevistarme?
Describí mis yoes como una estrategia posible que tuvo como fin construirme. Creo que eso fue lo que hice, lo que intenté hacer durante toda mi vida. Al leer las biografías de algunos que azarosamente llegaron hasta mis manos, algo de esos hombres ingresó por mis ojos y me conmovió el alma. La de Churchil por ejemplo. Entonces, ya no fui el mismo, sino otro que fue-será. No pude completar mi educación escolar, acepté sin más que mi destino era otro, que mi sino venía rumbeando por otra parte. Di paso a mi curiosidad y ella se esforzó por enseñarme muchas cosas; fui dócil y colaboré; fui obediente, eso sí, e imbatible en mi labor. Nunca, en sesenta años de empresa llamé a un técnico. Me senté delante de la máquina y la observé, la escuché, leí el manual de instrucciones atentamente, y con paciencia de historiador fui desarmando uno a uno sus engranajes hasta detectar la falla en el sistema. Descubrí así los finos mecanismos que arguye la técnica. La técnica fue, después de los manuales de uso, mi mayor fuente de curiosidad. ¡Ah! También sedujo a mi curiosidad conocer a las personas a través de su grafía.
Regreso al sitio en el que archivo los cuadernos en los que escribí cosas de mi vida cada vez que necesito mirarme, escucharme, escribirme, recordarme. Retazos de mí que me pertenecen y a los cuales pertenezco. Cada tanto extraigo una parte y lo releo.
Me releo: sobre la imprenta, no en sentido de trabajo, sino en sentido de resquicio humano; aunque también en sentido de trabajo. En la imprenta aún le queda al cliente un ápice de exclusividad. Allí la tecnología más avanzada sólo sirve para acelerar los procesos de producción. Sirve para que el producto guarde las máximas normas de calidad, pero no para satisfacer otro pedido. Cualquier producto nuevo encuentra solución, otro consumidor, otro cliente posible. En cambio, un pedido hecho a una imprenta, tarjetas personales, facturas, libros, cajas impresas… cosas que en su calidad de objetos guardan una similitud extrema a otro de su especie, pero que no le viene bien más que a un sólo cliente en el mundo. A ese que manda a hacer el pedido. Lo que constituye la diferencia es el impreso en el papel, la letra que nombra al dueño; aquél que se pretende propietario de ese pedazo de mundo, impreso por supuesto. La pieza gráfica en tanto propiedad nombrada; ya una caja de comida para llevar que tiene impreso el nombre del negocio, ya una tarjeta personal con las señas particulares, es un objeto de uso, ocupa un espacio como otro cuerpo cualquiera. Hablo del cuerpo, de ese que se arquea en cada paroxismo, de ese que vibra al sentir el metal cercano a punto de grabarlo. Cuerpo en que se hunde la profundidad de un lenguaje, de una lengua, de un código. Hablo de nuevos estilos tipográficos naciendo en agencias creadas para eso. Hablo del cuerpo de la letra, naturalmente. Durante toda mi juventud armé palabras en componedores, observé la oscilación de los cuerpos entre seis y sesenta. Aprendí a distinguir al tacto las mínimas diferencias de tamaños. Compuesta la forma estuvo lista a pasar la prueba de tinta.
Sentado en mi escritorio los releo. Los ordeno. Estoy revisando antiguos cuadernos. El hábito de la escritura inculta me enseñó muchas cosas; documentarme fue una de ellas. Por eso adjunto a cada relato una nota comprobatoria, un recorte de diario, una foto, una aclaración, una interpretación, un vestigio que me ayude a reconstruir ciertas relaciones entre los hechos a la luz del paso del tiempo.
Hay una línea que divide la historia de mi vida y la de mi ciudad en dos. Una línea que en todo se asemeja a un cuchillo filoso. Una línea que dejó como saldo dos historias y un mismo modo de contarlas.





                        Dicha deliberada disparidad no excluye la unificación. Pero ésta no se efectúa en el arte de componer un conjunto: se debe establecer en el propio escritor como resultado de los HYPOMNÉMATA, de su constitución (y por tanto, en el gesto mismo de escribir), de su consulta (y por tanto, en su lectura y relectura). Cabe distinguir dos procesos. Por una parte, se trata de unificar estos fragmentos heterogéneos mediante una subjetivación en el ejercicio de la escritura personal...Viene a ser en el propio escritor un principio de acción racional... Pero a la inversa, el escritor constituye su propia identidad a través de esta recolección de cosas dichas.
Michel Foucault


 DESENCUENTRO

Los tres días acordados con el joven han pasado. Durante ese tiempo he buscado y recordado grandes y pequeños acontecimientos. El timbre del portero sonará de un momento a otro.
—Pase, siéntese donde quiera, traigo una taza de café y comenzamos a charlar.
Mientas preparo la infusión Agustín De la Fuente acomoda un pequeño grabador con el que pretende captar la charla. Lo observo seguro de sí mismo, casi soberbio, apoltronado sobre sus años de universidad. A punto de completar un saber casi perfecto para él. Me pregunta desde lejos:
—Cuénteme, ¿qué pasó después del terremoto? ¿Se quedó o se fue?
—¡Usted quiere saber sobre el tiempo posterior al terremoto! Ese fue un buen tiempo, difícil, pero bueno. Me recuerda a mi infancia; por lo pobre, digo. Durante ese tiempo también hice el servicio militar.
—Estuve revisando papeles viejos, mi costumbre de escribir sobre todo creo que le puede servir mucho a usted que es joven. A mí también me sirvió, pero debo reconocer que de otra manera. Usted es un estudioso y la documentación le resulta fundamental; no crea que no lo entiendo. Yo he sido un trabajador y no lamento mi falta de estudio porque, a mi manera, también me lié mucho con los libros. En cambio, me pueden anotar entre los primeros setecientos sanjuaninos que tienen más horas de trabajo en el lomo. Perdone que le hable tan crudamente, pero es la pura verdad.
No estoy seguro qué tipo de relato puede serle útil y por eso fui agrupando algunos escritos por épocas, por temas. En fin, quizás usted los pueda organizar de otra manera. Tómese toda la libertad que necesite.
—Sí, le agradezco que se haya tomado ese trabajo, pero sólo necesito lo que tenga que ver con los años posteriores al terremoto. Don Benito, no lo tome a mal. ¡Por favor le pido!, pero no tengo tiempo de volver tantas veces a entrevistarlo. Necesito que vayamos al grano, directamente. ¿Me entiende? —eso dijo el joven—.
—Claro que lo entiendo, —respondí—, pero es usted el que no va a entender nada si pretende conocer una ínfima parte de toda la historia. ¿Cómo va a comprender lo que significó, para cada uno de nosotros, las pérdidas que hubo en el terremoto, si antes no puede valorar lo que era la ciudad? La ciudad y las personas tienen una unión muy profunda y, de eso, yo quisiera que usted se entre. En estos papeles antiguos encontré algunas historias de mi niñez. ¡Léalas por favor! Puede llevárselas y luego me las regresa.
—No, no podría hacer eso, si las llegase a extraviar o si por desgracia se destruyeran se quedaría usted sin sus memorias. —acotó De la Fuente—.
—No se haga problema, tengo tantas... a esas historias las escribí dos y tres veces en diferentes momentos de mi vida. Si me falta una ya aparecerán las otras. Además, pienso que a usted le van a hacer más falta que a mí.
El joven tomó las hojas mecanografiadas algo disconforme. Me dejé una copia en carbónico de todo y le di a él los originales. Se bebió el café de un solo sorbo y salió de casa notablemente furioso.



LA MIRADA INTACTA

Plutarco: “...esto es lo que yo mismo hago también; de los muchos pasajes que he leído me apropio alguno. El de hoy es este que he descubierto en Epicúreo (pues acostumbro a pasar al campamento enemigo no como tránsfuga, sino como explorador)” Libro I. Carta 2.



