domingo, 6 de julio de 2014

Galería de Arte

Él Joaquín, yo Lola.

Pocas palabras, pero precisas, ya sabíamos al primer cruce que nos gustábamos. Tomamos todo lo que quedaba en las copas y fuimos a bailar. Desde el principio nos encantó saber que estábamos unidos por el gustó de lo diferente, es decir, dijo él: Me fascina ir a todos los sitios, ver todo tipo de gente, saber de los encantos de las mujeres de todas las tierras, en fin ya me conocerás de apoco o de a mucho, como te plazca. Lo decía mientras me tiraba de la mano por entre toda la gente hasta la terraza, porque todo el lugar daba a una gran planicie que acababa en acantilado.
Y así fue que esa noche se extendió durante todas las noches del tiempo. Después de salir de la fiesta, desayunamos y  tomamos un bus para ir a la playa, que no estaba tan lejos. Llegamos ahí, nos desnudamos y nos metimos al mar durante toda la mañana.
Mientras todo eso pasaba, creció el romance entre ambos y, como en los buenos romances, él la llevó a su cama y ella lo llevó a su vida. Él era pintor, pero no lo supe hasta que desperté un poco atontada por la fajina de toda una noche y vi que había un cuadro donde se retrataba una mujer semejante a mí durmiendo desnuda, envuelta en sábanas blancas. Me encantó la idea de haberme liado con un pintor y la fascinación subió por mi piel directa hasta mi alma.
Él perdió la calma y empezó a gritar, entonces supe que perdía la calma demasiado rápido. ¡No, no pinto mujeres desnudas y dormidas tan a menudo, pero no sé cómo hacer que me creas!
Estaba gritando. Se calmó un segundo y me pidió disculpas. ¡Ya sé lo que haré!, dijo agitado y me agarró de la mano igual que la noche anterior y me llevó a una habitación. Sentí un poco de miedo pero igual fui con él. En la habitación había cientos de cuadros: colgados, apilados, en estantes; él los sacó a todos y pude ver que lo que decía hasta hacía un momento era cierto.
Pasamos a un cuarto intermedio, para calmar las aguas mientras pasaban los días, pero ya se veía que ni yo era una niña sumisa, ni él un simple leñador. También se veía que no nos separaríamos tan rápido. Las relaciones son fugaces, los trabajos son fugaces, hasta los días son fugaces. Aunque la historia siguió, pero debo pensar cómo seguirla contando, pues los hechos se precipitaron demasiado como para azotarlos contra el papel tan violentamente.
El romance se llenó de una intensidad poco usual, nos necesitábamos todo el tiempo y por muchos días no nos separábamos ni por un minuto. Lo acompañaba en todo momento, mientras pintaba, lo miraba, lo admiraba, lo seguía con la mirada, observando y presintiendo cada detalle, cada variación de color, cada sensación visceral que le urgía desde dentro. Salíamos poco, muy poco, algún momento al día para hacer compras, o algún rato por la noche para caminar en la playa. En esas caminatas asistíamos a un embrujo imposible, que sabíamos imposible, pero al que estábamos seguros de pertenecer. Nos mirábamos, sintiendo las fibras más fuerte de nuestras almas, teniendo certezas de humanos recorriendo la faz de una tierra hecha para nosotros. Algunas veces vivíamos el día intensamente, otras el día nos vivía a nosotros sin darnos cuenta y así, sin notarlo, todo tomó una dimensión de ensueño que por momentos nos mareaba y por otros nos llevaba a un cielo de otro color. Me quedé preñada. Él pintó un retrato por mes, para que su hijo supiera lo hermosa que su madre se veía embarazada.
Teníamos dinero de más y esperábamos al niño con una auténtica cuna de oro que Joaquín había hecho hacer a un orfebre amigo; estrictamente basado en un diseño principesco. Mientras tanto los gritos continuaron y los episodios, mezcla de violencia, pasión y amor eterno se sucedían demasiado rápido como para que alguno de nosotros notara lo nefasto de la historia. Los motivos no importaban, por celos, por los horarios, por las noches, por los días que se consumían poco a poco nuestras vidas. Era una historia de amor mortificado, que empezó hermoso y devino en tragedia.
