jueves, 4 de noviembre de 2010

ESPERA SIN ZAPATOS DE TACÓN

un cuentito de otoño-  

Ella estuvo en la ventana viendo cómo corría el agua mientras llovía, él no llegaba ni llegaría, ni de un momento a otro tampoco. Entonces se dijo a sí misma cosas con un aliento tan sutil que apenas se oía y es por la imposibilidad de escuchar que no transcribo las palabras que emergieron en ese momento.
Pero al verla, pensé que su personaje estaba en el deterioro mismito, tratando de no derrapar la ginebra a una hora tan imprudente como es las diez de la mañana. Por casi nada más que por el aroma que sale hacia fuera y todos perciben y después comentan. Dicen tonterías nomás, nada verdadero; esas palabras se las lleva el viento con las hojas que se han secado después de la lluvia.

En cambio, ella seguía orillada en la ventana contemplando los linderos pasillos de las sensaciones aviesas. Para qué pronunciarlas en un estado tan impío, porque, aunque no hay dios que castigue, sí que se sabe del peso que las piedras tienen cuando caen, más en un precipicio como en el que ella se estaba mirando tan desde arriba. Allá, en las alturas de la ventana, un hueco chupaba con fuerza la mirada y atraía cosas de profundas intemperies.

Huelga decir que estaba todo vacío, para qué repetir obviedad que se sabe desde siempre.
No hay personaje más verdadero que el que ella se ponía para salir de la casa los viernes. Desde el filo de la ventana lo amoldaba durante varios días hasta que lo conseguía poner en maravilloso uso decente. Entonces ¡listo!, se decía a sí misma, y se lo introducía de apoco, o ¿era ella la que se ponía dentro del personaje? Esa precisión no la pude argüir del todo.

Una habitación parece poca cosa, si se compara con el recorrido por el mundo que algunos hacen. Pero atenidos a la espera, la habitación, comparada con el tiempo de espera, puede ser devastadoramente grande, máxime, si las paredes no tiene papel tapiz para contar las mariposas y las correspondientes flores.

Al fin ella dijo que no importaba tanto, que la espera fuera tan larga. Al fin ella dijo que era indefectible que las cosas pasaran así tan de la alegría a la pena y vice-de-la-versa. Al fin, decidió salir, pero retrocedió sobre sus pasos porque recordó que no había juntado los postigos de la ventana ni había corrido los visillos en los vidrios, y que así, sin zapatos, no podía ir a ninguna parte a esa hora del día.

Más le hubiera valido salir descalza, porque cuando cerró la puerta y ésta se golpeó con el viento que ahora corría, el susto le alarmó los pájaros y se le volaron todos de una sola bandada por la boca. Así, con pájaros dando vueltas, era tanto más difícil salir. La tristeza ya no estaba porque ahora el susto le duraba en las piernas y los pájaros andaban de aquí para allá buscando las flores, sofocando el ambiente, destilando trinitos por todos lados, augurando la belleza que tal vez llegaría de un momento a otro. El poquito de seda brillante la convenció para quedarase a esperar un rato más, a ver, se dijo, si por fin él llegaba.


Si él hubiera llegado a la hora de la noche en la que habían acordado la cita, ella no hubiera estado lista como ahora lo estaba. Hubiera estado calzada, demasiado cerca del mundo, poco extraviada en sus propio paisaje como para que el encuentro se produjera. Ella hubiera avanzado por la piel de él casi como cualquiera, desesperada, y seguro que él no hubiera podido saber cuánto ni de qué tamaño ni en qué forma. En cambio, la espera había transformado toda esa nada trivial en una nube de polvo, algo gris, es cierto.


Al fin encontró una palabra que le gustó para ese momento de las horas en densa fuga, y dijo: letargo; pero no como otros lo hubieran dicho, lleno de melancolía, sino atravesada por una mano inmaterial pletórica de auxilios. Y escribió en su frente otra vez, pero en susurros para escucharse sólo ella en aquella penumbra que ahora había: letargo. Se sentó al filo de la cama para atrapar los pájaros que ahora estaban un poco desordenados de tanto dar vueltas por todos lados.
No habría truculencia. Ni ella se comería ninguna parte que le sobraba porque, hasta ese momento, no le estaba sobrando nada. Después sí que habría cosas que tendrían que ser amputaditas para poder saber vivir un tiempo en mejor estado. Ella, después de no querer esperarlo más, bajó por las escaleras y se comió la puerta de salida, para no tener problemas con las llaves cuando regresara; porque presentía que iba a perderlas cuando se sentara en el banco de la plaza a mirar fijamente la corteza de los abedules.

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