PLAZA. Ese sábado corríamos por la plaza de un lado al otro intentando no ensuciarnos las rodillas, como siempre, sin lograrlo nunca. Ibamos de la imprenta a la plaza y de la plaza a la imprenta. Mi padre y los hombres que allí estaban trabajaban; no como otros que, pegados a la moda que comenzaba a instalarse, preferían descansar los sábados por la tarde. Estos últimos dejaban sus tareas para ir a misa o a un bar a contar historias.
Esa tarde de sábado las mujeres organizaban una colecta en la plaza, mi madre entre ellas, para una guerra que se llevaba a cabo en España. Algo de Guerra Civil oí sin entender de qué se trataba. No teníamos nada que ver con esa gente, según explicaba mi madre, pero sí con la fe. Era la Iglesia la que convocaba, entonces ahí estaba ella, fiel devota, cumpliendo las órdenes del párroco. Nosotros corríamos por debajo de la mesa de la colecta y mi madre nos advertía que no debíamos hacerlo, porque de lo contrario caería no sé qué catástrofe sobre nuestras cabezas.
Sentados en el banco de la plaza Juan y yo conversábamos de lo ocurrido la noche pasada, viernes por la noche. Juan era flaquito y pobre, tenía unos zapatos negros desteñidos por el uso. No le pertenecieron desde el principio de la vida de los zapatos, no; habían sido de un primo y él los había heredado. Jugaba con mis hermanos después de cenar cuando Juan y sus ojillos negros golpearon la puerta de mi casa en la noche del viernes. Juan iba a la escuela al turno de la noche; era de noche cuando entraba y lo mismo cuando salía porque él trabajaba. Nosotros en cambio íbamos a la escuela a la hora que lo hacía la mayoría de los niños, temprano en la mañana. Mis hermanos mayores nos llevaban y nosotros llevábamos a mis hermanos más chicos. Juntos salíamos de la casa y volvíamos. Mis hermanos llegaron hasta la universidad, yo no, pero eso es otro asunto.
Juan golpeó la puerta de casa y pedí permiso para salir.
—Sí, pero no se aleje —dijo mi padre—.
Susurré un sí señor, que apenas se oyó. Cuando cerré la puerta ya corríamos hacía un rato. Juan, sus ojos y yo corríamos por la calle de tierra mientras le preguntaba qué pasaba. Él no contestaba; iba a la escuela con unos niños mayores. Esa noche a la salida algo pasó.
El sol había brillado hasta el hartazgo ese día agrietando la faz de la tierra. A la hora de la luna la tierra irradiaba silenciosa todo lo recibido. Juan caminaba con un compañero más alto que él y otro mayor. Bastante mayor, tanto, que ya andaba en cosas de hombres. Es decir, en cosas de mujeres. El resto aún no, pero acompañaban. Fue él quien les habló del Pasaje Calera. Pasaban por la esquina del Pasaje todas las noches cuando volvían de la nocturna. A veces veían riñas, pero esa noche las cosas se agravaron de una forma atroz. En el Pasaje Calera vivían chicas; de esas que se visten con ropa extravagante. El Rengo las cuidaba y las regenteaba. Las había traído a esas casitas desde diferentes lugares. Primero alquiló unas veinte casas y después trajo a las chicas.
El Rengo tenía fama de loco, pero era un loco respetable; pagaba sus deudas y se la pasaba en la plaza con los otros compadritos. El Pasaje estaba en la calle Rawson. Con los sucesivos avatares de la provincia las calles fueron cambiando de nombre como de ropa. Esa misma calle del Pasaje luego se llamó Entre Ríos y ese terruño sostuvo la construcción de la iglesia de Santo Domingo y los muros del colegio homónimo. Era una calle muy oscura en la que no se veía nada. Eso favorecía el continuo deambular de coches de plaza que llevando y trayendo clientes; ya porque no tuviesen auto propio, o porque no querían ser vistos manejando sus vehículos hasta el Pasaje.
Corríamos mientras me levantaba del brazo hasta su altura y me llevaba casi en andas, a la vez gritaba algo. Con la velocidad, la voz se entrecortaba, apenas si escuchaba retazos de palabras que algo decían sobre las chicas, sobre el Pasaje Calera, sobre la salida de la escuela, sobre el jefe de policía. Sobre Muerte. Me frené de golpe.
—¿Qué te pasa, acaso tenés miedo? —me preguntó—.
Me volvió a levantar y seguimos corriendo. Mi amigo Juan me estaba llevando al Pasaje Calera a ver a un muerto y la fascinación no me dejaba seguir. El aire de la noche me pegaba en la cara y me adormecía; me crujían los nervios de la garganta y no me dejaban tragar saliva. Corríamos en la oscuridad. La oscuridad se criaba a cada cuadra, las luces de las esquinas no iluminaban porque en varias calles los focos estaban rotos. Tropezamos de pronto, caímos y nos levantamos como un resorte. Ahí estaba el muerto. Nosotros sobre él, nosotros al lado de él, las manos llenas de sangre y el corazón desbocado. Se oyó la sirena de la policía a lo lejos, seguro que vendría hasta nosotros; seguro que si corríamos lo suficientemente rápido no alcanzaría a vernos.
Sentados en el zaguán de una casa que no era la nuestra vimos pasar la patrulla. El muerto era el Jefe de policía de la ciudad y se había tiroteado con el Rengo. Luego, el Rengo estuvo prófugo en La Rioja y las chicas desbandadas y regenteadas por otros advenedizos. Todo eso lo supimos después por los comentarios de los grandes, sobre las noticias de los diarios que informaron, con mucho disimulo, los sucesos delictivos. Nada se supo sobre el origen de la pelea, aunque muchos dijeron que la causa había sido una de las mujeres del Pasaje Calera: la mexicana.
Ella era querida del Jefe de Policía. En algunos días de furia el Jefe llegaba al Pasaje caído al litro, era cuando le pegaba en la cara. Su rostro era muy hermoso, en verdad era una mujer linda. A su vez, era preferida y custodiada muy de cerca por el Rengo Juan. El Rengo la había conocido en Uruguay; allí viajaba en busca de mujeres para hacerlas trabajar, parece que se había enamorado de la mexicana al principio, pero con el tiempo se desencantó. Aún así, el Rengo la miraba de cerca, más de cerca que a las otras.
Sentados en la plaza... luego de pasar por última vez por debajo de la mesa de la colecta, cumplía la penitencia que mi madre me había impuesto.
—¡Cómo señorito! —dijo que me sentara—.
—¡Qué aburrida es la vida de los señoritos!
Sentado en el mismo banco mi amigo me ayudaba a cumplir la penitencia. En esa postura nos acordábamos de cada detalle de la noche en la que vimos el muerto. Nos parecía una película que no habíamos contado a nadie. Por eso repasábamos cada detalle, cada momento, una y otra vez, para no perder el hilo de los sucesos, para ordenarlos conforme a la necesidad de la memoria. Mientras tanto él me hablaba de las chicas que había visto despidiendo a un cliente en la puerta de alguna de las casas.
En especial me contaba de una, la mexicana. La mexicana era “la piedra de la discordia” según escribían los diarios aparecidos en días posteriores. Me hablaba como tratando de convencerme y me había convencido desde el principio, pero no le decía nada porque me gustaba escucharlo hablar. También me gustaba la historia que contaban sus ojos. Sus ojos eran tan negros como los míos, pero algo especial tenían que los hacía diferentes; bailaban, saltaban, chispeaban... sus ojos.
—¡Ahí está! —señaló con el dedo apuntando como para disparar—. Mirá, es la mexicana —gritó de golpe—.
Ella se disponía a atravesar la plaza desde la calle y nosotros la vimos avanzar sobre sus zapatos con pasos suaves y elegantes. Su ropa no se parecía a ninguna que hubiera visto antes. No se vestía como mi madre ni como mi hermana ni como ninguna de las vecinas que estaban en la cuadra, pero su ropa era muy atractiva, tal como Juan me contaba hasta hacía unos momentos. Ahora ella cruzaba la plaza, no lo podíamos creer, y abandonando la penitencia la seguimos. Donde ella fuera iríamos nosotros. Ella. De ella emanaba cierta dureza, su pelo era muy negro y sus rulos se movían largos como resortes. Era muy bonita y la estábamos siguiendo de cerca hasta que la vimos entrar a una mueblería. En realidad era una fábrica de muebles, habíamos visto al dueño en la imprenta de mi padre un par de veces. El dueño era un hombre muy corpulento y pelado que usaba una camisa blanca arremangada y una boina negra cuando salía a la calle. Ella estuvo allí dentro mucho tiempo. Nuestra imaginación galopaba por castillos y acantilados cuando la vimos salir. No venía sola, no. Vimos a dos peones que la levantaban uno de cada brazo.
—¡Puta, puta de mierda! —gritos desde adentro la insultaban—.
Enloquecida de furia ella gritaba que le pagara lo que le debía, que la justicia iba a decidir lo que era justo. Gritaba y lloraba mientras caía en la vereda. Sus ojos lloraban, pero no como cuando mi madre lo hacía, no se veían igual de tristes y apacibles. La mexicana lloraba con una mirada furiosa, casi que sus lágrimas no tenían sentido. En cambio su mirada extraviada era terrorífica. Vi sus ojos cuando le alcancé el zapato, se le había salido al caer. Seguro que en otro momento me hubiera dicho gracias, pero en ese estado no pudo decirme nada. Se levantó del suelo, se estiró la falda y caminó de vuelta sobre la superficie pétrea de la laja que cubría la plaza insultando y maldiciendo. Mientras las madres de la colecta se persignaban, miraban para otro lado y tapaban los ojos de los hijos que estaban cerca. Nosotros corríamos tras ella, a prudente distancia para que no nos viera. La acompañamos hasta la punta del Pasaje, desde allí siguió sola. Ella tenía muchos clientes. Entre otros al Dr. Zapan, un abogado viejo que de tanto en tanto la visitaba. Lo fue a ver, con él presentó un expediente a la justicia por estafa en la buena fe y daño moral.
Cuando el fabricante de muebles leyó la demanda, notificada en su propio domicilio, se volvió loco y ya no en coche de plaza sino con su auto particular se presentó personalmente en el Pasaje a insultarla. Eso contaba la crónica del diario “Adelante”, también que el cafisho de turno lo ahuyentó a balazos.
El caso lo seguíamos desde la inferioridad de la mesa de encuadernar en la imprenta de mi padre; porque allí era donde leían los diarios que día a día iban informando del pleito. Nuestro pleito. Al fin y al cabo nosotros habíamos estado allí desde el principio: le había alcanzado el zapato y la habíamos acompañado hasta su casa después de recibir los insultos.
En la imprenta mi padre y sus amigos murmuraban. En esas instancias no había jerarquías, eran amigos. Amigos desde antes cuando estuvieron cumpliendo con el país, amigos ahora que cumplían con sus familias y con su hacer de todos los días. Como amigos se apoyaban en la mesa y leían los diarios, los tenían a todos. Algunos de los diarios censuraban por inmoral el asunto, pero otros jugaban posiciones apoyando a la mexicana o al fabricante de muebles.
La mujer estaba en la estación del tren esa noche, bonita como era, vestida con pollera azul y blusa blanca. No parecía una chica del Pasaje Calera, más bien se veía como una actriz de cine; con el pelo recogido y su valija esperaba el “Buenos Aires al Pacífico” se iba para siempre de la provincia. No estaba el Rengo con ella, tampoco ninguna otra chica del Pasaje. Nosotros la acompañamos... para despedirla. Al salir de la escuela mi amigo la vio caminar rumbo a la estación. Juan pasó a buscarme con el mismo apuro que la noche del muerto en el Pasaje; porque después de lo que le había pasado a la mexicana comprendió que ella no emprendería un viaje corto.
Me fue a buscar y corrimos hacia la estación para despedirla, para verla juntos por última vez. Al subir al tren miró hacia donde estábamos nosotros, debe haberse sentido un poco perturbada, seguro, porque si hubiera estado bien nos hubiera dicho algo. Quién sabe, un adiós o un saludo con la mano; pero no, sólo subió, se sentó y acomodó su valija. Se alejó para siempre de nosotros.
Las cosas habían terminado bien para ella, para el fabricante no tanto. Porque el día de la audiencia los testigos no fueron; uno presentó un certificado médico, el otro había viajado a La
Rioja varios días antes con la promesa de volver para la audiencia, pero finalmente no lo hizo. El juez falló a favor de la mexicana obligando al dueño de la mueblería a pagar las deudas, más un montón de intereses. Además ordenó pagar una gran suma de dinero por la afrenta moral, cosa que otros anotaron bien clarito.
La valija de la mexicana, al subir al tren en San Juan, no llevaba ropa bonita como muchos deben haber imaginado al verla bajarse en Buenos Aires.