El parto fue terrible, en una noche terrible. Llovía a cántaros y tronaba que daba miedo. Yo gritaba, a él lo sacaron de la sala de parto y le dijeron que esperara lo peor. El parto viene malo, rece para que al menos salvemos a uno de los dos, si tengo opción ¿qué prefiere? dijo el médico. ¡Escoja rápido que no tengo tiempo para perder con su mujer ahí dentro!
¡No sé... no puedo…! Por último: salve a la mujer, dijo él. Con la duda atroz de no saber si era eso realmente lo que quería.
Decidía y decidía cosas en esa noche de mierda en que todo ese hospital lo aterraba y lo hacía perder la paciencia que no tenía. Al final lo peor, el niño muerto y la mujer viva, apenas, pero viva. Se quedó paralizado, hablando solo, como loco. Ya estaba loco de antes y lo sabía, pero lo encubría diciendo que no era loco, que era pintor y ya se sabe, todo artista tiene algo de loco. En realidad ellos piensan, se engañan pensando que no es que estén locos, si no que la gente no los entiende. Es que los artistas ven cosas que los demás no, había dicho un crítico y el Joaquín se lo había aprendido como a la Biblia que nunca leyó. Entre tanto, una enfermera conmigo en la camilla, llena de tubos y con suero en vena hacia una habitación. Me miró pero apenas si pude... estaba muy débil y me iba a llevar mucho tiempo componerme. Fue la última vez que lo vi. La sala de partos se quedó vacía y Joaquín aprovechó, entró rápido y vio en una bandeja algo lleno de sangre. Se le acercó despacio y lo miró, era un bebé, su bebé que no lloró, que se murió antes de largar el primer alarido. ¿Habrá sufrido o no? ¿Sé habría muerto justo al cruzar la línea de fuego o antes? Hacía preguntas sin sentido que nadie respondió. Había terminado de pintar el último cuadro embarazada por la noche, antes de los dolores. ¡Qué importa si se murió antes o después, se murió igual y ya nunca va a llorar! Seguro que pensó en los nueve cuadros y pensó que tenía que pintar ese episodio; temió olvidar al niño, a su hijo. Lo envolvió en unos trapos y se lo llevó. Afuera la lluvia seguía terrible, paró un taxi y se miró espejado con el niño en brazos en unos vidrios, ¿se dará cuenta éste infeliz que llevo un niño muerto? Quizá no. Para disimular le habló, habló mirando el bebé todo el tiempo, casi no soportaba seguir mirando la cara del bebé, durmiendo un sueño demasiado profundo, pero se esforzó y por fin llegó el auto hasta la casa. Le pagó al hombre como tres veces más de lo que le pidió, un billete manchado con sangre, el taxista le gritó para que lo escuchara entre la lluvia y los truenos. ¿Está bien usted? Y a ti qué te importa, Joaquín le contestó. El taxista lo denunció. Corrió a la casa. Puso el niño en la cama y trajo el cuadro, tenía un montón listo, con la base blanca para los raptos de inspiración. Encendió diez velas y empezó a pintar el niño muerto en la cama, en las sábanas blancas manchadas con sangre, envuelto en el trapo sucio del hospital. Después se dio cuenta, y dijo ¡no! Trajo otro cuadro y le quitó el trapo sucio al niño, lo dejó desnudo, con los brazos abiertos, boca arriba, tranquilo, como si durmiera y lo volvió a pintar. Nadie hubiera entendido cómo pintó dos cuadros perfectos en el tiempo en que se consumieron las velas, igualmente nadie más que él y el cuerpo del niño lo supieron. Entretanto, en el hospital, se dieron cuenta que faltaba el niño muerto. Avisaron a la policía pero les costó bastante encontrarlo, pues no tenían ni dirección y yo seguía  inconsciente. Al final dieron con la casa y con el niño muerto. Cuando entraron rompieron la puerta. No era para tanto, pero Joaquín se había quedado dormido, de la emoción, del miedo, de la angustia, de todo, al lado del niño, como acompañándolo en su hora final de muerto entre los vivos, como si estuviera vivo y él lo durmiera, a su lado. Ellos entraron, ya era de día y miraron los cuadros: el del niño, los dos donde el niño estaba retratado. Pero también miraron ese otro cuadro: el de la cama, el del hijo muerto y el padre vivo, sobre las sábanas blancas, manchadas de sangre, la cera corrido por todo el piso y el olor inmundo a carne humana descompuesta. Tomaron al niño, lo pusieron en una bolsa. Con mucho esfuerzo despertaron al padre, pero Joaquín no entendía nada, hasta que se vio con las esposas. Gritó descontrolado, que él no lo había matado, que había nacido muerto, que no lo tocaran, que sacaran al niño de la bolsa, hasta que uno de los policías con poco saber de psicología le cayó encima con un puñetazo que le rompió la nariz y lo calló un rato. Lo llevaron a la jefatura y le hicieron exámenes. No está drogado, pero se droga, tiene los brazos machucados, dijo el comisario, luego se le acercó a Joaquín sabiendo todos los datos posibles y le preguntó por qué tenía la nariz rota. Suspendió por bestia al policía que le había pegado ¿y a él? Le dio el pésame y lo dejó libre. Un mes y medio tardé en volver a la casa blanca, él jamás fue a verme, entré con mi propia llave. En la casa no había nadie, ni nada, ni Joaquín. Sangre en el piso y cera de velas. Yo sabía poco de la historia, sólo que la noche del parto él se había llevado al niño y que a la mañana siguiente los habían encontrado, ni una palabra más nadie me dijo. No entendía, no podía entender, pero tampoco nada me asombraba. Busqué en la policía y allí me anoticiaron de todos los detalles del caso. Esperaba de él cualquier tipo de delirio.