 LABRADORES

Fui testigo presencial de varios sucesos de la historia de mi provincia. Me mantuve en la misma condición en muchos momentos de mi propia vida. Mirar y testimoniar me han signado. No quiero decir que no hice y participé en mi propio destino, claro que no. Estuve ahí actuando mi propia vida, aún en momentos en que hubiera preferido encontrar un extra que lo hiciera mí. Estuve ahí cuando cayeron las balas al techo de mi casa. También estuve cada vez que se derrocó un gobierno y subió otro, y eso pasó muchas veces. Estuve cuando heredé la imprenta y cuando la cerré. Estuve cuando se derrumbó la ciudad y cuando la levantamos un puñado de sobrevivientes. Estuve ahí para dar testimonio que a cada paso fui feliz. Durante toda mi vida me he preguntado quién soy yo, por qué me toco a mí vivir una vida como la mía. No era yo más que un niño de pantalones cortos que se subía al techo, que se escabullía entre la gente a la hora de la siesta para buscar una nueva aventura y sin embargo...
En el desierto las noches son largas. Un silencio profundo y diáfano suele instalarse entre las sillas ubicadas en el patio. El mismo patio en el que mi madre tenía plantas de malvón, ruda y cactus. Ella decía que los cactus eran un ejemplo de vida porque las espinas defienden la carne y la carne guarda el agua para los tiempos de sequía. La sequía era larga en tiempos de mi madre, no como ahora que las cosas han cambiado tanto y llueve más seguido.
A veces creo poder recordar el momento exacto de mi nacimiento. Sé que es imposible, pero quisiera poder hacerlo. He vivido con tantas ganas, he sido tan privilegiado en vivir en este siglo, en esta tierra, en este momento histórico que quisiera poder rememorar hasta las cosas que no pasaron y aquellas que no pude ver. Cuando chico fui pobre, de esa pobreza de pueblo que no se nota, porque los vecinos siempre están allí ofreciendo, preguntando…
Don Benito Pizarro recibió una mañana, de manos del cartero del pueblo, una notificación que le indicaba alistarse en el Ejército. Lo habían destinado a la Marina. Leyó la carta con membrete y la dejó en la mesa de la cocina. Fue al fondo de la casa y se sentó cerca del horno de barro a mirar para dentro. Trató de entender por qué le pasaba eso, justo a él que llevaba toda la vida viviendo a los pies del cerro. A él, que sólo una vez había escuchado hablar del mar a un hombre de a caballo que transportaba animales de carga por todo el país. Ese hombre le contó que otro hombrecito había viajado una vez en barco a Europa. Pero él, Benito Pizarro, no podía ni imaginarse qué significaba la palabra mar. Tanta agua junta no entraba en su mente.
Le dio tantas vueltas al asunto que al final casi no tuvo tiempo de avisar que se iba. Terminó diciéndolo dos días antes de partir en el tren El Buenos Aires al Pacífico que lo llevaría a Buenos Aires, quién sabe a dónde, a qué o por cuánto tiempo.
En la Marina Argentina las cosas no le fueron mal. Mejoró lo que ya sabía de su oficio. Sabía leer y escribir antes de irse, porque tenía un hermano médico que había estudiado en Córdoba y que le había enseñado. Entró en la imprenta del Marina casi sin quererlo. Una mañana el superior lo llamó y le preguntó si sabía leer. Dijo que sí, inmediatamente lo mandaron a acomodar tipografías. En la provincia las reyertas políticas hervían como un puchero lleno de olor a carne. Cada sector social poseía un diario en el que escribían sus posturas. La gente se mataba y estaba dispuesta a morir por sus ideas a cada rato.
El Arzobispado de San Juan tenía su propio diario, “El Porvenir”, y necesitaba gente capacitada que entendiera del oficio. En el pueblo casi no había gente así y los pocos que sabían sobre asuntos de imprenta ya trabajaban para algún otro diario. Entonces la Iglesia, mandó a pedir gente avezada en el oficio. Cuando preguntaron si alguno quería volverse al pago, Benito Pizarro levantó la vista de la mesa de tipografías y dijo:
—Yo —no fue el único— otros también dijeron yo.
A los dos días de volver a la provincia se presentó en las oficinas del clero. Sombrero, saco y alpargatas, lo hicieron esperar un rato. Traía una recomendación firmada por su superior que no hacía falta porque estaba todo arreglado de antemano. Ese día, 20 de marzo de 1920 comenzó la historia, una de las historias de mi vida. Benito Pizarro fue mi padre. Y en 1920 aún no fundaba lo que tres años después sería la imprenta "La Victoria”, la primera imprenta comercial de la ciudad.
Los hermanos de mi padre y mis hermanos se acercaron a la política en distintos momentos y tuvieron distintos cargos. A ellos les interesó ese costado de la vida. A la línea nuestra: a mi padre, a mí y luego a mi hijo ese bicho nunca nos picó; en cambio sí el del trabajo, trabajamos de sol a sol como los burros. ¡Pobre mi padre! Tuvo un percance de esos que a veces se tienen en la vida y tuvo que dejar de trabajar antes de tiempo.
Simultáneamente a la aparición del diario “El Porvenir” salía el diario “Adelante”, que pertenecía al partido comunista. Tenía la sede partidaria en la calle Entre Ríos y ahí funcionaba la imprenta en la que se hacía el diario. El Dr. Storni, el Dr. Indalecio Carmona Ríos eran algunos de los que estaban a cualquier hora que se los buscara en la “Casa del pueblo”.
Tenían todo pintado de rojo: el frente del local, los escritorios, el corazón, la corbata, hasta los zapatos los usaban rojos. Era fácil distinguir a un comunista caminando por la calle. El diario “El Porvenir” había nacido en 1899 y era el órgano de prensa del Arzobispado, a mi padre, creo, las tendencias no le deben haber hecho mucha mella, porque a él solamente le interesaba trabajar, le daba igual quien mandaba a hacer el trabajo. Él decía:
—El trabajo para un imprentero es el mismo, si manda Dios o manda el diablo.
Quizás por eso, en una de las tantas reyertas políticas en las que los diarios se tiraban a matar, “El Porvenir” dejó de salir una temporada y Benito Pizarro se quedó sin trabajo. La empresa en la cual trabajaba le cedió algunas máquinas como parte de pago de varios sueldos adeudados. Así empezó la imprenta “La Victoria” a trabajar con un perfil comercial.
En ese tiempo había muchas imprentas, pero todas veían su final en mano de las pasiones políticas, porque cada vez que un bando se crispaba con las declaraciones de este o aquel diario, las que pagaban el pato eran las máquinas que morían incendiadas o destruidas debajo de martillazos y mazazos. Fue el caso de La Montaña un periódico que hizo Buenaventura Luna, que tuvo la suerte de salir una sola vez. Luego, diario, contenido y técnica murieron por igual dominación.
Por esa razón “La Victoria” nació con un destino comercial; para salvar los hierros. El primer cliente que tuvo mi padre fue Máximo Yanper, muerto el hombre, eso sí, pero cliente al fin. La familia, no tenía a quien acudir porque justo en esos días había ocurrido una reyerta y no había quedado imprenta en pie. Entonces, fue a golpear la puerta de la imprenta que Benito Pizarro acababa de inaugurar. Al morir don Yanper, hombre de mucha fortuna, se encontraron sus deudos sin poder hacer las tarjetas de participación al sepelio. Y un sepelio sin invitados dejaba mucho que decir sobre el finado. En ese momento mi padre apenas acababa de acomodar las máquinas en la habitación más cercana a la calle Cereceto y aún lamentaba su mala decisión de haber abandonado la Marina para volver a su provincia natal, cuando el automóvil cero kilómetro de los Yanper estacionó en la modesta casa de Concepción. El hombre que en él venía encargó a mi padre trescientas cincuenta tarjetas.
En poco tiempo hicieron falta empleados, entonces llamó a algunos de los que vinieron con él desde la Marina para trabajar en el diario. Como él, se hallaban despedidos y desorientados, Rito Ruarte, Anselmo Castrol, Monicaco Calderón. Esas personas fueron hombres de bien y se ganaron mi respeto con el paso de los años. Las cosas no fueron fáciles, pero esos hombres estuvieron cerca, aconsejando, acompañando. Ellos fueron empleados de mi padre durante mucho tiempo, pero antes de ser empleados fueron amigos. Esos hombres tuvieron gestos que me valieron la educación adulta que mi padre apenas pudo darme.


El cuaderno de notas se rige por dos principios, que se podrían denominar
—la verdad local de la sentencia— y —su valor circunstancial de uso—.
Michel Foucault

DISCUSIÓN FUNDAMENTAL

La tercera vez que el estudiante de historia llegó a mi casa lo noté un poco disgustado desde el primer momento, y creo que fue impacientándose conforme transcurrió la charla. Era un día de invierno y hacía mucho frío, habíamos quedado en reunirnos a las cuatro de la tarde. No acostumbro a dormir largas siestas, apenas una hora de descanso después del almuerzo y ya me siento con todas las energías dispuestas nuevamente para hacer lo que sea. Lo esperé ansioso con un alto de papeles recopilados y rescatados de entre los cuadernos de nota. Durante esa semana estuve pasando en limpio en mi Olivetti muchas de las escrituras dispersas en cuadernos intemporales. Agustín De la Fuente me felicitó por mi tesón y constancia, también por mi memoria e inmediatamente me interpeló:
—Don Benito, leí atentamente los papeles que me dio, son muy interesantes, en verdad le digo, pero no hay ni una línea que hable sobre lo que pasó después del terremoto. —explicó De la Fuente notablemente molesto—.
—Es verdad, —dije— usted tiene razón, pero los acontecimientos se dan de forma cronológica. ¿Entiende?
—Sí... entiendo, pero justamente cuando se habla de acontecimiento, en sentido histórico, no se hace referencia a cualquier hecho de la vida cotidiana, sino a algún episodio, en lo posible político, que haya marcado la vida de un pueblo en algún sentido, —expuso con severidad el joven—.
—Mi vida, —le respondí— mi trabajo, aunque usted no lo crea, han marcado y bastante para su información, la vida de esta ciudad.
—No, por favor, no lo tome a mal, no quiero ofenderlo con mis comentarios, es sólo que... —intentó disculparse y aproveché el descuido—.
—No se preocupe que no soy de fácil ofensa. Fíjese en esto —le extendí un alto de hojas— son varios temas para su información general, le ayudarán a comprender los años cincuenta.


OJOS PARA VER
21 de febrero de 1934. Otra mañana más de calor, como es, ha sido y será durante miles de años en esta tierra desértica. Una hora antes del mediodía ya era imposible estar en cualquier lado. Me recuerdo niño en busca de un lugar fresco inútilmente. Esa humilde pretensión de comodidad me llevó hacia la imprenta. Allí me escurrí disimuladamente entre las minervas de mi padre. Joe estaba allí, de pie, acomodando tipografías con las mangas de camisa arremangadas. Me guiñó un ojo mientras me deslizaba por debajo de la mesa una hoja de papel, de un papel especial que se impermeabilizaba en contacto con el agua. Sabía que más que patear la pelota, más que correr con el malón de la cuadra, más que subir a los árboles o a los techos, lo que me gustaba era hacer barquitos de papel y correr junto a ellos a lo largo de la acequia; verlos doblar en las esquinas y naufragar en los remolinos.
Después de un tiempo de práctica me convertí en un constructor de barcos especializado. Quizás por eso, porque él había notado el entusiasmo con el cual me aplicaba a la tarea, un día me dio de regalo un libro que trajo desde su tierra. Su tierra era lejana y mediterránea, a veces me contaba historias de barcos que atracaban en la bahía de su pueblo natal. Historias de piratas que eran devueltos por el mar. Historias contadas en libros con hojas amarillas que leyó cuando niño. Muchas veces recordaba olores de su tierra. Decía que aquí, en América, el papel tiene un olor distinto, descubrí esa verdad gracias a él. El libro que me regaló cayó en mis manos como un tesoro, tenía algunas hojas dobladas en las puntas y estaba escrito en italiano, con grandes letras doradas el título anunciaba: “INSTRUCCIONES PARA CONSTRUIR BARCOS DE PAPEL”. Supongo que por cariño a mi padre me lo trajo un día.
—¡E per te! —me dijo—.
—¿Para mí? —pregunté asombrado—.
Aprendí a doblar el papel, hice verdaderas embarcaciones que luego, en la acequia de barro lucían maravillosas; navegaban cuadras enteras cargadas de fusiles de guerra, de mercancías valiosas. Eran barcos que rescataban princesas provenientes del fondo de la acequia; princesas que en otros tiempos fueron sirenas o pequeñas bailarinas escondidas en las viñas. Princesas que el agua de regadío solía traer por casualidad alguna que otra vez. Cuando niño jugué con cierto fervor que aún de grande me acompaña, me traspiran las manos al recordarlo.
Cada mañana el sol recalentaba mi cabeza durante horas, el olor a barro y el brillo de las piedras me transportaban hacia un mundo de fantasía. Pero esa fantasía se hacía realidad con la misma facilidad con la que me quedaba absorto en las noches de verano, en las larguísimas noches de verano en las que observé la intermitente luz de las luciérnagas. Un ruido me alarmó mientras jugaba en la acequia y sentí miedo. El agua se convirtió en espejo y me reflejé asustado. Algo era diferente, nunca había escuchado ese ruido. Desconocer amedrenta. La inmensidad del desierto, tantas veces vista, se desplomó encima de mí aplastándome. Me levanté del piso de un salto, mis sentidos vibraron estridentes. Sentí desesperación, sentí una gran curiosidad. Supe que debía dirigirme a casa inmediatamente, pero en vez de eso corrí hacia el ruido.
Recuerdo que corrí hacia el ruido, muerto de miedo, pero corrí hasta allí. Fui a favor del estruendo, atraído como un imán por el peligro. A medida que avanzaba encontraba unos envases plásticos, después supe que eran los deshechos de las balas. Aquel ruido estrepitoso provenía de una balacera infernal producto de la cual no dejaban de caer ramas en medio de la calle. Aún así seguí corriendo. Corrí hacia el centro del conflicto, quería ver, quise saber qué estaba pasando; quería estar allí con una impaciencia extravagante. Y estuve, lo recuerdo como si aún estuviese allí, como si estuviese ocurriendo.
Una cuadra antes de la plaza un policía me detiene, me jala de los tiradores, me mira a los ojos y me dice:
—¡Mocoso de mierda, dispará para tu casa que te van a matar! —pero la curiosidad pudo más, mucho más que cualquier otro sentimiento—.
—Sí señor —le dije—.
El reto no hizo más que confirmar lo que mi corazón sabía: que estaba pasando algo realmente grave, que eso que pasaba estaba a unas pocas cuadras y que no me lo perdería por nada del mundo. Corriendo di la vuelta a la manzana, en la segunda esquina me caí y me pelé las rodillas; me levanté; me sacudí las piedras que tenía incrustadas, mientras corría me limpié la sangre. Llegué a una esquina que me permitía observar lo que pasa, espigado en el filo de la pared observé: desde allí puede ver por lo menos diez hombres muertos en la plaza.
Luego, todo pasó muy rápidamente, un auto de plaza dobló a mi derecha y quedé al descubierto. Me podrían haber matado, pero no, yo no era un blanco buscado por ellos. El auto pasó a toda velocidad, mi corazón llegó al cielo y volvió de nuevo. No es a mí a quien buscaban, sino a ese hombre alto que baja las escaleras de mármol de carrara de la Casa de Gobierno. Ese hombre tenía un revólver en la mano, negro y finito como el que yo usaba para jugar y con ese revólver disparó a lo loco hacia dentro y fuera del lugar. Sobre todo a unos hombres que lo perseguían y que desde el umbral de la Casa de Gobierno esquivaban el fuego cruzado. No pude distinguir si eran amigos o enemigos.
En ese momento, uno de los tres hombres que permanecían dentro cayó herido junto al gobernador, que corrió la misma suerte. Un disparo le dio en la pierna y el otro en la cabeza, todo sucedió tan rápido que no supe cuál de las dos balas impactó primero. Vi caer a Cantoni desvencijado al suelo. El arma golpeó en el suelo y se escapó un tiro. El auto de plaza frenó de golpe y una polvareda se interpuso entre mi posibilidad de ver y los heridos. Un segundo después el auto arrancó y el gobernador ya no estaba en el piso, alguien debió subido al vehículo para arrebatarlo de la muerte. Luego supe que otro hombre estaba dentro del auto del Gobernador, José Tourres, Jefe de Policía, muerto en la revuelta. Un montón de hombres bajó corriendo las escalinatas y disparó encarnizadamente contra el auto que ya daba vuelta a la plaza, alejándose. Al otro día mientras escuché a los mayores fui atando cabos, entre lo que había presenciado y lo que se decía. Los detalles le ponían nombre a los muertos, significado a los movimientos intempestivos. Caí en la cuenta que todo aquello de lo que se hablaba, aquello de lo que se escribía en el diario "Tribuna", lo que había observado llevado por mi curiosidad, había sido uno de los tantos intentos de asesinato perpetrados contra el gobernador Federico Cantoni. Él no murió porque, previsor y luego de varios intentos fallidos de ataques mortales, ya usaba chaleco antibalas, dormía enfundado según decían. Además, porque lo habían llevado a toda prisa, yo pude verlo, a la casa del Dr. Alfredo Rodríguez, médico de la fuerza opositora, que se vio obligado a atenderlo por el juramento hipocrático.
No murió, pero en ese momento se anotó en la historia la revolución de Febrero de 1934. Yo estuve ahí y con seis años fui testigo presencial de un acontecimiento histórico de mi provincia. También pude ver desde muy cerca a un hombre de traje negro que sacó de su chaleco un pañuelo blanco y se limpió los zapatos, esa era la contraseña que indicaba que el gobernador acababa de partir en auto. Esa fue la contraseña para que una lluvia de balas se intercambiaran entre los hombres armados que se apostaron en la Casa de Gobierno y los francotiradores que estaban estaqueados en los techos del Club Social, en la casa particular de P. Young, en los altillos del Colegio Nacional y del Cine Cervantes. Las personas caían en la Plaza 25 de Mayo como pajaritos. En un corto lapso de tiempo la plaza estuvo rodeada de gente muerta, gente que tenía y no que ver con el asunto. Volví a mi casa corriendo, mientras me agachaba cada tanto a levantar los cartuchos de balas desperdigados por todos lados. Con ellos reforcé mis embarcaciones que poco a poco fueron convirtiéndose en sofisticados barcos de guerra.


 OTRO AMOR

El primer libro que llegó a mis manos fue el de primer grado “Pasito a paso”. Allí aprendí a leer. Recuerdo claramente el perfume al que olía mi maestra de primer grado, su piel de porcelana, sus manos cálidas apoyadas en las mías al mismo tiempo en que me enseñaba a escribir en la pizarra. Una pizarra negra y una tiza dibujaban letras caligráficas de perfecto tamaño, de perfecto roce. Sus manos, su cara, su perfume, su suavidad, permanecen vívidos en mi memoria y de una forma tan nítida como cierta fábula que ella explicaba con sincero afán de educarnos. La fábula se llamaba “Los viandantes y el oso”, de Esopo creo que era. Sus labios pintados de rojo, su ir-venir de manos entraban en mi mente, en todo mi ser para depositar allí mismo una imagen arcaica.
“Dentro de su voz mezclada con su perfume puedo ver a los viandantes corriendo por el bosque: uno lleva un jardinero azul con zapatillas, el otro un pantalón suelto con una camisa, en los pies sandalias. Los dos corren, juegan, se divierten; sus risas de niño estallan en mi mente, se confunden con la mía, se mezclan con el balanceo de los árboles. Saltan troncos cubiertos por musgos verdes, corren carreras sin querer ganar ningún premio. Imaginan estrellas diurnas cayendo tras de sí que persiguen a sus inocencias. De repente un rugido sobresalta el corazón de ambos -el mío brinca junto al de ellos- y un temor gigantesco, tan grande como el oso que los persigue, se adueña de sus estómagos. El que lleva jardinero se tropieza con una raíz y cae dolorido al suelo. El otro se asusta y corre apoderado de una desesperación atónita. El aturdimiento reina en uno y en otro de forma distinta, pero con igual necesidad. El oso se acerca al niño y el niño desmaya su ser de miedo. El oso acerca su hocico húmedo, lo voltea a un lado, lo voltea al otro, lo cree muerto, lo lame para revivirlo. Así el niño descubre una benevolencia en la bestia intensamente piadosa. La piedad en el gesto de la bestia le ayuda a incorporarse cuidadosamente. Caminan, animal y humano sobre el sendero acompañándose, silenciosos. El oso vuelve al bosque, el niño vuelve a su casa. De regreso en el hogar, el amigo que huyó atemorizado interroga al caído sobre el suceso. Lo examina, no puede creer que esté vivo. ¡Aún vivo! Festeja, salta, se alegra. Quiere jugar nuevamente, correr, saltar, lo invita, lo arenga. El niño del jardinero se niega. No quiere jugar más. Dice algo sobre las acciones de ambos; el animal ha sido más solidario que el humano y eso aún lo perturba, tanto como haber salvado el pellejo, tanto o más como no poder evitar el sacrilegio de juzgar con severidad al amigo, ¿de dónde esa certeza que lo obliga a pensar que debería haber sido diferente?”.
Escucho a la maestra como entre bruma. Las palabras de la maestra clinnnnn clinnnn clinnnn. Siento que cada una de sus palabras se anidan en mi corazón. Ellas me cuentan una historia que es mucho más que una historia, mucho más que una fábula. Esopo, los griegos, la maestra, el oso, el perfume de la maestra, sus manos, su voz... se filtran suavemente como un silbido de ángeles por mis oídos. Sobre todo eso: una fábula. ¿Qué quiere decir fábula maestra? Ella lo explicaba con ternura en la voz, yo no la escuchaba, sólo un tintinear de cristales sonaba en mí y me tañía como a una campana. No sabré qué significa fábula ni antes ni después de su explicación, sólo el deseo de escuchar su voz me llevaba a preguntar una y otra vez sobre asuntos que no me interesan. Sólo me interesa su voz. Sentía mi ser hueco, ahuecándose continuamente. Repito la escena una y otra vez, tratando de anclar el momento en mi mente, en mi historia personal. Creo, que fui un niño conciente de serlo. Al volver a casa, luego de esa jornada escolar escribí en mi cuaderno, de noche y en letras aprendices, el título de la fábula. Años después reconstruí con lujo de detalles todas las partes de la historia, cuando escribir ya se había vuelto una costumbre diaria.