Pasaron tres años, nunca supe nada de él, ni de nadie. Sólo muchísimo trabajo y dormir, es decir trabajaba para tener un lugar dónde dormir. Un día leí sobre una exposición. El volante decía: uno de los pintores más famoso, muestra en la Galería Salvador Dalí. Tres días solamente, veinte, veintiuno y veintidós.
Era el día veintidós. Caminé despacio, tratando de no llegar, pero estaba a cinco calles y por más que dilaté la caminata al fin entré. Estaba como siempre, flaco, medio sucio, vestido de blanco, con la mirada perdida en un cuadro. Me acerqué sin que me viera venir y me fui aturdiendo al ver tantos cuadros con mi cara, con mi cuerpo embarazado. En cada uno un escrito, mes uno, mes dos... mes nueve, pero la secuencia seguía y  ya no pude incorporar lo que vi. Era el bebé y yo no lo había visto hasta ese día. Dos cuadros con el niño dentro, uno con un trapo, otro sin él, sin inscripción, luego otro, el lienzo en blanco, sin pintar. Me quedé muda, me dejé caer en un rincón, escuchaba ecos que decían, -oye qué tremenda imaginación, qué escena terrible-. ¿Habrá tenido en verdad un niño ahí? Una mujer se le acercó a Joaquín y le dijo: pero es que esto que ha pintado usted es terrible y de muy mal gusto. Señora, váyase a la mierda de mi muestra contestó él. En ese momento junté fuerzas para hablarle. Comencé a caminar hacia él. Él me miró. Se dio la vuelta y caminó hacia atrás para no..., Y retumbó el eco en toda la galería, en los vitrales, en los oídos de las personas, en el corazón roto de Joaquín, en mis propias entrañas estériles. Y después un silencio, los ojos de la gente sobre mí, todos supieron que la mujer embarazada del cuadro era yo. Nadie se animó a nada, ni a irse, ni a quedarse. Él volvió la vista y me miró durante una breve eternidad. La distancia entre nosotros creció, creció hasta el infinito. Me acerqué hasta uno de los cuadros, en dónde el niño estaba sin el trapo, lo descolgué. Él enloqueció de furia y gritó. ¡No te atrevas a llevarte a mi hijo! No dije nada, proseguí con lo que hacía. Descolgué el cuadro y me lo llevé, mientras caminaba, aterrada, temiendo que me lo quitara, me quitara algo que era también mío, que no sabía que existía, pero no, él no dijo nada, no hizo nada. La gente en la muestra permanecía inmóvil, como atornillada al instante, como parte del drama, del que nada sabía, pero todo imaginaba. Los cuadros fueron valuados en mucho dinero y él un pintor famoso, los vendió a todos, hasta al del niño. Lo supe por el diario, no lo entendí, también supe que se dejó uno, el que estaba en blanco. Quién hizo la crítica de la muestra dijo: maravilloso, fascinante, contundente. 
En letrillas negras, acotó al margen: excentricidades del pintor, los artistas ven cosas, que los demás no.
Jueves. 20:58 hs. 30-3-99. Soy o fui, Lola Cutraen.



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