PUEBLO VIEJO

El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago. Woody Allen. 1935

Fiestas patronales.
Perfume. El perfume tenue se mezclaba con el rostro de mi maestra; mi primera maestra de escuela la Sra. Josefina Ponce. Me parece que, al cabo de la vida, todos los perfumes tienden a parecerse un poco. Cierto hilo conductor convoca a todos los perfumes que fueron importantes en mi vida. La imprenta tiene su olor particular, años y años en el sótano del edificio guardan el olor a papel, el olor a la tinta. Mi madre era muy católica, no creo que lo fuese tanto mi padre, pero la secundaba en cuanta cosa se le ocurría.
Aquella tarde todos estábamos sentados en la vereda de la casa... esperando; ese día había fiesta en Concepción. Éramos vecinos, vivíamos a una cuadra de distancia. A eso de las seis de la tarde mi madre nos llamó a todos, nos bañó y vistió con las mejores galas.
El perfume. El aroma del jabón se unió al olor de la tierra mojada, al perfume frutal de los atardeceres de verano y juntas esas sensaciones olfativas conformaron parte de los sentimientos felices de mi infancia. Esperamos a mi padre y al Sr. Francés.
El señor francés era un empleado de mi padre que llegó a la provincia arrimado por el último flujo migratorio del 1800. Vivía con nosotros aunque no siempre estaba en casa. Ya porque estaba trabajando o porque salía a dar un paseo, o a comprar revistas de espectáculos que luego nos prestaba o tomábamos a escondidas. Por las noches en una mesa de madera mi padre y él jugaban a las cartas. Esperábamos sentados en la vereda a que ellos llegaran, se alistaran y pudiéramos salir rumbo a la fiesta. Mi madre nos había prometido una paliza si nos levantábamos del sitio y nos ensuciábamos. Mis hermanos se sostenían en el lugar, pero yo era tan curioso que no podía; me levanté y me apoyé en la pared, la pared era de adobe y eso hizo que tuviese el saco con tierra antes de salir y que el reto fuera inevitable.
Mi amigo, un chico que vivía en la otra cuadra, a quien junto a sus hermanos apodaban “los nerviosos”, pasó a buscarme. Simplemente nos fuimos sin esperar a nadie. Corrimos por las calles sin más alegría que la de correr. Anocheció y en la plaza me encontré con mi familia, ¡por fin llegaron a la fiesta! Mi madre me tironeó la oreja y me soltó. Le pedí perdón y le dije que le rezara a la Virgen para que me volviera menos pícaro. Aproveché el momento de misericordia tañido en su corazón para alejarme rápidamente. ¡El perfume que emanaba del suelo era tan calmante! Junto a mi amigo, somos los primeros vecinos en arribar a la plaza; sin embargo, ya habían llegado los de la organización. Estábamos allí, observando, esperando, olfateando. Como habíamos llegado bastante temprano aún estaban las carretas llenas, aún tapizaban las calles. En cada esquina una carreta colmada de albahaca, burro y jarilla esperaba ser descargada. Tapizaban las calles por donde pasaba la procesión con ramas aromáticas. Los organizadores de la fiesta, monaguillos, gente de la acción católica y afines alistaban los faroles de las esquinas para que no se apagaran justo cuando llegase la gente y cuando arribara el cura acompañado por la estatua de la Virgen. Sentados en la plaza veíamos como, dentro de la iglesia, la Virgen estaba lista; vestida de gala, presta a salir de paseo. Finalmente la procesión se alistó y todos caminamos tras Ella inmersos en el perfume, que con las pisadas, que con los pasos arrastrados comenzaron a molerse y se conformó un raro misterio entre noche, amontonamiento, fe y aromas de yuyos. Es noche de la Virgen de Concepción, 8 de diciembre. Casi todos los habitantes de la ciudad estaban allí. La mayoría de los jóvenes aprovechaban para noviar, para entablar alguna amistad, con vista a más. Por eso cumplían con un ritual que acompañaba el cortejo. En las esquinas, las mismas carretelas que trajeron las aromáticas que ahora yacían tapizando la tierra húmeda, volvieron, pero cargadas con flores. Flores que significaban cosas; significados que tanto varones como señoritas leían en las revistas, significados que auguraban miradas, que herían sentimientos. “El corzo de las flores”, así se llamaba a esa parte de la fiesta. Todos participaban porque los más pobres que no podían comprar las flores en las esquinas, las traían de sus casas. Los varones le regalaban una determinada flor con un significado, algo así como “quiero ser su amigo" “quiero ser su novio”, o “no se me acerque por favor”, cuando el rechazo era grande se regalaba un abrojo y el abrojado en cuestión se entristecía hasta el tuétano. La chica devolvía el gesto aceptando o rechazando al varón y así se conocían. Muchos noviazgos de esa época comenzaron con una flor. Nosotros, chicos todavía, seguíamos atentamente las idas y vueltas de las flores, mientras nos reíamos con disimulo de los sentimientos aflorados. El corzo de las flores y la Virgen de Concepción tuvieron una íntima relación con el asunto de la palmera de dos brazos. Yo tenía unos siete años cuando se creó la palmera de dos brazos. Aunque la palmera es un elemento natural, esta palmera de la que hablo tuvo fecha de creación. No todos los elementos naturales se convierten en monumentos con el correr de los años como ocurrió con esta palmera, pero en este caso fui testigo presencial de lo que le ocurrió al monumento muchos años antes de ser declarado como tal.
Ese año, como habitualmente ocurría, el Municipio de la Capital envió gente para emparejar las calles, para hermosear las plantas. Había voluntad, eso no se podía negar, lo que no siempre había era idoneidad, y creo que sigue pasando en algunas ocasiones lo mismo. Una cuadrilla de hombrones podadores pasó trabajando unos días antes de la fiesta de la Virgen. Los vi cuando fui a buscar el pan, mi madre me enviaba por él todos los días. La panadería de los Vargas estaba a la vuelta de la manzana, en la vereda de enfrente de las palmeras. Había como doscientas palmeras y, por eso, la poda no era algo que se nos escapara de la atención así como así a ninguno de nosotros. Ese año los podadores no sabían mucho de ese arte y aunque quedó bastante prolijo era muy evidente que se les había ido la mano. Hasta hubo comentarios en los diarios aludiendo a la exagerada forma en la que había sido hecha la poda. El atardecer del 7 de diciembre estaba muy caluroso tanto, que eran las ocho de la tarde y todavía la gente no sacaba las mesas a las veredas.
Los vecinos contiguos a la panadería eran muy sociables, habitualmente se sentaban en la vereda a tomar un vermú o unos mates. Ir a comprar pan era para mí una travesía casi religiosa con dos ediciones, al mediodía y a la tarde. Dos momentos del día divididos por sensaciones diversas. A la mañana era habitual encontrarme con algún niño y corretear un rato antes de volver a la casa con el mandado. A la tarde, en cambio, me paraba a saludar a todos los que ya habían sacado la mesa a la vereda y entre tanto estuvieran echando un poco de agua para calmar el furor del día. Esa tarde del 7 de diciembre me paré en la casa de los Brondolinos donde siempre terminaban atascándose varios hombres de la cuadra a tomar vermú y comentar los detalles del día. El Sr. Brondolinos trabajaba en el correo, terminaba mucho más temprano la tarea que los otros, quizás por eso se endilgaba la casi obligación de esperar a la gente con algo para tomar, algo que amenizara el regreso a casa, algo que diera pie a comentarios diversos.
El atardecer era arduo y caluroso, hacía mucho calor y yo, sentado al borde de la acequia con los pies hundidos en el agua cristalina, escuchaba lo que los mayores charlaban. Decían cosas acerca de cómo habían trabajado los podadores, de lo bien que había quedado todo para la fiesta, de lo lindo... en fin, de lo mucho y mal que habían podado las palmeras. Los vecinos no eran podadores, pero eran testigos oculares; ellos presenciaban años tras año el mismo trabajo y podían precisar con lujo de detalles las particularidades de cada año, con las descripciones exactas de cada poda; los hombres que habían sido afectados a la tarea y características de cada uno de ellos. Eran informaciones en todo precisas, producto de largas conversaciones sostenidas entre vecinos y podadores. Todos esos detalles los hacían expertos en poda. Al fin y al cabo para eso estaban los vecinos, para mirar, para saber de qué se trataba, para criticar. Para informar a la población que esa poda en cuestión estaba mal hecha.
—¡Peladas las han dejado! —decía, cada uno a su manera, a medida que fueron llegando a la charla—. Y esa conversación, que habitualmente duraba hasta la hora de la cena, ese día se vio interrumpida. Yo todavía no había comprado el pan cuando de repente hubo una ráfaga de viento que levantó mucha tierra.
—Se viene un ventarrón con hojas y con tierra... vaticinó don Brondolinos, quién rápidamente comenzó a guardar la mesa, las sillas, los vasos, etc. Corrí a comprar el pan y llegué a mi casa unos momentos antes que lo más fuerte del viento llegara.
El 8 de diciembre en la mañana, todos vimos el daño que había causado el viento, que arduo corrió durante toda la noche. Sobre todo en una de las palmeras que se había desgarrado de cuajo. Débil, luego de la poda, le había sido sencillo al viento lastimarla. Los obreros municipales trabajaron mucho durante el día para dejar los alrededores de la plaza en condiciones para la procesión. Día de la Virgen, 8 de diciembre.
Algunos días después rumbo a la panadería vi brotar un débil retoño en la palmera, la que tenía una rama desgarrada que por días y días había colgado seca. Con los meses el retoño creció hasta convertirse en otro brazo de palmera: en una palmera de dos brazos. Con los años muchas de esas plantas fueron secándose y el terremoto terminó de voltear los palos inertes. La palmera de dos brazos, en cambio, siguió su camino de fortaleza. De pie ante el siglo continuó atestiguando en su rol citadino de monumento histórico. Fui testigo presencial, por eso lo escribí.

AULLIDOS

El que llega último, gana.
En esos años la ciudad era de la gente y el peligro acechaba la vida de los imprudentes. Las carreras de auto eran habituales, un espectáculo que se podía ver en el centro de la ciudad. Muchas veces, comenzaban en Córdoba, pasaban por San Luis, venían a San Juan y terminaban en Mendoza, claro que antes recorrían las catorce provincias que hasta entonces había. Al papá no le gustaban las carreras, decía que no tenía tiempo para esas pavadas, en cambio, con mi hermano soñábamos con ver pasar esos autos. Era un evento muy popular y todos se alineaban a la orilla de la calle. El papá nos dejaba ir con la condición que mirásemos la carrera trepados en los árboles. En esos días nadie hablaba de otra cosa que no fuera, de los Galoviches, los hermanos Gálvez y por supuesto de Fangio, que por esos tiempos aún no era todo lo famoso que llegó a ser. Venían de Valle Fértil donde Fangio estaba ganando, detrás de ellos venían los Gálvez y los Galoviches. Los Galoviches se habían quedado retrasados porque uno de los hermanos tuvo un problema en el tanque de nafta y sufrió un incendio. El otro, por solidaridad se había quedado a acompañarlo. Subidos a las ramas de los árboles veíamos todo. Todo de todo: la gente sentada en sillas a lo largo de la calle de un lado y del otro; el tumulto se alargaba como viboritas humanas; era peligroso y muchas veces había accidentes, pero eso parecía no preocupar demasiado a nadie. Desde lo alto también era fácil observar los techos de las casas, los fondos y los chañares que, por cuadras y cuadras se extendían, alternados con casas de estilo elegante y casas más modestas. Algunas personas con botellones de agua y otros con botellas de vino festejaban de antemano el triunfo de su preferido.
—Arriba de los árboles o no van nunca más —dijo el papá—.
Allí mirábamos la carrera, felices y acalorados, felices y aturdidos por el ruido de los motores que anunciaba la llegada de los autos. La línea de llegada estaba a nuestros pies y el juez tenía una bandera a cuadros que custodiaba como si alguien pudiera robársela. El sonido de los motores y las frenadas avisaban que ya se acercaban, que ya llegaban hasta nosotros. ¡Allí los veo! Fangio viene primero, se escuchaban los gritos, ¡Faaangio, Faaangio!
—Va a ganar, ese sí que es un corredor —la gente lo vivaba a toda voz—.
La emoción me remonta directo, como a un barrilete a la escena fatal: los vecinos gritan como locos; el calor sube constantemente, treinta grados... a cuarenta, sube la temperatura y la alegría de la gente que olvida las orillas de la calle, aquellos límites imaginarios encargados de salvaguardar las almas. La gente cruza y las orillas se confunden. No es Fangio, desde la copa de un árbol más alto anuncian que no es Fangio, sino uno de los hermanos Gálvez el que viene en la delantera. Los camarógrafos se amontonan, se pelean por tener la primicia. ¡Fangio, es Fangio! Él es quien viene primero. Gana Fangio y la gente se agolpa sobre el auto en la calle a festejar el triunfo, los fotógrafos sacan fotos y los gritos suben a cada momento un tono.
Nosotros seguimos desde la altura todos los detalles, lo vimos a Fangio salir del auto y como era cargado en andas. Gritos GRitos GRITOS. Viene otro auto, pero la gente en la calle no lo advertía.
—Vieeeene otro aaauuuto, —gritos de alerta intentaban anunciar las desgracias—, pero nadie los escuchaba porque se confundían con los otros gritos, los de alegría por la victoria del ganador. El auto tenía un problema y no puedo frenar. No frenó. El auto con problemas llegó en segundo lugar, uno de los Gálvez acaba de llegar, pero ha perdido el control del vehículo y atropellando a un montón de personas choca contra el auto de Fangio que aún está en el medio de la calle. El griterío cambió, se transformó de alegría a tristeza y desesperación. Hubo corridas de socorro. Mucha gente herida, muchas personas lastimadas cayeron al suelo. Muchas mujeres con sus niños corrieron y gritaron espantadas. Muchas personas heridas fueron auxiliadas por otras personas consternadas. El fotógrafo del diario, fue uno de los muertos, el Sr. Mazuelos, lo habíamos visto algunas veces en la imprenta. Estábamos tan asustados que no podíamos bajar del árbol. Nos quedamos como atornillados en la altura, observando un cine naturalista.
Al espectáculo inicial se le sumó otro espectáculo mucho más terrible pero igual de intenso que el anterior. El olor a nafta nos hizo suponer que los autos podían estallar y bajamos movidos por el miedo a morir incendiados arriba del árbol. Poco a poco nos alejamos de la carrera, no dejamos de correr hasta que llegamos a nuestra casa.


UNA VEZ EN LA VIDA

¿Qué es más musical: un camión pasando por una fábrica o un camión pasando por una escuela de música? John Cage. Músico.

El tren llegaba a la estación aproximadamente a las diez de la noche trayendo de todo, inclusive gente. El papá se sentaba en el fondo a jugar a las cartas con el Francés, así pasaban largas horas mientras nosotros merodeábamos por allí, hasta que la mamá nos llamaba y, obligándonos a entrar en la cama, daba por finalizado el día. Hasta que eso pasaba teníamos un buen rato en el cual junto a mis hermanos nos perdíamos por ahí; otras veces me escabullía solo. A lo largo de nuestra infancia fueron muchas las noches en las que el papá nos mandó a buscar el diario que llegaba en el ferrocarril. La gente iba hasta la estación a esperar el tren, otras personas que vivían en las cercanías de las vías se acercaban un poco, sólo esperaban verlo pasar. El tren significaba muchas otras cosas para una ciudad como la nuestra, a la que la mayoría de las personas viajaban solo si tenían un buen motivo para hacerlo.
Porque San Juan no era zona de paso sino de llegada. Quizás por eso muchas de las personas que han llegado hasta aquí se han quedado para siempre, como le ocurrió al Francés, que vino un día y se quedó a vivir. También lo vi, muchos años después en el hospital cuando estaba en la otra orilla de la vía a punto de subirse al tren eterno. Mientras fui niño, él vivió en la piecita del fondo de casa durante muchos años. Escuché que ese jueves anunciaban la llegada en el tren de un pasajero especial, "el Zorzal” le decían, venía hasta aquí para cantar en el teatro. Mi hermano tenía un carácter blando y era fácil dominarlo. No siempre, es verdad, pero si se trataba de jugar a la pelota allí estaba él, pasara lo que pasara.
—Sabés hermanito, —le dije— te han invitado los chicos de la vuelta a jugar un partido a la pelota.
Me las ingenié para ir solo a buscar el diario esa noche, porque sabía que estaría Gardel en la confitería La Chiquita. La confitería era la más paqueta de la época, todo el frente era de vidrio, para que la gente pudiese ver desde fuera a los señoritos y las señoritas que estaban dentro. Efectivamente, ¡se veían! Yo los vi perfectamente desde la plaza subido a un árbol, que generosamente me ofrecía un mirador espectacular. La oscuridad de la noche se extendía por todos lados con una negra espesura, dejando iluminados solo los alrededores de las pocas luminarias existentes. La confitería estaba a pleno, llenas las mesas, la gente esperaba ver a Carlitos de cerca. La gente esperaba para escucharlo cantar en el teatro. Llegaron en caravana los coches de plaza, primero bajó Gardel y entró a la confitería, luego, bajaron los músicos que también ingresaron a la confitería para acompañarlo a tomar un aperitivo Gancia. Mientras tanto, fueron llegando de a uno o en grupo “los muchachos”. Ellos sólo esperaban verlo pasar de la confitería hacia el teatro. Los que lo verían cantar en el teatro formaban fila sobre la vereda. Los que sólo lo verían pasar de un lado a otro, en cambio, ocuparon la calle adoquinada de pequeños rectángulos de madera. Era otoño, pero aún perduraba ese fuego del sol que durante todo el día había recalentado la atmósfera, era otoño y una brisa suave zarandeaba a los árboles desprendiendo una a una las sequedades de la naturaleza.
Hubo espectáculos sucesivos, en una esquina y en la otra: varios músicos que, con guitarras, con bandoneones, con asombro en sus ojos, asistieron al milagro de ver a un artista de la talla de Gardel, desde muy cercana distancia. Lo vimos beber de un vaso alguna bebida; y lo vimos saludar a las señoritas con una sonrisa implacable. Las largas horas de viaje no habían endurecido su rostro para nada, que, con claridad de porcelana resplandecía en la vidriera de la confitería. En la calle había un silencio de sala. Los murmullos eran mal visto y callados con miradas inquisidoras, porque la mayoría observábamos atentamente aquel espectáculo viviente. A las diez y media en punto, el Zorzal se puso el saco, saludó a los presentes y se dirigió al teatro que lo esperaba con sala totalmente llena.
—¡Muchachos, gracias por venir! —gritó Gardel cuando atravesó la calle—.
La gente lo aplaudía sólo por haber venido a la provincia; a él, que triunfaba en Nueva York, y ahora estaba en una modesta provincia del interior del país. Desde la altura de las ramas también aplaudí emocionado. Subió las escalinatas de mármol. El edificio era magnánimo, pero la estampa del cantante lo hacía ver más lujoso aún. El mármol se veía más blanco y las pequeñas iluminaciones destellaban brillitos sobre nuestros ojos. Estaba a punto de entrar, de desaparecer delante de nuestros ojos, y quizás, consciente de eso la gente aplaudía con más y más fervor a cada momento, él saludaba con la mano extendida; en ese momento algo pasó y Gardel devolviéndose sobre las escalinatas que ya había trepado y dirigiéndose a uno de sus músicos, le dijo:
—¡Una para los muchachos!
—El músico desenfundó la guitarra con la rapidez de un soldado y tocó un punteo que aún resuena en mi memoria. En el casco de la ciudad, en las inmediaciones de la plaza, Gardel cantó “El díííííía que me quieeeeeeeras”. Cuando terminó la canción el público de la calle aplaudía como loco la generosidad del artista. Gardel emocionado se despidió con la mano y entró rápidamente al teatro. Estaba llegando tarde al otro espectáculo, al de los que ya habían pagado su entrada y sentados cómodamente en el Cervantes lo esperaban.
Los que estábamos en la calle no podíamos creer que aquel hombre que salía en los diarios, que viajaba a todos lados, que se fotografiaba con mujeres bellísimas, acababa de cantar un tango en la calle para nosotros, para “los muchachos”.
Al bajar del árbol me encontré con el dueño del kiosco y lo acompañé a buscar el fardo de diario a la estación. Él ya me conocía porque junto a mi hermano íbamos casi todas las noches al mismo trámite. Me preguntó por él:
—No quiso venir hoy, se fue a jugar un partidito a la pelota —le guiñé un ojo para que supiera de mi travesura, para que fuera discreto—. Me devolvió el guiño cómplice, y me dijo en lenguaje no audible:
—Andáte niño tranquilo, que lo que acabamos de ver no se puede contar con palabras.

SIETE

La máquina es una frontera. Es el extremo inteligente de la naturaleza y el extremo material de nuestro espíritu. Rafael Barrett. 1876-1910

—Me gusta que el joven haya pensado en mí para sus entrevistas de "memoria oral”, porque le puedo transmitir muchas cosas al joven. Aunque sospecho que no está demasiado interesado en lo que pueda contarle. De igual modo le detallaré algunos hechos, tal vez luego, pueda comprender las secuencias, como yo lo hice en su momento. Es cierto que también necesité tiempo, como él.
Fortuitos e inesperados ocurrieron ciertos acontecimientos en mi vida. Como cuando un día de diciembre del 1980, en que mi mujer me mandó a comprar fruta a la esquina, en que me detuve un momento a saludar a Joaquín. Él era agenciero desde hacía muchos años, y a él le compré varias veces números de lotería para Navidad y para Año Nuevo. Entré a saludarlo, a estrecharle la mano, a desearle felicidades. En el costado del salón esperé unos momentos que terminara de atender a un cliente casual; hombre de saco y pantalón notablemente envejecidos, me llamó la atención la elegancia a pesar de su pobreza. Luego de revisar todos sus bolsillos aquel cliente constató que no era suficiente el dinero que llevaba para comprar la fracción. Es de hacer notar, que los números de lotería para esas épocas subían, se cotizaban bastante y solían tener precios exorbitantes. Me permití ofrecerle el dinero faltante, previo a disculparme por la intromisión en un asunto que a la distancia se notaba no era el mío. El hombre accedió, me sumé a la charla que se tornó amena. Repentinamente debió irse, un recuerdo lo alarmó y salió del local despidiéndose con un gesto que lo llevó a tomar su gorra por la punta de la visera. Reanudamos la charla con el agenciero sobre los mismos asuntos, cuando descubrimos que el hombre había olvidado su billete de lotería, salí a buscarlo pero ya había desaparecido entre el tumulto de gente que durante esos días toma la vía pública. El agenciero insistió tanto que debí llevármelo en virtud que había aportado una parte del pago. Apenado por la tristeza que sentiría aquel hombre cuando descubriera su olvido me dirigí a realizar el mandado. Volví durante varios días a preguntar si él no había vuelto en busca de lo que era suyo. No obstante y teniendo en cuenta la cercanía de casa, le había encargado al agenciero que le comunicara mi entera voluntad de devolverle el billete en cuanto apareciera. Nunca volvió, en cambio y para mi mayor sorpresa, luego del sorteo de Navidad pude constatar que el billete tenía premio; cobré diez mil australes, fue el dinero que llegó a mis manos de la forma más azarosa, mi sencilla mente no gastó esfuerzos en intentar comprender las leyes que habían regido aquel suceso.


LAS GRANDES TRAICIONES

S.I.G.A. Sociedad de Industriales Gráficos Argentinos. Año 1940.
S.I.G.S.J. Sociedad de Industriales Gráficos de San Juan. Año 1940.
Parado frente al espejo de mi madre me arreglaba la corbata. Ellos estarían allí sentados, charlando y yo apenas un niño; ya no era un niño, eso era cierto, pero ante esos hombres sí lo era. Ellos, todos mayores, todos veteranos en el rubro, sabrían de qué se trataba el juego, ése del que apenas si estaba aprendiendo las reglas. La cita era a las nueve, luego del cierre de comercio. En el subsuelo de la confitería del Cervantes, el mármol de carrara era el preámbulo de una nueva experiencia en mi vida. Allí se reunían los miembros de la Sociedad Gráfica. Mi hermano no quiso ir, porque a él le faltaban las palabras, le daba vergüenza. Papá tampoco iría.
Ahora éramos nosotros los que estábamos a cargo de todo. Nosotros con el apoyo de los empleados, sin ellos no hubiéramos sabido qué hacer, sin ellos no hubiéramos sido nada. Yo tampoco tenía las palabras, más bien era más mudo aún que mi hermano, pero fui y me senté a escuchar lo que ellos dijeron. Lo que decían que nos estaba pasando. Mi padre junto a otros hombres antes de ir a la Marina, en mil novecientos doce, habían sido socios fundadores de la Sociedad Mutua de Artes Gráficas de San Juan. Gracias a ello recibí trato preferencial muchas veces en el rubro. En esas reuniones se hablaba sobre todo lo concerniente a la vida gráfica. Sentado allí, escuché a mis mayores discutir acerca del problema que había traído la importación, decían que desde que Perón estaba en el gobierno se había suspendido todo tipo de importación para beneficio de la industria nacional. La idea no era mala, pero el problema que teníamos todos era la falta de papel; muchas cosas no se podían imprimir porque éste escaseaba, el buen papel que en Argentina no se conseguía.
Cada tanto llegaba en tren un cargamento de papel que repartíamos entre todos, pero pasaron algunas cosas muy poco agradebles. En esas reuniones conocí al famoso "Zorro Molinas". El Zorro Molinas era un hombre simpatiquísimo, agradable y amable. Si alguien quería fumar parecía que él le adivinaba el pensamiento, antes que sacara el cigarro ya estaba ofreciéndole fuego. Bien vestido, elegante, reunía todas las condiciones para enviarlo a Buenos Aires; por eso, cuando recibimos la invitación para participar en la asamblea general de los gráficos nadie dudó ni por un momento que el Zorro era, sin discusión, el apropiado para representarnos. Astuto como su apodo lo indicaba se hizo pagar todos los gastos de transporte.
Al volver de Buenos Aires, nos notificó apenas algunas novedades sin importancia. No supimos de él ni una palabra más, hasta que en la Sociedad de Gráficos Sanjuaninos recibimos una carta en la cual la comisión de la Asamblea General se daba por ofendida. Aludía al trato descortés que habíamos tenido con ella, luego de habernos beneficiado con la máquina impresora de la Industria Alemana Curtvegel y Cía. Nuestra sorpresa fue gigantesca, pues porque no comprendíamos el reclamo que hablaba de falta de cortesía. Por tanto nos vimos obligados a viajar nuevamente, enviamos a otra persona porque el Zorrito había desaparecido de los lugares habituales. Sobre todo después de comprar una máquina nueva, de la que todos hablaban maravillas, por su rapidez y por su innovación tecnológica.
Al volver el Sr. Ragneri nos notificó de lo ocurrido: el Zorrito había expuesto nuestro ánimo fraternal, la buena fe que en nuestra Sociedad había y el don de gente que todos sus integrantes teníamos. Todo ello a los efectos de hacerse acreedor de una máquina nueva; máquina de la que se apropió él, y no la Sociedad Gráfica de la provincia como hubiera correspondido. Porque en un artilugio, muy a lo “zorrito”, hizo poner la máquina a su nombre argumentando que sería él quien tendría que pagar el transporte en tren y de no ser así la máquina correría grandes riesgos de extraviarse.
La Industria Alemana Curtvegel y Cía. tenía un local de ventas en Buenos Aires, había logrado ingresar al país, pese a la política peronista, tres máquinas impresoras de gran calidad. Pero sus clientes, que en ese entonces eran muchos en la capital, al enterarse y en vistas de la escasez de productos importados, habían confeccionado una lista de espera que con los días hubo de extenderse notablemente. Intentando no generar mayores conflictos, luego de la exposición de las máquinas, el gerente general había dispuesto enviarlas al interior donde él creía que podrían venderse a un precio más que conveniente para cualquier pequeño comerciante sin causar problemas entre sus numerosos clientes de la Capital.
La Asamblea General vio con buenos ojos aprovechar la oportunidad en la que estarían los delegados del interior para ofrecer las máquinas y, en vista de las buenas intenciones que el Zorrito había expresado; intenciones que versaban sobre el aprovechamiento en conjunto que en la Sociedad Gráfica Sanjuanina se haría de la impresora en cuestión, la Asamblea decidió enviar a San Juan una de aquellas bellezas. Claro, la Sociedad de Industriales Gráficos Argentinos esperaba, por lo menos, una carta de agradecimiento por la benevolencia. Al no llegar ésta y sospechando alguna obra de mala fe, decidieron ser ellos mismos los que enviaran una notificación extrañado el gesto que, nobleza obliga, hubiera debido tener la Sociedad de Gráficos Sanjuaninos.
En esa instancia estábamos, cuando logramos acercamos al Zorrito para preguntarle por la situación tan particularmente irregular. Él nos respondió, que no en parte sino en todo, incurríamos en error de interpretación. Puesto que él había pagado la máquina, cosa que era cierta; había sacado un préstamo entre gallos y media noche para aprovechar la oferta. Le reprochamos era el discurso de fraternidad del que se había valido para conseguir un precio inmejorable por una máquina nueva e importada; también le reprochamos la falta pública que constituía el apropiarse individualmente de algo, que en principio, era para todos. Cosas que él, por supuesto, desconoció para su bien y para nuestro mal. Fue expulsado de la Sociedad Gráfica inmediatamente, pero el daño ya había sido hecho, hacia adentro y hacia fuera de la provincia.
El año en el que pasó lo del Zorrito fueron escasas las ocasiones en las que hablé en las reuniones de la Asociación, sobre todo por vergüenza. No era lo mismo a la hora de votar, ahí sí tenía la oportunidad y mi voto valía como el de cualquiera, como el de un gráfico de experiencia. Mi lugar en la mesa representaba a una imprenta, la imprenta de Benito Pizarro y mi persona también cupo dentro de ése nombre. Al año siguiente seguí acudiendo a las reuniones, estábamos un poco más organizados y entendíamos mejor el funcionamiento de la imprenta. Los empleados seguían guiándonos, pero nosotros estábamos totalmente empapados de las situaciones generales.
A raíz de la similitud entre el nombre de mi padre y el mío reflexioné muchas veces en lo mismo, en que en la historia de la urbanidad muchas personas llevan sobre su ser la misma denominación que sus consanguíneos. No estrictamente hablando, nunca un hombre es igual a otro, pero sí, en mi larga vida pude observar ese sutil hilo que va uniendo, de generación en generación, intereses semejantes, líneas de conductas, formas de hacer las cosas, dones que parecen transferirse como tesoros al solo efecto de la continuidad humana.

SUEÑO URBANO

No me gusta el trabajo, a nadie le gusta; pero me gusta que, en el trabajo, tenga la ocasión de descubrirme a mí mismo. Joseph Conrad. 1857-1924

—¿Cómo está señor Pizarro, cómo le ha ido con esos recuerdos? ¿Pudo hallar en su baúl algunos relatos sobre lo que pasó después de terremoto? —preguntó De la Fuente—.
—Sí, encontré algunos.
—¡Qué bueno! Entonces podré avanzar con mi trabajo final. Sólo me resta agregar las transcripciones de las entrevistas que tengo con usted.
—Se nota que le gusta su trabajo.
—Sí... es decir, no, creo que estoy un poco atolondrado con tantos pasos de investigación y, en verdad, hasta creo que he perdido un poco el foco del problema central, y... —aclaraba el tono de desgano que traslucía su actitud—.
—El trabajo ha sido el aspecto más importante en mi vida, —le expliqué—: a mi vida privada la cuidé con mucha reserva, en cambio mi vida pública ha sido una gran fuente de información. El contacto con la gente me ha nutrido. Salía de mi casa y ya estaba trabajando, pero a su vez el trabajo me permitió cosas, situaciones que no sabría dónde encuadrarlas, no podría precisar si pertenecen exclusivamente a mi intimidad o antes bien son propias de la vida pública. Como un día, —fíjese lo que ocurrió—. A la imprenta siempre venía un muchacho que era pintor, con el tiempo se hizo famoso y vendió bastantes cuadros, pero tuvo lugar ésta charla que le voy a relatar, entre él y yo.
Me habían mandado de una de las distribuidoras de papel un almanaque muy bonito, grande, que yo había colgado en el salón de atención al público; el pintor venía en busca de recortes de papel para hacer sus dibujitos, bocetos les llamaba él, que luego pasaba a un tamaño más grande. Como sin querer le pregunté, si él por su profesión era muy entendido en materia de arte, respondió que no "muuuuy", pero que algo entendía. Bueno entonces explíqueme que son estas formas que están en el calendario, porque yo no interpreto nada de estos manchones de pintura, le dije:
—El pintor me solicitó que lo acercara un poco, y ahí estuvo largo rato mirando, pensando, hasta que al final dijo:
—La verdad, yo tampoco sé que significan estas pinturas, algunas me gustan más otras menos, pero en rigor todas parecen pruebas de colores —él usaba mucha acuarela y por eso mismo se lo pregunté—.

Lo que le quiero decir con esto, señor De la Fuente es que en el trabajo se confunden los espacios, ésos espacios de los que usted me hablaba la otra vez con tanto entusiasmo. ¿Usted dijo: espacio público y espacio privado en esa charla?
—Sí, —eso dije—, público y privado.
—He pensado en que tal vez, a los fines teóricos sea funcional, pero a los fines prácticos esa diferenciación no existe en el trabajo. El trabajo es una actividad en la que una persona se implica totalmente, está ahí de cuerpo entero, sus emociones, sus sentimientos lo acompañan donde quiera que vaya. El cuerpo de alguien, para usted, ¿sería público o privado? Además, durante las horas de trabajo, si tiene la suerte de tener compañeros, se charlan cosas, se comparten infinidad de momentos y situaciones que son también parte esencial de las personas. Tanto como con la familia, y a veces hasta más que con la familia. Recuerdo una noche en que mi mujer bajó hasta el sótano donde estaba ubicada la imprenta con una taza de café, era tarde y hacía frío. Ella era muy atenta y paciente, esa noche noté que le pasaba algo y le pregunté. No quiso decirme nada al principio y se sentó en un sillón que tenía a la orilla del escritorio; seguí trabajando un rato más sin prestarle demasiada atención, enseguida observé unas lágrimas en su cara. Me detuve en mi labor y me acerqué a preguntarle por los motivos de su angustia. ¿Sabe lo que me respondió?
—No, no lo sé —dijo De la fuente—.
—Ella dijo que yo trabajaba demasiado, que los niños casi no me veían durante todo el día, que en muchas ocasiones tampoco me veían en la cena. Tenía razón, yo estaba tan entusiasmado y a la vez tan preocupado por pagar los créditos y obligaciones que tenía que no me había dado cuenta de todo el tiempo que perdía de jugar con mis hijos, de verlos crecer. Le prometí cambiar y con el tiempo fui trabajando menos horas, pero no crea que muchas menos, no. Yo entendía cabalmente porque se preocupaba así, pero la pasión que sentía por el trabajo era más potente que cualquier otra cosa. Modifiqué mi conducta, intenté compartir más momentos familiares, pero lo que no pude hacer fue trabajar menos horas al día, eso no lo pude hacer.
—Me tengo que ir, se me está haciendo tarde para otro compromiso. ¿Me podría dar los escritos que tiene del terremoto? —dijo el joven un poco ansioso—.
—No, mejor se los doy la próxima vez que venga porque me falta agregarle algunos detalles. Le aseguro que el martes se los tendré listos, a los del terremoto. Tenga estos que tratan sobre algunos otros hechos que ocurrieron y que encontré mientras buscaba lo que me pidió.
Le extendí las hojas y me las recibió con educación, pero muy molesto, quedamos en reencontrarnos la semana siguiente.

PEQUEÑA ALA DE MARIPOSA


Para el hombre tribal, el espacio era un misterio incontrolable. Para el hombre tecnológico, ese lugar lo ocupa el tiempo. Marshall Mcluhan. 1911-1980

13 de diciembre 1942.
Muchas cosas cambiaron en el mundo luego de la Segunda Guerra Mundial; muchas cosas cambiaron en mi propio mundo. Los hechos históricos y los hechos vitales guardan grandes semejanzas, en ocasiones, muchas más de lo que quisiéramos. Algunos barcos navegaban a la deriva en las costas argentinas, entre ellos uno que, creo, se llamaba el acorazado de bolsillo alemán Graf Spee. Había viajado hasta el Río de la Plata en busca de barcos mercantes, pero el acorazado también era buscado porque ya había hundido a más de diez navíos.
Mi memoria no es prodigiosa aunque sí capaz de almacenar datos con alguna rigurosidad, leí en los diarios que ese barco había recibido un comunicado indicándole que debía zarpar de nuestras costas. El país ya no podía seguir apelando a las leyes de amnistía internacional para refugiarlo. Entonces, el capitán del navío, Hans Langsdorff, a cargo de la vida de soldados alemanes, todos jóvenes y casi imberbes aceptó la orden. De camino a la costa argentina pensó cada paso y planeó cada estrategia al milímetro. Era temprano, el alba aún no se anunciaba, la tripulación del barco se dio cita en cubierta para escucharlo. El faro seguía encendido a lo lejos. Los soldados alemanes eran muy jóvenes, unos niños... es raro pensar en eso, en la mayoría de los ejércitos de combate los soldados apenas alcanzan la mayoría de edad. Es como si cada pueblo siguiera repitiendo un arcaico y grandioso sacrificio a los dioses de la guerra. Estos soldados alemanes también eran jóvenes, tenían frío y miedo, dos sensaciones que erizan la piel y se confunden en nuestros corazones. El sol estaba ahogado en el agua cuando el Capitán se dirigió a toda la tripulación.
El acorazado no era inocente, se había cargado muchos barcos en su lista de muerte, de todos había escapado airoso, pero lo seguían de cerca los buques ingleses Ayax, Exeter y Achilles, que no estaban dispuestos a perdonarle la vida una vez más. En un alemán rígido y sentencioso el Capitán ordenó a todos descender en los navíos de emergencia; necesitaban hundir el barco. Los enemigos no descansarían hasta verlos a todos muertos, al Graf Spee ardido y hundido. El Capitán había pasado toda la noche meditando esa decisión y se la estaba comunicando a ellos. Debían rendirse. Ya nadie quería recibir al barco en sus costas. En cambio, hombres sí, eso sí estaba dispuesto a recibir el Estado Argentino. El Capitán había llegado a un acuerdo diplomático con el presidente argentino. El General Perón estaba dispuesto a distribuir a esos hombres a lo largo del territorio nacional. El embajador alemán había oficiado de intermediario y las cosas quedaron claras: los barcos bajarían a la tripulación y el Gobierno la distribuiría por todo el territorio. Esa mañana el Capitán explicó lo que haría cada uno, dio órdenes de cómo comportarse y de cuál sería el destino de cada hombre en la tierra. Dio detalles de todos, menos sobre la suerte que él correría. Las rondanas chirriaban mientras bajaban a los barquillos de emergencia que, atiborrados de muchachotes rubios se dirigieron a suelo argentino.
En tierra firme, envueltos en un revoltijo hecho de silencio espeluznante y gritos de gaviotas, los soldados comprobaron que el Capitán no estaba entre ellos, él no subió a ningún barco. La certeza sobrevino cuando escucharon el estallido, cuando vieron cómo, lentamente, se sumergía el gran barco, aquel que por días y días había sido su hogar, aquel que los había salvado de morir en manos enemigas, aquel barco fue hundiéndose a la vista de todo. Ese lento proceso en que el barco fue convirtiéndose en ataúd, sumergiéndose en las aguas, no se borró jamás de la memoria de cada uno de los que estuvieron allí. Con absoluto lujo de detalles y en un esfuerzo descomunal por comunicarse Fälther me contó todo eso.
El único sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial que yo conocí de cerca se llamaba Guillermo Fälther. Claro que eso de conocernos no pasó de un día para otro. La primera vez que lo vi fue por la mañana. Salí de la imprenta y me dirigí hasta El Molino Argentino, tenía que entregar unas etiquetas que el dueño me había encargado. Era buen cliente de mi padre y desde que él ya no pudo trabajar más lo comencé a visitar periódicamente para ofrecerle papelería, etiquetas, en fin lo que necesitara. De a poco se fue haciendo muy fuerte la relación con el señor Morente, creo que él me veía como a un hijo, también creo que lo conmovía verme entusiasmado con el trabajo. Siempre tenía etiquetas de más ese hombre, para todo el año, pero igual me encargaba, “para ayudarle al muchacho”, decía cada vez que me veía.
Yo lo hacía sin protestar porque, además, me pagaba muy bien. Esa mañana caminaba por la vereda de la calle Cereceto cuando los vi. Eran como veinte tipos grandotes con unos pantalones cortitos y remeras musculosas, corrían concentrados mientras cantaban una melodía en su idioma. Me quedé estaqueado en una esquina observando el espectáculo. Se veían serios, de gestos duros, hacía frío y ellos estaban corriendo en mangas cortas; eran muchos y se veían como un pelotón de ejército. Corrían por las cuatro avenidas todas las mañanas, alguien me había comentado pero yo con tanto trabajo en la imprenta no los había visto nunca. Esa imagen me rondó en la cabeza durante todo el día. Durante varias mañanas siguientes busqué alguna excusa para salir a la misma hora, quería verlos pasar. Me hubiera gustado sumarme a ellos, ser igual a ellos, ser uno de ellos, pero me conformaba con verlos pasar y nutrirme de su tesón por persistir en una tierra lejana, viviendo en un mundo que a sus ojos debe haberse visto muy diferente al conocido por ellos. El gobierno les había alquilado una casa en Villa América para que vivieran y comenzaran a buscar trabajo.
Alguien le comentó a Fälther que en la imprenta buscábamos un encuadernador en esos días. El hombre que hacía ese trabajo desde que mi padre estaba en su apogeo acababa de irse, le habían ofrecido un puesto en la Universidad de San Juan, él aceptó gustoso y le hicimos una despedida con asado y guitarreada. Todo muy afectuoso, pero llevábamos un mes sin encuadernador. Había puesto un aviso en "Tribuna" solicitando a alguien que realizara ese trabajo, pero nadie aparecía ni a preguntar siquiera.
Llegó grandote y rubio, la mañana del viernes 13 de junio de 1942 a ofrecer sus servicios. Lo tomé condicional, como a todos los demás cuando entraban; a los seis meses el tipo ya era uno más de nosotros. Le costaba hacerse entender, pero lo intentaba con mucho entusiasmo. La gente de la imprenta era muy buena y le ofrecieron amistad casi de inmediato. De él aprendí muchas cosas, a encuadernar como Dios manda primero y principal; y a nadar perfectamente segundo y principalísimo. Mientras trabajábamos charlábamos bastante, él me contaba de su pueblo, de sus costumbres, de sus guerras y yo le contaba de mi niñez, de mi ciudad, de mi imprenta. Después de todo no éramos tan diferentes, además ambos éramos jóvenes e igualmente trabajadores. Lo recuerdo enérgico y con los ojos sumamente abiertos mientras hablaba, decía, en su lengua forzosamente española /alemana:
—Aprender a flotar es primordial —dijo el alemán—, cuando se hunde el cuerpo, tres minutos dura la persona. En cambio si usted sabe flotar puede soportar mucho más tiempo y cómo no lo va a salvar alguien en ese tiempo. Los maestros de aquí se equivocan porque creen que un niño, una persona que está aprendiendo a nadar lo primero que debe hacer es bracear y perfeccionar el estilo. Y no. No es así, lo primordial es saber flotar.
Creo que tenía razón el alemán y por eso le pedí que apenas comenzara el calor fuésemos al río para aprender a nadar. Dijo que por supuesto:
—Yo le enseño a flotar y usted se salva para toda la vida.
Encuadernaba tan bien el hombre que se me ocurrió ofrecerle el servicio al Registro Civil de la Municipalidad de la Capital. Lo conocía al intendente y no fue difícil conseguirlos como clientes. Era un trabajo muy interesante porque había que hacer libros de casamiento, libros de nacimiento y libros de defunción. Los solicitaron con tapas negras grabados con letras doradas. Podíamos hacer hasta las tapas negras, lo de grabar las letras doradas fue un problema que resolvimos llevándoles las tapas, antes de la encuadernación, a un señor que hacía ese trabajo artesanalmente. En el Registro Civil quedaron satisfechos con el trabajo a más no poder, y nos siguieron encargando libros durante mucho tiempo. El grabador de letras doradas me lo recomendó un pintor que a veces iba a pedir recortes de papel para sus bocetos, él lo conocía desde antes por su oficio. Fälther era muy cumplidor y respetuoso. Un día, pese a su buena salud y porte me pidió permiso para ir al médico. Se paró delante de mí y en su duro idioma dijo:
—Benito, dame permiso para ir al doctor, me duele el pecho, voy a ir hacer una consulta —dijo Fälther. 
—Sí, como no, por supuesto, respondí, a qué médico piensa a ir, —le pregunté—.
—Voy a hospital, ellos tener o-bli-ga-ción de atender a uno si está enfermo —dijo ofuscado—.
—Bueno, está bien, le va mal me avisa y buscamos a alguien. —le dije—.

Pasaron los días, estaba preocupadísimo porque había asumido la responsabilidad con el Registro Civil y el alemán no daba señales de vida. No quería quedar mal de entrada, era una buena oportunidad de proveer al Gobierno, y quizás seguirían encargándonos trabajo. Teníamos trabajo asegurado y un muy buen cliente, porque el Gobierno no pagaba muy seguido pero pagaba bien. Una de esas noches cuando llegué de trabajar me lamenté por la ausencia del alemán y la señora que ayudaba a mi madre con las tareas del hogar me contó todo lo que le había pasado al alemán en el hospital:
—Esta mañana vi en el hospital a su empleado, ése rubio grandote que habla mal. ¿Habla mal o es tarado? —me preguntó—. Le aclaré a la mujer que no habla mal, sino que hablaba otro idioma y que le resultaba muy dificultoso aprender la pronunciación del nuestro, al fin y al cabo recién llevaba un par de años viviendo.
—¡No sabe el lío que armó el alemán en el hospital, a los gritos estaba! —me contó la mujer azorada—: 
—Yo llevé al niño más chicos porque tiene una tos terrible y no lo deja dormir a mi marido por las noches... ¿Imagínese quién se levanta a cada rato a taparlo? Yo, quién más va ser sino, porque él trabaja en la finca de don Manolo; ese... de Alto de Sierra ¿Lo conoce don Benito? — me preguntó la mujer—.
—No señora, no lo conozco, pero no importa cuénteme sobre el señor Fälther.
—¿Ahhh, se llama Fälther? Qué nombres tan raros les ponen en ese lugar de donde viene —acotó la mujer.
—No; se llama Guillermo, Fälter es el apellido —le aclaré—.
—Bueno, a él, primero lo atendió el médico y parece que bien porque ahí nomás salió con una receta que le indicaba una radiografía, se acercó al mostrador y le preguntó a la enfermera dónde le hacían la radiografía que le había indicado el médico. La chica le dijo que saliera por el pasillo y doblara dos veces a la derecha, que en esa puerta negra alta que había, ahí, atendía el radiólogo. ¡Pero no sabe el lío que se armó! Porque no pasaron ni cinco minutos cuando volvió el alemán hecho una furia viva, estaba tan enojado que no se le entendía nada, hablaba todo en alemán y la enfermera le decía que se tranquilizara y le explicara lo que le pasaba. Gritaba a garganta pelada:
—Yo no explico a usted nada, quiero hablar con médico de recién, él sí me atiende bien. La enfermera le explicaba que no, que ya había pasado su turno, pero él estaba furioso y gritaba como un descosido. Así que la enfermera se metió para el consultorio del doctor y de allí volvió con la respuesta.
—Dice el médico que se calme, que se siente y que cuando se desocupe lo volverá a ver. —volvió explicando la enfermera—.
—Eso lo contuvo un poco, don Benito, dejó de gritar como loco, pero no se calmó nada, caminaba por la sala con pasos tan fuertes, que hasta los niños enfermos que estaban insoportables de tanto esperar se quedaron quietitos en el lugar, asustados. ¡Pero, don Benito, no se imagina cuando vio al médico, furioso le dijo!
—¡Usted, excelente médico, me atendió muy bien, excelentemente, pero ahí donde me mandó dan turno para treinta días más! Imagínese cuánto tiempo va a pasar y con el dolor que tengo en el pecho, no poder esperar tanto. ¿Y si yo, paro patitas antes de que atiendan a mí y llego al cielo en un solo momento? El médico no pudo contenerse y se largó una carcajada y todos los que estábamos en la sala lo escuchamos porque de la rabia no había cerrado la puerta. La cosa don Benito es que terminamos riéndonos todos del alemán. El médico se apiadó del grandote y lo acompañó. Supongo que le debe haber ayudado para que le den turno antes. ¿A usted le contó algo de lo mal que está?
—No señora porque a la imprenta no volvió. Después de lo que ha contado creo que voy a ir a su casa para saber cómo sigue. —le contesté—.
Fälther no anduvo bien desde entonces, añoraba su tierra y eso no tenía cura para él.


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